miércoles, 28 de abril de 2010

Retórica especulativa
Pascal Quignard.

Traducción de Silvio Mattoni
El cuenco de plata. Buenos Aires, 2006.

Nota de La capital 18/6/2006. Buenos Aires
Contra la filosofía

Este es un texto que desde el inicio se asume como una especie de tratado de Antifilosofía. Y esto no es poco decir, ya que se trata de dar un paso más adelante en el camino marcado por la tradición antimetafísica tan cara al pensamiento francés sobre todo desde la segunda mitad del siglo XX. Sin nombrarlos, Quignard se aparta de pensadores de la talla de Derrida, Foucault y Deleuze; no tanto para desmerecer sus posiciones, sino más bien para no empantanarse en ese lenguaje filosófico, el cual, si bien expresa el rechazo a la metafísica, se ve obligado a hablar desde sus conceptos.

Para Quignard, la retórica especulativa es "la tradición letrada antifilosófica que recorre toda la historia occidental desde la invención de la filosofía". La literatura es el lenguaje anterior a la metafísica, es la lengua de las imágenes. No es necesario, según Quignard, recurrir a tradiciones ajenas a Occidente para escapar al lenguaje ordenador de la metafísica griega, de la teología cristiana y del nihilismo moderno. Estos lenguajes "no hacen más que ordenar por miedo a los efectos del lenguaje". La literatura, en cambio, lejos de constituir el lenguaje que nos diferencia de la naturaleza (physis), nos liga más fuertemente a ella, es nuestro vínculo fundamental.

El lenguaje es metaphora, transporte. Transporta el significado en el significante, se transportan los sonidos emitidos por la voz humana como símbolos en las pasiones del alma y, finalmente, tenemos la metáfora en su sentido más difundido, el de trasladar hacia una cosa una palabra que designa otra.

Para Quignard, el comienzo de la historia está más relacionado con la caza y con la guerra (la caza del hombre por el hombre) que con una superación biológico-social. Por eso no debe extrañar una aparente irrupción en el tono del libro cuando apela intempestivamente a la autoridad de Moscovici: según éste, se trata no de un proceso de hominización, sino de un proceso de cinegetización. Los machos más jóvenes, relegados de la manada por el macho dominante, no pudiendo vivir de la colecta (en griego, lógos), vagando, comiendo de los restos de los animales muertos, se convirtieron en los primeros cazadores. De aquí, la primera gran metáfora, el primer transporte: el animal se convirtió en el modelo a seguir; los primeros protocazadores imitaron (mímesis) al animal. El animal era el dios, el alimento, el abrigo, el hogar, el mundo. La predación destruyó al lógos (colecta). Y el lenguaje, como decíamos, es fundamentalmente predación y es la predación fundamental.


Por eso, según Quignard, ya no sólo la metafísica, sino también la filosofía debe ser rechazada, porque distrae de la predación propia del lenguaje. Lo literario consiste en volverse hacia ese fondo biológico del lenguaje que los sistemas intentan conjurar. La literatura es el lenguaje desnudo, es dejarse poseer por el comportamiento de la physis (animal, río, montaña, etc.), por esa violencia de lo inesperado; por eso es una antiética, como dice Longino. Lo inesperado (paradoxon, lo paradójico) sólo puede surgir en un lenguaje desnudo y es por eso que la literatura piensa literalmente, piensa más que cualquier pensamiento.


Fragmentos
Frontón es uno de los pensadores más originales y más profundos que haya conocido la antigua Roma. Multiplica las imágenes, construye rápidos mitos que no se pueden encontrar en ninguna otra parte del mundo antiguo. “¿Qué es el sueño? Una gota de muerte tan pequeña como puede serlo una lágrima que se disimula vertida en el cráneo de los hombres, tal es la causa del sueño.”

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El emperador Marco Aurelio escribió que las grietas que se forman en el pan y que no han sido queridas por el panadero atraen sin razón la mirada y estimulan más el apetito que el resto del pan. Las resquebrajaduras del pan son, según dice, “como las fauces abiertas de las fieras”.

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El lenguaje es en sí mismo investigación. En la tradición filosófica, el lenguaje no es más que un vestigio del que uno puede desprenderse o que se puede corregir, como el soma-sema, como el cuerpo animal convertido en tumba y signo, como las técnicas, como las artes. El lenguaje es la única sociedad del hombre (cháchara, cotilleo, familia, genealogía, ciudad, leyes, charla, cantos, aprendizaje, economía, teología, historia, amor, novela) y no se conoce ningún hombre que se haya librado de él. Así el logos fue desatendido por la philosophia en su despliegue, de la misma manera que el aire es ignorado por las alas de los pájaros, como el agua del río es ignorada por los peces excepto al morir por encima de la superficie del agua en donde se asfixian, una vez transportados por el anzuelo hacia la suavidad y la transparencia atmosféricas donde dejan de moverse y se iluminan.

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Frontón decía que había que trabajar la lengua para ser capaz de enfrentar audazmente los peligros de los pensamientos más difíciles de aceptar, las afasias que provocan las experiencias más dolorosas o que son las más inmanejables. Hay que seguir el propio rumbo con los remos y las velas pequeñas, pero cuando sobreviene la necesidad imprevista, hay que ser capaz de desplegar la vela mayor del lenguaje y dejar bruscamente atrás los botes, los barcos de pescadores, la filosofía, la historia, las leyes, los proverbios, los decretos, la charlatanería, las costumbres.

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El pasaje de los primates al hombre no constituye un límite. No existió un origen del hombre. Con él la naturaleza se derramó como lo hace la lava en la cima de un volcán. Una lenta metamorfosis simultánea de varias especies a lo largo del tiempo ha procedido con sus propias mutaciones –una de las cuales, al buscar su presa a semejanza de muchas otras, descubrió una orientación prodigiosa en la imitación de la predación de los grandes carnívoros a los que espiaba porque les temía–.

La especie humana no sufrió mutaciones; fue la conversión en predadora de una especie que figuraba en el rango de las presas y cuya captura así como la ferocidad la fascinaban.

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Los machos a quienes su situación periférica exponía a la predación fueron hacia los animales de presa que los amenazaban y se convirtieron en sus acompañantes. Una presa codicia una presa y se la disputa con otros. Esa es la fuente de la humanidad: predación imitada. Un ojo puesto en la carne muerta, junto a otro mamífero que olfatea los rastros de los predadores, al que por encima sobrevuela la vista de otro carroñero. Eso se vuelve un hombre, un lobo, un águila.

Serge Moscovici ha mostrado que de ninguna manera se podía hablar de una “hominización” de los primates, sino de una “cinegetización” de algunos de ellos. La praedatio destruyó la colecta (en griego, el logos). La caza que devastó la recolección transformó a un herbívoro en mamífero necrófago de los restos de los grandes carnívoros a los que acechaba, junto a las aves rapaces y a los lobos. Luego esos antiguos herbívoros convertidos en necrófagos se transformaron también en carnívoros. Tales transportes son las primeras metaphora. Los hombres se transportaron hacia los que imitaban y los que devoraban: oso, ciervo, buitre, lobo, toro, mamut, carnero, bisonte. O en el mundo precolombino, puma, jaguar, cóndor. Destrozar la carne de un carnívoro y distribuirla se llama sacrificar. Al seguir a sus presas hasta donde vivían, se instalaron a su vez en las cuevas, las cavidades, los nidales, los pozos donde los animales que rastrean habían hecho su madriguera. La caza se volvió un modo de vida excluyente: el animal es el modelo, la imagen, el competidor, el alimento, el dios, el vestido, el calendario, el objeto del grito, el tema de los sueños, el hogar de los hijos, el desplazamiento como destino, el mundo como trayecto. En las paredes de las cuevas magdalenianas, la cara humana es bestializada en forma de cabeza de oso, de lobo, de buitre o de ciervo. La agresividad, la ferocidad, la guerra no se desarrollaron en nosotros genéticamente. Nos vinieron de la caza: fue un largo aprendizaje de la muerte, primero de los restos y luego dando muerte. El canibalismo fue la etapa siguiente: es la culminación de la caza y el despertar de la guerra. Lo que llamamos el devenir-hombre de algunos primates fue ese lento devenir-animal de los protocazadores.

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La invención del hombre fue la imitación de la predación de los grandes carnívoros. Esa invención no se llama la risa, el lenguaje, la mano prensil, la postura erguida, la muerte. Se llama la caza. Tensar un arco quiere decir doblar la vara hasta que se curva y hacer fuerza en ella para estirar al máximo la cuerda que sus extremos retienen y cuya tensión (tonos) servirá de propulsor a la flecha. Los cazadores paleolíticos, al inventar el arco, en el origen del arco, inventaron el origen del sonido de muerte en la cuerda única (la música), es decir, el lenguaje apropiado para la presa.


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Cuando una sociedad está a la espera del acontecimiento que puede extinguirla, cuando el miedo, el desamparo, la pobreza, la desherencia y la envidia de todos contra todos han llegado a un estado de madurez, comparable al de los frutos bajo el calor, una expresión secreta y ávida aparece en la mayoría de los rasgos de los vivos que se encuentran por las calles de las ciudades que son las nuevas selvas. Los rostros que nos rodean cargan con esa tristeza y manifiestan ese silencio que se extiende. Ese silencio, a pesar de la Historia, es decir, a causa del mito de la Historia, sigue siendo ignorante de su ferocidad. Las sociedades occidentales están de nuevo en ese estado de terrible madurez. Están en el límite de la carnicería.

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Ocurrirá con la Historia venidera como con la psiquiatría de comienzos del siglo XX, un saber ya extinto que diferenciaba con precisión la guerra que lo incineraría. A medida que lo real haya dado paso al delirio y sus inútiles razones, cada vez más el futuro, de manera cruel, melancólica, tomará la apariencia del pasado. El pasado retrocederá hasta pasar revista a sus más viejas fundaciones y soñará con explorar el lenguaje disimulado, masculino y secreto que suponía que lo ornamentaba. Michelstaedter decía que las palabras, como las obras, eran ornamentos de la oscuridad. Se mató.

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El pasaje sobre las fieras y las grietas del pan propone un enigma que es todavía más difícil de interpretar de lo que he indicado. El icono no es un arma fácil en la boca de los hombres. “El pan, al cocerse por partes, se abre y esas fisuras se producen en contra del arte del panadero. Los higos muy maduros que se entreabren se asemejan al estallido de la aceituna podrida. La frente de los leones, la cabeza de los viejos, la espuma que sale del hocico de los jabalíes, están lejos de ser hermosas y sin embargo tienen un atractivo (psychagogei).” Este texto es muy extraño. Como si recordara al cazador necrófago que rastrea a los animales, siguiendo el rastro de las huellas y los vestigios, espiando el bulto de las presas muertas. La cercanía de la muerte crea la sensación de apetito y de belleza. Hay una contemplación que atraviesa el lenguaje y que la misma naturaleza suministra con su silencio en su punto extremo de maduración, de putrefacción, es decir, de carroña. La belleza, dice Marcus, separa lo intempestivo de lo oportuno. En la cabeza del viejo, así como en la fisura del higo muy maduro, como en la grieta del pan, como en las fauces bien abiertas de las fieras, los jabalíes, los leones, la muerte es oportuna, tentadora.

(Fragmentos del libro Retórica especulativa, El cuenco de plata.)
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Nota de La Voz del Interior del 31/03/2006
Reconstrucción de una herencia
Por Gustavo Pablos

A pesar de que el título parece asignarle un carácter técnico o académico al contenido, el libro de Pascal Quignard propone un viaje por la tradición letrada antifilosófica que desde el surgimiento de la filosofía recorre toda la historia occidental. Esa tradición ha recibido el nombre, precisamente, de retórica especulativa, y es rescatada por el novelista, ensayista y filósofo francés en un escrito que combina reconstrucción y reflexión histórica con ficción y análisis textual.

En el origen de la retórica especulativa se encuentra Cornelius Fronto, quien bajo el reinado de Antonino, en Roma, se convirtió en cónsul en el año 143 y fue también preceptor del joven Marcus (el cual cuando llegó al poder tomaría el nombre de Marco Aurelio).

Quignard refiere que si bien Fronto confesó haber heredado su pensamiento de Athenodotus, quien a su vez lo había heredado de Musonius, es en sus páginas donde por primera vez se lee una declaración de guerra contra la filosofía.

En un período en el que todas las ciudades del mediterráneo sienten la expansión de la metafísica de los griegos, los textos del romano representan una actitud antigua, siempre marginal y perseguida, que se expresa en una dura oposición a las aporías de aquella corriente (como también después a la teología de los cristianos y a los nihilismos modernos) y ofrece una alternativa a la clase letrada del imperio.

Un aspecto central de este ensayo, que conduce a diversos puertos y esgrime una reflexión integral sobre la cultura occidental, es que el autor, siguiendo la voz rectora de Fronto, postula una literatura que en su momento se opuso a la filosofía planteando, entre otras cosas, que si lo literario es cada palabra, es imprescindible estudiar las imágenes.


Fronto sostenía que había que remontarse más que a la filosofía a su fuente, y siempre le recordaba a Marco Aurelio sobre la necesidad de investigar las imágenes para que pudiese penetrar no sólo en el poder sino en la potencia del decir. “El poder es lenguaje. Tu lenguaje es poder. Como emperador de la Tierra, es preciso que seas emperador del lenguaje, que es el amo de la Tierra. Es el lenguaje en ti y no el poder quien expide sin descanso cartas a toda la superficie de la tierra, es él quien llama a comparecer a los reyes de otros pueblos, quien le dicta leyes, quien reprime la sedición, quien atemoriza su audacia”.

Su objetivo era convertirlo en el primer emperador que hiciera uso del lenguaje, con todos sus matices, gracias a ese saber adquirido en el proceso de indagar el color de cada una de las palabras, los ritmos de las frases, la fuerza de un tropo, la belleza de un estilo y el horror de determinadas imágenes.

En este viaje por la retórica especulativa, de la cual son herederos otros pensadores y escritores antiguos, modernos y contemporáneos, Quignard propone una fragmentaria, fascinante y provocadora  intervención teórica y literaria sobre el lenguaje, la escritura y la especie humana y sus instituciones.
Así como también una Poética, una especulación personal y  autobiográfica sobre el lenguaje y la escritura.

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Nota de La Gaceta del 26/06/2006
Pequeños tratados
Por Willy G. Bouillon.

En relativamente poco tiempo desde que inició su actividad, la editorial El cuenco de plata ha ganado un merecido prestigio con la exhumación de clásicos o la difusión de autores contemporáneos, inéditos en nuestro país, pero ya reconocidos en Europa o los Estados Unidos. Es el caso, entre los primeros, de Henry James (La protesta), D. H. Lawrence (Inglaterra, mi Inglaterra) o Pier Paolo Passolini (Pasiones heréticas). En línea con esa excelencia, acaba de publicar esta notable “Retórica especulativa”, de un multifacético Pascal Quignard: filósofo, novelista y ensayista, ganador del premio Goncourt por Sombras errantes (1992), que también ha incursionado en la música y la plástica.Libro que se sitúa, por evidente intencionalidad de su autor, fuera de los encuadramientos ortodoxos, y que está integrado con extractos de lo que él denominó “pequeños tratados” (in extenso, ocho tomos), piezas generalmente breves con las que fue elaborando una suerte de diario personal, en el que volcó sus reflexiones acerca de la existencia, la vida cotidiana, o lecturas o hechos del pasado o el presente que por diversos motivos lo impresionaron. Recuerda, por momentos, a los Silogismos de la amargura, de Emile Cioran, pero sin la metodología, ni el escepticismo ni el rigor del pensador rumano, sino más bien con una singularísima y audaz óptica para atreverse, por ejemplo, a unir en el mismo texto, a Goethe con la historia de un bonzo que plantea una sutil deducción referida a la ética y la identidad humanas, o interpretaciones sorprendentes de la esencia intelectual de figuras sin aparentes similitudes, como Shakespeare, Eurípides, Eckhart o Montaigne.
Poseedor de una formidable formación cultural, Quignard remite al griego y al latín para alumbrar reinterpretaciones de muchos términos muy usuales en el lenguaje actual, deformados respecto de su sentido original y que, desde esa perspectiva, se tornan otro aporte a la confusión generada por la distancia entre palabra y realidad. Pequeñas joyas del tesoro general con el que deslumbra este libro son los aforismos. No resistimos la tentación de compartir algunos: “El reparto de naipes del comienzo de ningún modo puede ser el mazo del final”. “Entre las hormigas y las abejas, el itinerario mismo constituye la captura”. “La psicología carece de verosimilitud. Lo real es lo insospechado”. “Un escritor es un hombre devorado por un tono”. “Toda la vida de un novelista se precipita hacia lo que ha dicho en su relato”.


Grietas en el pan

“Las grietas que se forman en el pan y que no han sido queridas por el panadero atraen la mirada y estimulan más el apetito que el resto del pan”, recuerda el ensayista francés Pascal Quignard y propone una irónica definición de la condición humana entendida como imperfecta condición felina.

"Llamo retórica especulativa a la tradición letrada antifilosófica que recorre toda la historia occidental desde la invención de la filosofía. Fecho su advenimiento retórico en Roma, en el año 139. Su teórico fue Frontón (Marcus Cornelius Fronto)."

Pascal Quignard

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