LA BUENA VIDA CAFÉ DEL LIBRO RECOMIENDA E. L. DOCTOROW, HOMER Y LANGEY
E. L. Doctorow sigue aplicando en sus novelas lo que él llama un simulacro de crónica histórica de Estados Unidos. El autor de títulos como Ragtime recurre ahora al caso de dos personajes populares, Homer y Langley, como metáfora de un país que pierde el rumbo.
E. L. Doctorow sigue aplicando en sus novelas lo que él llama un simulacro de crónica histórica de Estados Unidos. El autor de títulos como Ragtime recurre ahora al caso de dos personajes populares, Homer y Langley, como metáfora de un país que pierde el rumbo.
Por Juan Gabriel Vásquez
El País, Babelia, 1/5/2010
A Edgar Lawrence Doctorow (Nueva York, 1931) le gusta repetir el mismo comentario sarcástico: "La gente dice que escribo novelas políticas, que escribo novelas sobre el pasado, que uso técnicas posmodernas, que juego con los géneros literarios, que mis libros ocurren en Nueva York y que tienen personajes judíos... Así que soy un novelista político-histórico-posmoderno-de género-neoyorquino-judío. No sé, yo rechazo toda etiqueta que se le ponga al sustantivo novelista. Creo que usted estará de acuerdo conmigo: el novelista es alguien que acoge el mundo entero".
Bueno, sí: pero es que hay pocos mundos en la ficción de lengua inglesa tan amplios, tan ricos y diversos como el de Doctorow. Este año su primera novela, Welcome to Hard Times, cumple medio siglo; en este tiempo Doctorow ha publicado trece libros de ficción, una obra de teatro y dos compilaciones de ensayos, y el resultado puede muy bien verse como una reescritura radical de la historia norteamericana, de la Guerra de Secesión en La gran marcha al Nueva York de finales del siglo XX en La ciudad de Dios. La nueva novela, Homer y Langley, parte de la historia de los hermanos Collyer, cuya vida ha sido objeto de fascinación en Nueva York desde 1947, cuando la policía echó abajo la puerta de su casa y los encontró muertos y rodeados de más de cien toneladas de materiales diversos: torres de diarios, varios pianos, kilómetros de libros y hasta un Ford T en medio del salón. La policía encontró a Homer fácilmente, pero el abarrotamiento era tanto que tardaron algunas semanas en encontrar a Langley, cuyo cuerpo yacía a unos tres metros del de su hermano.
Esta conversación ocurrió en dos sesiones: la primera tuvo lugar en el despacho de Doctorow, una primera planta del West Village que pertenece a la Universidad de Nueva York; la segunda, en su apartamento de la zona media de Manhattan, donde Doctorow me recibió por la mañana y, antes de cualquier otra cosa, me enseñó su edición de las memorias del general Ulysses Grant, varios tomos que serían verdaderas joyas bibliográficas aunque no hubieran estado autografiadas. "Un regalo, por supuesto", me dijo Doctorow. "Yo no me puedo permitir algo así".
PREGUNTA. En Homer y Langley hay un cierto grado de distorsión histórica. Los verdaderos hermanos Collyer murieron en 1947, pero usted les deja vivir hasta la década de los setenta. Y hay otras modificaciones de la realidad conocida. Usted escribió un ensayo en 1977, False Documents, en el cual alegaba que una narración histórica hecha de mentiras es más perspicaz, más aguda y más útil que una respetuosa de los hechos. Es algo que siempre ha hecho en sus novelas: contar la historia de una manera distinta. ¿Cómo se aplica esto a la nueva novela?
RESPUESTA. En su vida real, los hermanos Collyer fueron una especie de folclore instantáneo. Fueron famosos en la ciudad, la gente venía a ver su casa como si se tratara de un fenómeno de circo. Hay fotos del momento de su muerte, con las multitudes agolpándose frente a la casa y la policía sacando las cosas. Y hace unos siete años hubo un artículo en The New York Times donde se contaba que los Collyer no tuvieron herederos, así que la ciudad se apoderó de la casa. Estaba tan mal que tuvieron que echarla abajo, y en su lugar hicieron un parque. Esto queda en la Calle 128 con Quinta Avenida, en Harlem. Y hay allí una placa: "Parque de los Hermanos Collyer". Pues bien, el artículo hablaba de cómo los vecinos se opusieron a que su parque fuera bautizado en honor de estos ermitaños acumuladores y maniáticos. Y pensé: "Llevan cincuenta años muertos y todavía molestan a la gente".
P. Y entonces supo que tenía una historia.
R. Claro. El folclore es el paso previo al mito, igual que en la Iglesia la beatificación es el paso previo a la santificación. Homer y Langley tenían estatus mitológico en mi imaginación, y por eso decidí que no tenía que investigar demasiado: bastaba con interpretar el mito. Me sentí libre de cambiar cosas: como criaturas mitológicas, los hermanos son inmortales, así que puedo extender sus vidas. También mudé su casa de lugar. Yo necesitaba que vivieran frente a Central Park, y el parque termina en la Calle 110. Así que los puse a vivir alrededor de la Calle 92.
P. También invirtió el orden de sus nacimientos.
R. Sí. En la vida real, Homer era el mayor. Todo salió de la primera línea, claro. Un día me senté y escribí: "Soy Homer, el hermano ciego". Y era una línea tan evocativa... En ese momento supe que mi narrador sería el hermano menor, el protegido, que de alguna manera admira a Langley por haber estado en la guerra. Supe que la música sería importante en su vida de ciego, y que Langley iría por ahí coleccionando pianos para regalarle. En la vida real, los hermanos llegaron a acumular toneladas de periódicos. Eso es cierto, pero yo encontré una razón basada en su carácter: Langley está investigando el mundo entero -y esto antes de Google-, tratando de identificar los actos seminales del comportamiento humano para organizarlos en una especie de diario platónico, un diario que nunca pierda actualidad.
P. ¿Recuerda haber hablado de algo similar en una entrevista en los años setenta?
R. No, ¿qué dije?
P. Contó que tenía una fantasía recurrente: que un día The New York Times le dejaría escribir el diario entero. Y que se pasaría muchos años investigando y preparando esa edición.
R. Sí, es cierto. Qué interesante, ¿no es verdad? Y se lo di a Langley.
P. Lo que me interesaba al hablar de la distorsión histórica era esa relación que tienen sus ficciones con los hechos reales (o comprobados, o aceptados). En El libro de Daniel se basó en un hecho histórico, la condena a muerte por espionaje del matrimonio Rosenberg; en Ragtime incluye personajes reales y distorsiona sus vidas conocidas con una desfachatez que en su momento le causa más de un problema.
R. El libro de Daniel describe con exactitud el juicio y la ejecución, aunque yo no conocí a ninguno de los implicados. La revelación con ese libro fue que no lo podía escribir en tercera persona, con un narrador que lo supiera todo. Tuve que dejar que Daniel lo escribiera, porque él, de niño, habría podido estar en contacto con todo lo sucedido y al mismo tiempo no habría podido comprenderlo del todo. Es decir, estaba en la misma situación que yo: en el momento de la ejecución yo estaba sirviendo en Alemania, y no me enteré muy bien de los hechos. Lo que me interesaba no era la inocencia o la culpabilidad de los acusados, sino la mentalidad del país que produce esta horrible situación. Claro, la novela anticipa lo que después se ha descubierto: que el marido, Julius Rosenberg, sí que estuvo involucrado en actividades de espionaje. Pero no la mujer. En fin, por supuesto que cambié cosas. No quería que se viera como una novela documental.
P. Pero el tono de Ragtime es muy distinto. Tiene algo satírico de lo que Daniel carece por completo.
R. Bueno, sí. La novela se divierte con impertinencias, atribuyendo falsedades a los personajes, a Houdini o a Freud. Para escribir sobre JP Morgan, lo único que hice fue mirar una foto. Cuando publiqué ese libro se dijo que había roto una regla del oficio, que había transgredido algo. Pero yo crecí leyendo novelas donde pasaban estas cosas. En Guerra y paz, Napoleón no sale muy bien parado. Ni el cardenal Richelieu en las novelas de Dumas. Yo no pensé que estuviera haciendo nada distinto, pero en los años setenta nuestra ficción era muy tímida. Lo que molestó a los críticos fue el tono del libro: irreverente, capaz de tomarse libertades para escribir un simulacro de crónica histórica. De todas formas, creo que la primera ficción es la versión que dan los personajes históricos de sí mismos. Si de verdad quieres leer ficción, lee las memorias de JP Morgan.
P. Pero sigue habiendo una resistencia del público, una desconfianza ante quien se toma esas libertades.
R. En World's Fair usé a toda mi familia de una manera bastante implacable, incluso conservando sus verdaderos nombres. ¿Y cuál es la diferencia ontológica entre interpretar a alguien que conociste y alguien que no conociste? Yo siempre he sentido que lo mejor que he escrito lo he escrito con un sentido de transgresión. Y lo he hecho desde siempre. En un curso de periodismo que tomé en la escuela, entregué una entrevista con el portero del Carnegie Hall: lo describí como un refugiado judío alemán que acababa de salir de su país. Conocía el repertorio clásico. Venía a trabajar con un termo y un sándwich en una bolsa de papel, bebía su té a la manera antigua, poniéndose un terrón de azúcar entre los dientes, etcétera. Al profesor le pareció que era la mejor entrevista que había leído en aquel curso, y quiso mandar a un estudiante de fotografía para retratar al portero. Yo le dije que eso era imposible: el hombre era muy tímido, no le gustaba el contacto con la gente... Al final tuve que confesar que todo era inventado. No se lo tomaron demasiado bien.
P. Usted ha dicho que cree en la ficción como "sistema de conocimiento". ¿Qué conocimiento produce la ficción? ¿Cómo cree que ha cambiado la manera de leer ficción en el curso de tu vida?
R. Mire, es sencillo: los relatos nos enseñan las leyes de la comunidad y distribuyen el sufrimiento. A través de las historias, el individuo siente que su sufrimiento puede ser compartido por los demás. El relato trae consigo lo que la comunidad debe saber para sobrevivir: éste es el sistema de conocimiento al que me refiero. La facultad imaginativa, la facultad de ver cosas y hacer conexiones que no serían posibles dentro de parámetros fácticos, son dones del escritor de ficción. "Ver lo que está oculto", decía Henry James. Bellow se sentía "como un médium". El escritor de ficción siente que no tiene obligación moral ninguna hacia las instituciones que rigen nuestra vida, trátese del Gobierno, la Iglesia o la familia, y este tipo de testigo es muy valioso para la sociedad. Cuando Joe Heller publicó Trampa 22, una novela muy escéptica sobre los nobles esfuerzos norteamericanos en la Segunda Guerra, la gente se molestó mucho. "Esto no ocurrió así", dijeron. Puede que no, pero sí ocurrió así en Vietnam. El libro fue profético.
P. Una vez dijo de Ragtime que era "la venganza de un novelista contra una época que idolatra la no ficción". ¿Es Homer y Langley la última entrega de esta venganza?
R. Eso lo dije en una época en que las ciencias sociales estaban adoptando estrategias novelísticas. Antropólogos, sociólogos, psicólogos... Y eso me enfadó un poco: sentí que se metían en mi territorio. Ya no lo siento así, aunque todavía, después de una lectura, hay alguien que me pregunta: ¿es esto cierto? Todavía hay un dominio de lo empírico por las razones equivocadas. De otra parte, las más grandes ficciones que tenemos hoy en día están fuera de los libros, y son producto del extremismo político. La cantidad de mentiras que hay en política, y esta nueva ola de comportamiento irracional... Esta manera de odiar la reforma sanitaria, llamarla socialismo, decir que el presidente está aliado con Al Qaeda... El nivel de irracionalidad en este país siempre ha sido alto, pero hoy me parece más alto que nunca. Al mismo tiempo, parece que los sectores más racionales han logrado atrincherarse: de otra forma, el Congreso no se habría atrevido a aprobar la ley. Tengo la percepción de que esta derecha ha comenzado a marginarse, y a marginar el partido para el que trabajan, el Republicano. Por lo menos, eso es lo que espero.
P. El otro día estaba escuchando un discurso de Sinclair Lewis en 1940, cuando Roosevelt estaba haciendo campaña para un tercer mandato y los republicanos lo llamaban "dictador", "socialista". ¿Cree que este extremismo irracional contra ciertos presidentes liberales ha existido siempre, y no hay de qué preocuparse, o que la situación de hoy en día es realmente nueva, y deberíamos preocuparnos más que nunca?
R. La derecha hoy es muy distinta: tienen un gran acceso a los medios. En la radio se despotrica contra Obama, en la televisión también. Pero no sé si ha habido un cambio. Cuando yo era niño hubo una marcha de apoyo al nazismo en Madison Square Garden, y la gente iba caminando por ahí con esvásticas en las camisas. Había un conocido sacerdote de derechas, el padre Cogwin, que tenía una inmensa cantidad de seguidores. Estaba Charles Lindbergh, cabeza de un grupo llamado America Firsters (Roth escribió todo un libro sobre eso). Luego vino el fervor anticomunista de los cincuenta, una era gris en la vida de Estados Unidos. Siempre ha sido más fácil para la derecha llegar a la gente. El psicólogo Wilhelm Reich dijo que la mente del hombre promedio está construida para el fascismo: es mucho más fácil para la derecha llegar a ese lado antediluviano de la gente, sus miedos, sus ansiedades, que para la izquierda tratar de apelar a la razón. No estoy diciendo que no haya irracionalidad en la izquierda, por supuesto. Pero en la dinámica interna de este país, la derecha siempre ha apelado a los miedos de la gente. Cuando se ha acabado una guerra, esa sensación de combate sigue existiendo, y la dirigimos contra nosotros mismos. Esto es lo que ocurrió después de la Segunda Guerra.
P. ¿Y ahora?
R. Bueno, el momento más terrible fue cuando la Corte Suprema eligió a George Bush. Luego vino lo que ya sabemos: el uso de matones para intimidar a quienes contaron los votos, la llamada Patriot Act, el espionaje contra los ciudadanos... Todo aquello fue un peligroso desmonte de nuestro sistema de vida, y no hay manera de calcular el daño causado al país. Las dificultades que ahora tiene Obama para llevar a cabo las más elementales correcciones de las inequidades sociales se deben a eso. Está por verse si el daño es irreparable. Mira, mis convicciones políticas son muy elementales, casi bíblicas: no matarás, no robarás... No sé qué implicaciones tendrá este libro (desde luego, no he buscado ninguna), pero veo, eso sí, una civilización entrópica: algo está muriendo, algo se está deshaciendo. Algunos han visto en el libro una parábola de este país y la forma en que está perdiendo el rumbo.
P. Esto me interesa, porque todas sus novelas parecen hablar de lo mismo: la ruina de los ideales americanos. Homer recuerda incluso la doctrina emersoniana de la "confianza en sí mismo", una de las bases de la filosofía americana, que aparece también en Welcome to Hard Times. El libro de Daniel habla de Estados Unidos como enemigo del individuo.
R. En este país nunca hemos llegado a estar a la altura de la Constitución. La historia de Estados Unidos describe los intentos, y enseguida los fracasos, de quienes se han acercado a una cierta idea de justicia, de una sociedad serena como la que permite imaginar ese documento. Así que decir la verdad sobre lo que ocurre en un momento y lugar determinados no es caer en el desespero, sino simplemente decir la verdad. El grado de autosatisfacción que hay en este país puede resultar dañino y detener cualquier tipo de progreso. Yo comencé este libro bajo la última Administración Bush; ahora algo ha sucedido y, después de unos años muy oscuros, tenemos una cierta esperanza.
Homer y Langley. Edgar Lawrence Doctorow. Traducción de Isabel Ferrer y Carlos Milla. Miscelánea. Barcelona, 2010. 208 páginas. 18 euros. Homer i Langley. Traducción de Maria Iniesta i Agulló. Edicions 1984. Barcelona, 2010. 204 páginas. 18 euros. Juan Gabriel Vásquez (Bogotá, 1973) es escritor. Su último libro es El arte de la distorsión (Alfaguara).
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