Por Juan Carlos Onetti

Con esto de las doblemente bellas letras femeninas, está sucediendo algo curioso. Antes las mujeres se dedicaban casi exclusivamente a la poesía. Cantaban al amante, a Dios, a los árboles y a los recién nacidos. A unas les salía bien y a otras mal. Cada comarca tenía su poetisa oficial y todos muy contentos.
Pero ahora las cosas se han complicado. En cierto sentido, podría decirse que las mujeres son las nuevas ricas de la cultura. Aunque no sólo ellas, está claro. Hay superabundancia, plétora de mujeres intelectuales. Casi todas las muchachas que leen y escriben, se abruman con la obligación de hacer versitos y publicarlos.
Las que no sólo leen de corrido, las mujeres de sólida cultura que hasta dan conferencias y todo, ésas no se conforman con la estructuración de sonetos de catorce versos, describiendo la fuerza de perturbación erótica que poseen los ojos verdes del amado. Escriben sobre Cristo, Marx, el Cosmos o la técnica del autor del Bisonte de Altamira.
Y todo -que si se mira comprensivamente es ya bastante- empleando el estilo más tenebroso, espeso e imaginero que pueda concebirse. A razón de dos citas por párrafo y una pareja de adjetivos para cada nombre.
En esta excesiva riqueza, naufragaron las jerarquías. Ya no sabemos a ciencia cierta, como en los buenos tiempos pasados, cuál es nuestra primera poetisa, ni cuál la alta filósofa del Plata, ni qué blanca mano esgrime la vara máxima, severa y medidora de la Crítica.
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