lunes, 19 de abril de 2010

Lugares y destinos de la imagen, de Yves Bonnefoy

Lugares y destinos de la imagen
Un curso de poética en el Collège de France
BONNEFOY, Yves
Traducción de Silvio Mattoni
El cuenco de plata. Buenos Aires, 2007

Yves Bonnefoy da cuenta en este libro de sus doce años de enseñanza en el Collège de France, en la cátedra llamada "Estudios comparados de la función poética". Leemos pues ideas, programas, relaciones que se intentaron desarrollar y donde se dejan hilos sueltos que nos harán pronunciar tácitamente una promesa: volver. Así, cuando se asiste al curso sobre pintura del barroco italiano, pensamos en ver de nuevo esos cuadros de Carracci o de Caravaggio que tan radicalmente fundan un destino de la imagen en Occidente y que no hubiésemos sabido ver sin la ayuda perspicaz de una disertación sensible, animada, incansable. También retornan aquí nombres cruciales en la obra de Bonnefoy, como Shakespeare, Baudelaire, Mallarmé y Giacometti.

Se incluyen las siguientes secciones: La presencia y la imagen (Lección inaugural del viernes 4 de diciembre de 1981); La poética de Giacometti (1981-1982); La poética de Shakespeare: observaciones preliminares (1983-1984); Un soneto, Romeo y Julieta, Julio César (1984-1985); Hacia Shakespeare: la idea griega de la palabra trágica (1985-1986); Jules Laforgue: Hamlet y el color (1987-1988); El culto de las imágenes y la pintura italiana (1988-1989); Baudelaire (1990-1991); Los herederos de Baudelaire: la poética de Mallarmé (1991-1992); La poética de Mallarmé: algunas observaciones (1992-1993).


Universos autosatisfechos. Por Flavio Lo Presti
Nota de La voz.com.ar de 24/05/2007

Este libro reúne los informes de los cursos que el poeta francés Yves Bonnefoy dictó en el Collège de France entre 1981 y 1993: la forma de estos distintos informes tiene, por lo tanto, algo de inacabado propio del género, ya sea porque las reflexiones de Bonnefoy sobre los distintos temas continuó en ensayos aparecidos en otras publicaciones o, simplemente, porque los derroteros de las clases no siempre siguieron sus previsiones, y han quedado en el camino cabos sueltos.
Sin embargo, dos elementos redimen al libro de su inacabamiento: por un lado la lucidez de Bonnefoy, y por el otro el impulso con el que esa lucidez nos lleva a revisitar los temas que toma como objetos y sobre los cuales teníamos, probablemente, una versión infinitamente más simple. La reflexión está animada por el complejo proyecto de ver en las imágenes del arte la presencia resistente de lo percibido y de los seres, a pesar de la veladura con la que el lenguaje los oculta.
La noción de imagen que preside las indagaciones de Bonnefoy es en sí compleja. La imagen sería el resultado del proceso por el cual el arte selecciona algunos aspectos del mundo, aboliendo millones de otros rasgos y creando universos autosatisfechos, que a pesar de parecer un rescate de la realidad frente a la amenaza de la alienación, no son otra cosa que un "repliegue" del lenguaje sobre sí mismo.

Resulta así un conflicto entre el "sueño" (las cristalizaciones ilusorias del lenguaje) y lo existente, en el cual la verdadera poesía no toma partido: mientras la poesía mediocre se contenta con una crítica de la ilusión, la gran poesía no puede evitar un tercer término sintético, la compasión, que le obliga a denunciar la imagen al mismo tiempo que amarla y escucharla. La poesía, dice Bonnefoy, es tan enemiga de la idolatría como de la iconoclasia.
A partir de ese planteamiento el poeta francés lleva al lector por un recorrido de los destinos de la imagen en la obra de algunos de los artistas más importantes de occidente. Es particularmente interesante la reflexión sobre la tragedia, enfocada a partir de la obra de Shakespeare.
El dramaturgo inglés aparece en la mirada de Bonnefoy como el lugar en el que la persistencia de una mirada arcaica sobre el amor (unida al neoplatonismo) permite superar el pesimismo imperante en la época isabelina, producto de la crisis política y las revoluciones del pensamiento impulsadas por las obras de Copérnico, Maquiavelo y Montaigne: Shakespeare es el lugar donde lo antiguo y lo nuevo hablan con la misma elocuencia. Pero también es el lugar en el que vuelve el sueño de una gran palabra nacido en la tragedia griega, universo en el que Bonnefoy ve no el imperio del fatalismo y la desesperación, sino el optimismo de una acción humana que se realiza a pesar de que no hay, ahí, una promesa de salvación trascendente.
Esa gran palabra, se señala, nunca existió, pero es un sueño que resurge periódicamente (con el cristianismo, con las revoluciones) y que llamamos occidente.
El volumen se abre con trabajos sobre la vida y la obra de Alberto Giacometti y también incluye estudios sobre al culto de las imágenes en la pintura italiana (hay una muy interesante contraposición de las obras de Carracci y Caravaggio). Lo cierran estudios sobre la poética de Baudelaire (enfocada como una dialéctica compleja entre las contriciones de la belleza y la apertura hacia el bien y lo verdadero) y el relato del épico hallazgo mallarmeano de la Nada y su superación por la vía supralógica de la belleza.



No está de más advertir que lo que en un principio puede parecer una complicación meramente estilística, un discurrir sobre nada, se revela en la lectura como una verdadera complejidad de los objetos, expuestos en su realidad dialéctica por la contemplación sabia de Bonnefoy.
Resultado de los doce años de enseñanza en la cátedra "Estudios comparados de la función poética", que Yves Bonnefoy dictó en el College de France, "Lugares y destinos de la imagen" analiza la poética de Shakespeare, Giacometti, Laforgue, Baudelaire, Mallarmé.




 De los resúmenes de las lecciones que el propio Bonnefoy realizara, cuya versión castellana acaba de presentar El Cuenco de Plata, transcribimos un fragmento de "El culto de la imágenes y la pintura italiana", dedicada especialmente a Annibale Carracci y a Caravaggio.

La luz en Caravaggio no proviene del sol terrestre, ni siquiera de la noche donde brillarían las estrellas, como en su contemporáneo exacto, Adam Elsheimer, que evoca tan misteriosamente sus reflejos, sus rumores, su profundidad que respira en su "Escarnio de Ceres".



Pero tampoco es la que difunde una lámpara, y ahí yace una de las diferencias más significativas entre el pintor y aquellos que se denominan caravaggescos, por ejemplo Trophime Bigot cuando pinta "San Sebastián cuidado por Santa Irene"


o Lanfranc, un imitador más ocasional, en su bella "Adoración de los pastores" (hacia 1606-1607, colección privada, Inglaterra).


Las fuentes puntuales, una luz que viene de un punto de este mundo, metaforizan en esos cuadros la Encarnación, permiten la esperanza, dicen la fe. Ciertamente, no sucede lo mismo en la "Adoración de los pastores" de Caravaggio: allí ni el niño ni el ángel son la fuente de la luz, y si existe un foco está fuera del cuadro, en un punto que estaría a la izquierda del pintor si éste participara en la escena, y dado que evidentemente está afuera, parece pues no ser más que un hecho de su propio mundo, es decir, aquello que usa para orientarse en su lugar oscuro, y nada más.



Es una luz de búsqueda, en suma, de conocimiento tentativo, sólo tentativo, un faro local que vemos encontrando sus objetos, delimitándolos, tratando de abrir una profundidad hacia la presencia que se siente respirar allí, en la noche del mundo -pero que vemos también dejándose detener, casi siempre, por lienzos de tela o un hombro o unas piernas desnudas, y se da entonces un despliegue de la cualidad sensorial, una zona para la felicidad de ser pintor, pero sin verdadera alegría porque implica renunciar al movimiento que iba hacia el Otro, implica traicionar la presencia por la materia. Las manchas claras sobre lo oscuro en Caravaggio, esas superficies de un color a la vez intenso y apagado -como quien habla de cal apagada- no son la penetración del ser por la luz, éste se revela bajo ese pincel tan impenetrable como lo era por medio del mármol en Miguel Ángel, es una exposición superficial donde amenaza con aumentar la tentación estética, como lo sabrá Gentileschi; excepto que Caravaggio la convierte en ocasión de otra experiencia, la de su límite esencial, de su exilio.


Y es verdaderamente ambigua en suma la iluminación de Caravaggio, cristiano por su ambición, desesperado en sus actos; pero aun así es clara la enseñanza que el pintor extrae de ella, tanto como la convicción que la habita desde el origen. El acto de Cristo, su encarnación, no tendría sentido ni alcance si no fuese retomado, revivido por el ser humano, pero resulta que ese hombre, Michelangelo Merisi, por ardiente que pudiera ser la inspiración que lo mueve, se deja detener en el camino, abandona el corazón por la mirada, se arriesga a dejarse embaucar por esa visión del exterior que podemos llamar estética y que, fundamentalmente pesimista, no puede más que incitarlo a replegarse sobre sí mismo. Lo que expresa claramente el claroscuro de Caravaggio es que nada vale más que la compasión, pero que ésta es imposible, al menos en su caso, y que tiene poco valor esa belleza que se construye con las propias elecciones, con las propias representaciones del mundo, pero que en su red nos entrega al egocentrismo, es decir, a pensar que la Encarnación sólo es un sueño al que hay que renunciar.
Es lo que repiten -y que para terminar acaso trascienden- los grandes cuadros de los últimos años, puntos culminantes de la obra, el "Entierro de Santa Lucía", 1608, en Santa Lucía de Siracusa, y la "Resurrección de Lázaro", en Mesina, 1609.


Lucia quasi lucis via, la que se arranca los ojos para abrir la vía de la luz interior, es en verdad lo que Caravaggio quiere ser, pero en el agujero del mundo ninguna luz viene de lo alto -también en este caso la iluminación tiene su fuente afuera del cuadro, al costado del pintor- y se ve entonces tentado a sólo retener de la vida a los dos inmensos enterradores, amarga evocación de la relación entre Dios y la materia. Con la "Santa Lucía" tocamos lo más sombrío de la experiencia de Caravaggio. Pero unos meses más tarde, la obra de Mesina puede expresar a pesar de todo una esperanza. No es porque sepamos que Lázaro va a revivir, a pesar de su gesto de Cristo en la cruz. Sus miembros tienen una rigidez que impresiona mucho más que las vendas con que Giotto los envolvía. Pero si bien es cierto que podrá responder al llamado de Cristo, ¿no es acaso debido a ese boca a boca metafísico que lo enlaza con la mujer inclinada sobre él, sea Magdalena, sea Marta? Esas dos cabezas juntas son el ícono en el seno del amplio cuadro, el ícono de una realidad trascendente, el amor humano, que ahora vemos designado como la causa profunda de la resurrección, si no del cuerpo, en todo caso de la confianza en la vida.

Tras lo cual nos dijimos que el secreto de Caravaggio no era tanto la compasión que se exaspera por no ser absoluta cuanto la experiencia de una falta en su propia vida de Lázaro que deriva ya hacia su tumba; sin dudas desde su origen, la falta de una presencia amante que le hubiese dado más fe en los aspectos de la vida que su pintura saquea. Su secreto es el ansia por ese amor, el reclamo para sí mismo de aquello que se angustia por no poder dar, también a causa de la falta que lo frustró. Y lo que se indica en ese último cuadro es que si hubiera tenido ese amor, Caravaggio se habría levantado, hubiese caminado, la verdadera vida habría sido posible.

Y una observación más: a menudo se ha querido ver en Caravaggio -a causa de obras como "El amor triunfante" o de densas ambigüedades incluso en escenas religiosas, por ejemplo "El sacrificio de Abraham"- a un pintor erótico de manera mucho más marcada y brutal que Carracci.


Pero lo erótico en Caravaggio no es más que el reconocimiento sin deleite ni provocación de una pulsión sufrida de manera tan violenta, opaca, fatal, que sólo puede significar para él una vez más la noche del mundo. Es la confesión sin alegría de una energía peligrosa que sólo sería materia, sólo agitaría la nada, si no fuera usada para otros fines distintos de ella misma. Un memento mori en suma, como los cráneos en las "Magdalenas" de la época. El deseo está por todas partes en Caravaggio, el eros no se priva de construirle una escena, que es el "Baco", pero ambos no son más que la cifra en negativo de la superación con que sueña -una superación que dudamos en llamar agapé, porque éste es una fiesta cuya idea se ha perdido en aquel gran espíritu. Más bien sería la caritas de la cual había surgido el dolorismo en San Agustín.

(De "Lugares y destinos de la imagen". Traducción de Silvio Mattoni.)

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Nota de La Capital del 27/05/2007
Una clase de poesía
Lugares y destinos de la imagen, de Yves Bonnefoy. El Cuenco de Plata, Buenos Aires, 2007, 285 páginas

“Una de las cosas que puede esperarse en una reunión regular de interlocutores es simplemente la benevolencia: que la reunión represente un espacio de habla desprovista de agresividad. Las reuniones donde se habla debieran buscar ese suspenso (poco importa de qué, porque es una forma de lo que se desea)” sugería Roland Barthes para definir la experiencia de un seminario: una secuencia de clases y lecturas que convoca a un profesor y a un grupo de alumnos en un espacio y un tiempo precisos. En efecto, la tradición de recopilación de las clases incluye a una larga lista de intelectuales, que podría comenzar con el mismo Barthes. En su libro “Lugares y destinos de la imagen. Un curso de poética en el Collège de France”, el poeta Yves Bonnefoy compila las lecciones dictadas entre 1981 y 1993 en la cátedra “Estudios comparados de la función poética”, y en su prólogo enfatiza que todo resumen de clases debería considerarse un “acto de creación literaria”, comparable al género del relato e incluso la novela.
La escritura de las clases, al menos en esta selección, logra una tipología textual diferente. Si bien sería imposible la transcripción de la experiencia de la enseñanza presencial, Bonnefoy la supone o la planifica, proponiendo que el lector imagine el momento de vaivén entre el texto de preparación y el diálogo en la oralidad. Y algo más: cumpliendo con la premisa citada —la del seminario como forma del suspenso—, en los cursos de Bonnefoy se observa una búsqueda, una verdad construyéndose. “Hay como el registro más inmediato de un pensamiento, sin la apariencia de seguridad autorizada que a veces puede asumir el ensayo”, señala el traductor, Silvio Mattoni.

Los cursos sobre la poética de las imágenes se articulan a través de diversas disciplinas. La obra de Yves Bonnefoy, una de las grandes renovadoras de la poesía francesa contemporánea, se había abocado intensamente, además de la poesía y el teatro, a la traducción de Shakespeare y al estudio de las artes plásticas. En sus clases, la idea de una poética articulada a través de diversas disciplinas se extiende desde los simbolistas franceses hasta el Renacimiento y el surrealismo. Se trata de estudiar la imagen en su convergencia: la imagen como aquello que conservamos de la obra cuando la evocamos, como un mundo suficiente para sí.

Sin embargo esta autosuficiencia no implica su deslinde de la realidad. En su clase inaugural, el autor propone a la poesía como punto de cruce de varios momentos de la historia del arte y de la humanidad, incluso como “un testigo de su propia época”. La conversación que entabla de esta manera el lenguaje poético con el mundo no sólo forma parte de la pregunta por el sentido de la existencia sino que reformula al sentido como pregunta: “En el centro mismo de la escritura hay un cuestionamiento de la escritura. En esa ausencia, hay una voz que se obstina. El poeta es el que busca dar sentido a su experiencia”, señala Bonnefoy y profundiza en la relación conflictiva entre el yo “real” y su obra: “Ceñido por palabras que no comprende, por experiencias cuya existencia ni siquiera sospecha, el escritor no puede más que repetir en lo escrito la particularidad estrictamente limitada que caracteriza toda existencia”.

Cabe recordar que Bonnefoy como poeta abrevó, a partir de la pregunta sobre la naturaleza de la imagen, en el ideal surrealista de la imbricación entre la palabra y la vida. La lengua poética debería redimir al lenguaje humano de su “caída” y su separación con las cosas, volviéndose posibilidad de intercambio, o mejor, una presencia, es decir, una experiencia que implique el contacto y la transformación.

En este sentido, como crítico, docente y poeta afirma: “la poesía no es otra cosa, en lo más intenso de su inquietud que un acto de conocimiento”, un saber que se construirá concibiendo a su discurso como un “discurso de la presencia”. A lo largo de las clases el concepto de “imagen” busca esa impresión de realidad al fin encarnada, “el brillo que falta en lo grisáceo de los días”.

¿Qué punto en común existe entre los artistas elegidos para el estudio de la poesía? La escultura de Alberto Giacometti, el contexto histórico de Shakespeare, los estudios sobre la pintura italiana, o las derivas de Baudelaire construyen un modo de iluminar los tópicos de su propia obra: la inefabilidad de la materia, la incomunicación entre el ser humano y su entorno, la capacidad de relatar mediante imágenes fragmentadas, la pregunta por la transposición del cuerpo en la obra artística. Las clases de poética comparada de Bonnefoy elaboran una poesía de relaciones, que sólo a partir de su comparación alcanza su mayor poder de expresión.

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Nota de Radar Libros del 07/08/2007
El hombre ilustrado

Yves Bonnefoy hace una propuesta académica en que la poesía puede aparecer con tanto rigor como libertad en los objetos más insospechados.

Yves Bonnefoy es una rara avis entre los académicos franceses del siglo XX, ya que habiendo cursado estudios de matemática y filosofía, luego se dedicó por entero a la labor literaria, especialmente en lo que esta obra registra: la cátedra de Estudios Comparados de la Función Poética en el College de France, donde ejerció desde 1981 hasta 1993. Además de ser bastante célebre por sus traducciones de Shakespeare, es conocido por su relación con los poetas surrealistas y por sus propios textos poéticos.

Lugares y destinos de la imagen, como su nombre lo indica, muestra los lazos entre las imágenes y las palabras, y plantea la poesía como testigo de su propia época en las grandes obras del pasado, a través de la observación de movimientos y circunstancias de creación dentro de lo que cada disciplina tiene de autónoma en cuanto a sus reglas, pero sin despreciar sus condiciones objetivas de producción y el tráfico con las series vecinas que las influencian (cuando no las condicionan), aunque más no sea indirectamente.


Bonnefoy postula que la lengua que estructura el universo poético se cristaliza en apariencias de objetos donde se hace presente la ley misma de su creación. Puesto que “toda palabra, aunque fuera una verdad científica, es un instrumento que utiliza un poder”, el autor propone situarse para poder recobrar nuestra libertad “fuera del poder”, hacer trampas con las palabras, burlarse de ellas jugando con ellas, todo lo que identifica un acto libre. De allí su interés por la poesía, a la que accede incluso desde disciplinas diversas, contrariamente a las posturas actuales, según él mismo expresa, que se plantean sólo en términos de escritura, de intertextualidad, de deconstrucción de la experiencia explícita. Por eso analiza la poética de los pintores del siglo XVII en Italia, y las tendencias que se advertían en su momento de origen, junto a poetas franceses del siglo XIX (Mallarmé, Verlaine, Rimbaud, Baudelaire). Asimismo, el sesudo trabajo sobre Shakespeare con relación a, por ejemplo, Copérnico, haciendo confluir lo que aparentemente está separado en los estudios, o la tragedia griega como la “conciencia del sinsentido, de la insustancialidad absoluta del intercambio humano”.

Bonnefoy parece demostrar la importancia de la poesía en condición de igualdad con las otras áreas de investigación de esa grandiosa institución llamada el College de France. Lugares y destinos de la imagen debe ser leído varias veces para entender que toda obra esconde en su ser, por autónoma que sean sus reglas, el reflejo de sus condiciones de producción (“no es la expresión de un mundo, por magníficas que sean las formas que por sí sola puede desplegar; antes bien diríamos que sabe que toda representación no es más que un velo que oculta lo verdaderamente real”). Bonnefoy plantea, en cambio, un estudio histórico como complemento necesario del pensamiento teórico porque toda referencia debe ser ubicada dentro de un contexto de época preciso. Un texto por momentos confuso, pero rico en una multiplicidad de apreciaciones, incluso muchas veces hermético y fascinante, escrito por un hombre de la más clásica ilustración.

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