sábado, 15 de mayo de 2010



GUÍA DE BERLÍN
VLADIMIR NABOKOV

Por la mañana he ido al zoo y ahora estoy a punto de entrar en una taberna con mi amigo y compañero de copas. Un cartel azul lleva una inscripción en letras blancas en las que dice «LÓWENBRÁU», junto con la imagen de un león que guiña el ojo y enarbola una jarra de cerveza. Nos sentamos y empiezo a hablarle a mi amigo de tuberías, de tranvías y de otros asuntos importantes.

1. Las tuberías

Delante de la casa en la que vivo hay una tubería negra gigante tendida a lo largo del borde externo de la acera. A unos pies de la misma, en hilera, hay otra, y luego una tercera y una cuarta —las entrañas de hierro de las calles, todavía ociosas, antes de descender a la tierra, a las profundidades que se extienden bajo el asfalto. En los primeros días, tras su descarga de los camiones que vino acompañada de un estruendo hueco de metales, los chiquillos corrían a lo largo de las mismas y reptaban a cuatro patas por aquellos túneles redondos, pero una semana más tarde los niños dejaron de jugar y empezó a caer una espesa nieve; y ahora, cuando a la luz gris y opaca de la primera mañana me aventuro hasta la calle, sondeando precavidamente la traicionera superficie helada de la acera con mis sólidas suelas de goma, una tira uniforme de nieve recién caída se extiende a lo largo de la parte superior de cada una de las tuberías, mientras que en su interior, en la boca propiamente dicha de la tubería, que se encuentra en el lugar más cercano al punto donde los raíles dibujan una curva, el reflejo de un tranvía que todavía no ha apagado sus luces se desliza majestuoso como un relámpago de brillo naranja. Hoy alguien escribió «Otto» con el dedo en la tira de nieve virgen y yo pensé que aquel nombre, con sus dos suaves oes flanqueando la pareja de dulces consonantes, se adaptaba de forma muy hermosa a la capa silenciosa de nieve sobre aquella tubería con dos agujeros y su tácito túnel.

2. El tranvía

El tranvía habrá desaparecido dentro de veinte años, lo mismo que el coche de caballos ha desaparecido hoy en día. Yo le encuentro ya un cierto aire antiguo, una especie de encanto pasado de moda. Todo en él es un punto torpe y desvencijado y, cuando toma una curva demasiado rápido, y el trole se sale del cable y el revisor o uno de los pasajeros se asoma por la parte trasera del coche a mirar a lo alto y a tirar de la cuerda hasta que consigue que el trole vuelva a su lugar, siempre pienso que en más de una ocasión los cocheros de antaño debieron haber perdido la fusta, ante lo cual no habrían tenido más remedio que refrenar su tronco de cuatro caballos y mandar al mozo, sentado a su lado en el pescante con su librea de largos faldones, a buscarla, mientras ellos seguían su camino avisando con bocinazos estridentes cuando el coche, restallando con estrépito sobre los adoquines, atravesara un pueblo.
El revisor que distribuye los billetes tiene unas manos muy extrañas. Se mueven con la misma agilidad que las de un pianista, pero en lugar de ser fláccidas, sudorosas y de uñas suaves, las manos del revisor son tan toscas que cuando por casualidad, al darle el dinero, le tocas la palma de la mano, que parece haber desarrollado una dura corteza como quitinosa, sientes una especie de malestar moral. Son unas manos extraordinariamente ágiles y eficaces, a pesar de su dureza y del grosor de sus dedos. Yo observo lleno de curiosidad cómo agarra el billete entre sus dedos gruesos con uñas tan negras y cómo lo pica en dos sitios distintos, cómo registra su cartera de piel y cómo saca unas monedas para devolver el cambio, y cómo cierra la cartera inmediatamente y tira de la cuerda del timbre o cómo, con un simple empujón del pulgar, abre de golpe la ventanilla de la puerta de delante para entregar los billetes a los pasajeros de la plataforma delantera. Y mientras tanto, el coche no deja de moverse, los pasajeros que están de pie en el pasillo se agarran a las correas del techo y se balancean de un lado a otro, mientras que a él no se le cae al suelo ni una moneda ni tampoco se le rompe un billete al sacarlo del rollo. En estos días de invierno la parte inferior de la puerta delantera lleva una cortina verde, las ventanas están cubiertas de hielo, y en todas las paradas hay un puesto de venta de árboles de Navidad, los pies de los pasajeros están entumecidos de frío, y a veces unos mitones de lana gris cubren las manos del revisor. Al final del trayecto desenganchan el coche delantero que entra en otra vía, hace un giro completo hasta llegar a la vía original y se acerca al resto de la composición por detrás. Hay algo que recuerda a una hembra sumisa en la forma en que el coche de atrás espera hasta que el primer coche, el macho, llega chisporroteando en una llama, se acerca y se le engarza. Y (salvo por lo que respecta a la metáfora biológica) me recuerdan cómo, hace unos dieciocho años en San Petersburgo, solían desenganchar a los caballos y llevarlos alrededor del tranvía con su panza azul.
El coche de caballos ha desaparecido, igual que desaparecerá el tranvía eléctrico, y habrá algún excéntrico escritor berlinés en los años veinte del siglo XXI que, cuando quiera describir nuestra época, irá a un museo tecnológico y localizará un tranvía centenario, amarillo, tosco, con antiguos asientos curvos, y en un museo de trajes antiguos escarbará hasta sacar a la luz el negro uniforme de botones brillantes de un revisor. Entonces volverá a su casa y compilará una descripción de las calles de Berlín en los tiempos ya idos. Cada cosa, cada minucia, tendrá su valor y su sentido: la cartera del revisor, el anuncio sobre la ventana, aquel movimiento o traqueteo preciso que nuestros biznietos quizás se imaginarán..., todo quedará ennoblecido y justificado en razón de su antigüedad.

Yo pienso que en esto radica el sentido de la creación literaria: en la descripción de objetos ordinarios tal y como quedarán reflejados en los espejos amables de los tiempos futuros; en encontrar en los objetos que nos rodean la ternura fragante que sólo la posteridad podrá discernir y apreciar en los lejanos tiempos venideros en los que cada minucia de nuestra aburrida vida cotidiana se convertirá en algo exquisito y festivo por derecho propio: los tiempos en los que un hombre que se haya puesto la chaqueta más común de nuestros días se transmutará en un caballero disfrazado con las galas más elegantes y presto a asistir a un baile de máscaras.

3. Oficios

Aquí tenemos una serie de ejemplos de los diversos tipos de oficios que observo desde el tranvía abarrotado, donde siempre puedo contar con una mujer compasiva que me ceda el asiento junto a la ventana, mientras trate por todos los medios de no mirarme a la cara.
En un cruce, han picado la calzada junto a las vías; cuatro obreros, por turno, tratan de meter una estaca de hierro golpeándola con unos mazos; cuando el primero da el primer golpe, un segundo hombre ya apresta su mazo en el aire con un movimiento oscilante y certero; el segundo mazo se estrella con estrépito y se alza al cielo cuando ya el tercero y el cuarto golpean por turnos en secuencia rítmica. Yo escucho sus golpes pausados como cuatro notas sucesivas de un carillón de hierro.

Un panadero pasa raudo con una gorra blanca en su triciclo; hay algo angélico en un muchacho cubierto de harina. Una camioneta pasa cascabeleando, con cajas que contienen hilera tras hilera de botellas vacías de brillo esmeralda recogidas en los bares y tabernas. Un largo alerce negro viaja misterioso en un carro. El árbol descansa inmóvil; la copa tiembla levemente, mientras que las raíces llenas de tierra, envueltas en tosca arpillera, forman en su base una enorme esfera beige que parece una bomba. Un cartero, que ha colocado la boca de un saco bajo un buzón color cobalto, lo vuelca desde abajo, y en secreto, invisible, con un susurro apresurado, el buzón se vacía y el cartero cierra con un golpe las mandíbulas cuadradas del saco, que ahora está lleno y pesado. Pero quizás lo más hermoso de todo sean las reses abiertas en canal, amarillo cromo con manchas rosadas y con arabescos, amontonadas en un camión, y el hombre con el delantal y la capucha de piel con su faldón cubriéndole el cuello, que levanta cada animal y se lo echa a la espalda y que, encogido, lo lleva por la acera hasta la carnicería roja.
4. Edén

Toda ciudad grande tiene su propio jardín del Edén en la tierra, construido por los hombres.
Si las iglesias nos hablan del Evangelio, los zoos nos recuerdan los comienzos solemnes, y tiernos, del Antiguo Testamento. Lo único triste de este jardín del Edén artificial es que todo él esta enrejado, aunque también es verdad que si no existieran recintos cercados me vería atacado por el primer dingo con el que me cruzara. Con todo y con ello, no deja de ser el Paraíso, en cuanto que el hombre ha sido capaz de reproducirlo, y con toda razón el gran hotel que se levanta frente al Zoo de Berlín recibe su nombre del citado jardín.
En invierno, cuando han recogido a los animales tropicales, recomiendo visitar los anfibios, los insectos y los peces. En el vestíbulo oscuro, las filas de ventanas iluminadas tras cuyos cristales se exhiben los animales parecen las portillas a través de las cuales el capitán Nemo contemplaba desde su submarino a las criaturas marinas que ondeaban entre las ruinas de Atlantis. Detrás del cristal, en recovecos iluminados, los peces transparentes se deslizan con sus aletas relucientes, las flores marinas respiran y, en un bancal de arena vive una estrella de cinco puntas carmesí. Aquí es, pues, donde se originó el famoso emblema —en el fondo mismo del océano, en las tinieblas de la hundida Atlantis, que hace muchos años sobrevivió a diversas vicisitudes, desentendiéndose de las utopías del momento y de otras necedades que nos paralizan hoy en día.
Oh, y no se te ocurra perderte las tortugas gigantes sobre todo cuando les están dando de comer. Estas antiguas y pesadas cúpulas córneas fueron traídas de las Islas Galápagos. Con cierta circunspección decrépita, una cabeza plana toda arrugada y dos patas totalmente inútiles, emergen a cámara lenta desde su bóveda de setenta kilos. Y con su espesa lengua de esponja que de alguna forma recuerda a la de un idiota cacológico que vomitara sin ningún decoro su lenguaje monstruoso, la tortuga hunde la cabeza en un montón de verduras mojadas y se pone a masticar sus hojas sin orden ni concierto.
Pero esa bóveda que las cubre..., ah, esa bóveda, ese bronce sin edad, patinado, apagado, esa espléndida carga de tiempo...

5. La taberna

—Es una guía muy mala —me dice sombrío mi habitual compañero de copas—. ¿A quién le importa que tomaras un tranvía para ir al Aquarium de Berlín?
La taberna en la que estamos está dividida en dos partes, una grande, la otra algo más pequeña. Una mesa de billar ocupa el centro de la primera; hay unas cuantas mesas en las esquinas; una barra enfrente de la puerta de entrada, y botellas en los estantes detrás de la barra. En la pared, entre las ventanas, cuelga una serie de periódicos y revistas montados en una vara de madera como si fueran estandartes de papel. Al fondo hay un pasillo amplio a través del cual se ve un cuarto pequeño y arrebujado con un sofá verde bajo un espejo, del que sobresale una mesa ovalada con un hule a cuadros que ocupa sólidamente el espacio delante del sofá. Esa habitación es parte del piso modesto y exiguo del tabernero. Su mujer, de pechos Caídos y belleza ya ajada, le está dando la sopa a un niño rubio.
—Carece de interés —afirma mi amigo con un bostezo lúgubre—. ¿Qué importan las tortugas y los tranvías? En cualquier caso, el asunto en sí es aburridísimo. Una aburrida ciudad extranjera y además cara, por no hablar de...
Desde nuestro sitio junto a la barra se veía con toda precisión el sofá, el espejo y la mesa al fondo, al final del pasillo. La mujer recoge la cena. Con los codos apoyados en la mesa, el niño mira una revista ilustrada enroscada inútilmente en su vara de madera.
—¿Pero qué es lo que ves ahí? —me pregunta mi compañero y se da la vuelta lentamente, con un suspiro, y al hacerlo la silla cruje ruidosa bajo su peso.
Y allí, bajo el espejo, el niño sigue sentado solo. Pero ahora mira hacia nosotros. Desde allí ve el interior de la taberna: la isla verde de la mesa de billar, la pelota de marfil que tiene prohibido tocar, el brillo metálico de la barra, un par de camioneros gordos sentados a una mesa y a nosotros dos en otra. Hace tiempo que se ha acostumbrado a esta escena y ya no le espanta su cercanía. Y sin embargo, hay algo que sé. Sea cual sea su vida, siempre recordará la escena que veía todos los días de su infancia desde la pequeña habitación donde se comía la sopa. Recordará la mesa de billar y el parroquiano que, noche tras noche, en mangas de camisa, apoyado en la mesa de billar, echaba atrás su codo blanco y golpeaba la bola con su taco, y el humo gris azulado de los puros, y el alboroto de las voces, y mi manga derecha vacía y mi rostro lleno de cicatrices, y su padre detrás de la barra, sirviéndome una jarra de cerveza de barril.
—No entiendo qué ves ahí —dice mi amigo, volviéndose hacia mí.
—¡Qué! ¿Cómo demostrarle que he vislumbrado los futuros recuerdos de una persona?

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