sábado, 3 de abril de 2010

Gadamer: algunos temores sobre el nuevo milenio

[Donatella di Cesar, periodista del Corriere della Sera
 (7 de febrero de 2007) entrevista a Gadamer, a los cien años de vida.]
Único sobreviviente de su generación, maestro de la filosofía contemporánea y uno de los más destacados representantes de la hermenéutica del siglo XX, Hans-Georg Gadamer (Marburgo, 1900) es hoy quizás el hombre más celebrado de toda Europa. No es para menos, el pasado 11 de febrero cumplió cien años de vida. Una vida dedicada a la reflexión, a la crítica, a la filosofía y, como dijera en entrevista publicada recientemente en el Corriere della Sera y traducida aquí por Douglas Palma, a los sueños, pues: "no tengo prisa en irme" de este mundo.

Para Hans-Georg Gadamer la filosofía se encuentra entre los jóvenes.
A menudo, dice Gadamer, tengo la angustiosa sensación de tener por lo menos treinta años de más para las tareas que se me exigen diariamente. No existe nadie de mi generación. Bajo un cierto punto de vista no pertenezco a este mundo. Y sin embargo aquí estoy. Y en verdad no tengo ninguna prisa en irme. Por ahora me siento muy bien.

DC: Profesor, ¿qué pasará con la filosofía en el nuevo milenio?

HGG: Bueno, son tiempos difíciles los que vivimos y los que viviremos. Porque una cosa está clara: la filosofía analítica se está afirmando por doquier: en Alemania, en Italia, en toda Europa. Diría que se trata de una verdadera y efectiva ocupación de las universidades por parte de los filósofos analíticos. Europa parece haberse hecho norteamericana, por lo menos la Norteamérica que conocí a comienzos de los años setenta. Es una paradoja. Mientras que nosotros aquí somos, o parecemos ser, pasado, en Estados Unidos, por el contrario, es la filosofía analítica la que está pasando de moda.

—Pero ¿cómo explica este triunfo de la filosofía analítica?

—Son los vencedores. ¡Es la filosofía de los vencedores! Y como se sabe, los vencedores siempre tienen la razón. No sé, no puedo decir si en el fondo haya un verdadero interés o se trate de una moda. Esperemos. De ser lo primero la tomaré en serio y admitiré que con ella se puede y se debe convivir. La filosofía analítica es, para mí, una reducción de la filosofía, una filosofía reducida a lógica. Y no tenemos necesidad sólo de la lógica. ¡Por amor del cielo! Y mucho más si la lógica, la teoría de la lógica, no es del todo necesaria para pensar en modo lógico. Porque es obvio que son los caracteres más primitivos los que nos hacen pensar en modo lógico, son como la carne y la sangre para nosotros. ¿Valdrá la pena luego llegar hasta la osamenta?

—Al contrario de una imagen muy difundida, usted parece hoy muy pesimista. ¿Cuál es entonces el futuro de la filosofía?

—No, a pesar de todo sigo siendo optimista. Vea por qué. Es cierto, los filósofos no están bastante presentes, más bien están casi siempre más ausentes. Hacen pocas preguntas, pocas preguntas sobre la vida, casi no dan respuestas. Y la filosofía, o más bien la lógica formal, se encierra cada vez más en las academias y en las universidades. Sin embargo, incluso en este desierto, que durará quizás dos, tres generaciones, la filosofía seguirá viviendo, vivirá al menos en la exigencia de filosofía que existe en cada uno de nosotros. Se quiera o no hay una disposición natural del hombre a la filosofía. Puede ser obedecida o no. Cierto, hoy no es obedecida. Pero mientras exista el hombre y la humanidad del hombre, existirá también la filosofía. Todo niño, a más tardar a los seis años, se pregunta qué es la muerte. Es esta la fuerza enigmática de la filosofía.

—Pero si no está en las academias y en las universidades, ¿dónde está la filosofía en estos "tiempos difíciles"?

—¡La filosofía está entre los jóvenes! Desde que ya no viajo debo esperar a pesar mío que sean ellos los que vengan a buscarme. Y vienen muchos. Muchos desde Italia. Con un equipaje lleno de preguntas. Y los recibo con gozo, porque simplemente aprendo de ellos. Cada pregunta —y siempre o casi siempre hacen preguntas radicales— me abre nuevas posibilidades. Un niño es algo filósofo, un filósofo es algo niño.

—¿Pero cree que ser filósofo hoy sea más difícil que en el pasado?

—No, no lo creo. Vea mi historia. Mi padre era profesor de química farmacéutica. Mi decisión él jamás la aceptó. Y eso terminó por crear una brecha insalvable entre nosotros. No podía soportar que su hijo, en quien había puesto tantas esperanzas, fuera a engrosar las filas de los "habladores", de sus colegas de las facultades humanísticas. Ante sus ojos siempre fui un "hijo perdido". En enero de 1927, cuando ya estaba gravemente enfermo, fue internado en un hospital de Marburgo. Pero la preocupación por el hijo no lo abandonaba un instante. Hizo venir a Heidegger. "¡Estoy tan preocupado por mi hijo!", le dijo. "Pero, por qué —contestó Heidegger—, es un excelente estudiante. Dentro de un año se graduará y será docente libre. Lo logrará. Estoy seguro". Pero mi padre no se daba por vencido, suspiró y preguntó: "¡Será! ¿Pero usted cree de verdad que la filosofía pueda ser un modo de vida?" ¡Y esto se lo fue a preguntar precisamente a Heidegger!

—Para usted, profesor Gadamer, Europa no se da sin filosofía ni la filosofía sin Europa.

—Sí, así es. Europa será sólo a través de la filosofía, sólo a través de la cultura, o mejor, de las culturas. No puedo imaginar que la técnica pueda barrer las culturas; es decir, la humanidad. Europa debe ser una avanzada, mucho más Italia, porque precisamente en Italia están las raíces de la cultura europea. "Cultura" es una palabra latina, del léxico campesino. Indica la humildad de quien sabe inclinarse a recoger. Europa, en su atormentada historia, siempre lo ha sabido hacer. Ha recogido no sólo lo propio, sino también lo extraño. Bien o mal ha sabido abrirse a las culturas extranjeras, extrañas, otras. Esta aparente debilidad cada vez se ha convertido en fuerza. Y esta es la fuerza de Europa: respetar lo que, aun siendo común, es otro. Y donde hay otredad se plantea con urgencia la tarea de la hermenéutica.

—¿Puede darse un diálogo entre Europa y América?

—Quizás no todavía. Los europeos; perdón, los alemanes, han debido aprender mucho ¡y justamente! Pero ahora debiera tocarle a los norteamericanos.

—¿Están listos?

—No lo sé. Es necesario decir que vivimos en la época de la «pax americana» —sobre todo desde que Rusia está ausente. Y son tantos los efectos negativos. Norteamérica ha exportado por todos lados la ética protestante, calvinista, de la ganancia y del éxito. ¡Y esta sería la única cosa que cuenta en la vida! Pues bien, yo no creo que todos en Europa tengan una actitud acrítica hacia este modo de vivir y de pensar. Sí estamos norteamericanizados, pero —déjeme decirlo— contra nuestra voluntad. Y espero que haya una respuesta.

—¿Una respuesta? ¿Desde dónde?

—Precisamente de la que es considerada la periferia de Europa: del Sur de Italia, de la Alemania del Este, que forma parte de mi vida, de los países eslavos, sometidos al dominio de la banca que los ha sumido en una miseria mucho peor que la del pasado. Desde Sarajevo a Rostock, desde Belfast a Palermo: no soy profeta, pero confío en una gran respuesta.

—No puede haber Europa sin Rusia.

—Rusia es para Europa una herida abierta. No puede haber y no habrá una Europa privada de la cultura rusa: Dostoievski, Tolstoi, Gogol. ¡No podemos estar sin ellos! Rusia, estoy seguro, superará la espantosa crisis en que se halla.

—¿Son importantes para Europa las lenguas?

—Las lenguas, en su pluralidad, representan el modelo político concreto de la pluralidad. Creo que se equivoca quien piensa que pronto tendremos una lengua mundial, igual para todos. Es cierto, el inglés americano es una especie de lengua franca: la lengua del comercio. Pero por fortuna las cosas más íntimas no nos las diremos en inglés americano. La pluralidad de lenguas es una gran riqueza. Cada lengua abre un mundo. ¿Por qué debemos empobrecernos?

—¿Qué ha significado para usted Italia?

—Mucho, muchísimo. Un capítulo fundamental de mi vida que todavía no se ha cerrado. Pienso que precisamente en Italia la filosofía resistirá y terminará imponiéndose. Mi primera relación con Italia fue a través de Loewitz. Fue hecho prisionero en Italia durante la guerra: en Marburgo contaba sobre la serenidad de la vida italiana. Para mí, de cualquier modo, Italia es Nápoles.

—¿Por qué Nápoles?

—La primera vez que estuve en Nápoles fue por casualidad. Fue en 1972. Venía de Estados Unidos. La nave italiana se dirigía a Génova, pero se detuvo en Nápoles porque era domingo de Pascua. Comencé a caminar por el puerto y luego en las callejuelas de los barrios españoles. De los balcones las mujeres deslizaban cestos con una cuerda y luego los alzaban. ¡Jamás había visto tanta humanidad! No sabía qué hacer. Vi una barbería abierta y decidí cortarme el pelo. Comencé a medio hablar en mi italiano balbuciente. Hablaba de mí. Soy un filósofo. ¿Un filósofo? El viejo barbero estaba en el séptimo cielo. Había sido durante años el barbero de Croce y desde entonces no había tenido la ocasión de cortarle el pelo a un filósofo. Para él era una fiesta, y también para mí. Intuí entonces el significado de la filosofía para esa ciudad. Pero lo comprendí de verdad cuando en 1978 conocí a Gerardo Marotta. Estuve trabajando con él en el Instituto Italiano de Estudios Filosóficos. Vivir y trabajar en Nápoles fue una experiencia extraordinaria. Vico y los jacobinos, los hegelianos y Croce. Nápoles es una ciudad filosófica.



—Dentro de poco cumplirá cien años. ¿Cuál es el elixir?

—No sabría decirlo. No tengo recetas. Trato de evitar a los médicos y las medicinas. Estoy convencido de que se puede y se debe soportar el dolor, el del cuerpo y el del alma. Es una locura de estos días tratar de eliminar el dolor en la vida. Por otro lado, tengo una gran ventaja: no sufro de insomnio. Logro dormir hasta las nueve de la mañana —si no me despertaran los gatos. A veces hasta vuelvo a dormir. El día comienza lentamente, con el periódico y algunas tazas de té. Luego a mi escritorio, y entre una y otra llamada por teléfono se realiza la aventura infinita de buscar en vano lo que desearía encontrar y no encuentro, pero también la de encontrar, con gran sorpresa, lo que no buscaba.

—¿Qué le desea usted a quienes tienen menos edad?

—La técnica es una nueva forma de esclavitud. Toda la informática es una inteligente cadena de esclavos. Somos todos esclavos: de los medios y de los nuevos medios. Esclavos, pero no como en la antigüedad, sino en un modo más refinado: somos esclavos creyendo ser amos. Tanta información, demasiada información, no da tiempo para pensar. Y esto les deseo: que no se dejen atrapar por las redes de Internet, que aprendan a reconocer los límites, de sí mismos y del propio saber. Y finalmente, que ojalá renuncien a tener la última palabra.

—¿Cuál es su sueño?

—Sigo soñando, porque deseo seguir viviendo. No sé si se harán realidad mis sueños. Pero lo sabemos, los sueños no se hacen realidad. O mejor, se hacen realidad en sí mismos.


No hay comentarios: