domingo, 28 de marzo de 2010

Daniel Paul Schreber, Memorias de un efermo de nervios

Memorias de un enfermo de los nervios
Paul Schreber
Trad. de Ramón Alcalde
Sexto piso. Madrid, 2008




Por Enrique Lynch,
de Letras libres (2/2009)

El autor de estas delirantes Memorias, el presidente de la Corte de Apelaciones de Dresde Daniel Paul Schreber, ganó repentina notoriedad tras publicarlas en 1903. En ellas narra, con inusitada coherencia y detalle y desde una imaginación desaforada, los avatares de su psicopatía y las vicisitudes de su internación y tratamiento en un sanatorio psiquiátrico. El caso Schreber, junto con las histéricas de Freud, que algún ocurrente ha calificado de “mártires” del psicoanálisis, es uno de los que mayor influencia han tenido en el estudio de las enfermedades mentales y, sobre todo, en el diagnóstico y etiología de la paranoia. En español, estas asombrosas Memorias habían circulado en versiones parciales y no siempre muy rigurosas, así que es de agradecer que ahora dispongamos de una versión completa realizada por un traductor de reconocida eficacia, como es Ramón Alcalde. Algo discutible es que la trasposición literal de “Nervenkranken” como “enfermo de nervios” sea correcta. No creo que haya nadie medianamente instruido que use semejante expresión. Si la intención ha sido respetar la coloquialidad del título, quizá la fórmula escogida ha quedado demasiado coloquial; y, en cualquier caso, si hemos de hablar como un ciudadano corriente, lo correcto hubiese sido traducir “Nervenkranken” como “enfermo de los nervios”.
Un elemento a destacar en esta edición de las Memorias de Schreber es que se publican con varios documentos complementarios; entre ellos, el conocido ensayo de Freud sobre la paranoia. Aunque de nuevo se equivocaron los editores al escoger la traducción de López Ballesteros, que hoy en día es muy cuestionada por los estudiosos de la obra de Freud; y con razón, porque hay en ella inconsistencias teóricas, graves gazapos e incluso lagunas y omisiones del texto original. Mal asunto para el psicoanálisis en español fue que Freud la aprobara en vida ya que, sin querer, contribuyó a bloquear la necesaria revisión crítica de sus propios textos. Por otra parte, no se sabe con qué fundamento la aprobó, porque no sabía una palabra de español. Si se trataba de incluir el análisis freudiano del caso Schreber lo correcto habría sido publicar la versión de la llamada Standard Edition de las obras completas de Freud, al cuidado de John Strachey, vertida al español por José Luis Etcheverry e incluida desde hace años en el catálogo de la editorial Amorrortu de Buenos Aires.
En cuanto a los comentarios parafrásticos de las Memorias que hace Elias Canetti en Masa y poder, también incluidos en este volumen, ha sido un error de calibre utilizar la espeluznante traducción española que hizo hace años Horst Vogel de ese libro publicado originalmente por Muchnik, sobre todo cuando hay una excelente versión de ese mismo texto, de Juan José del Solar (Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2002).
Por último, inexplicable es la inclusión de la nota introductoria, cargada con informaciones farragosas y de segunda mano de Roberto Calasso, cuya autoridad en materia de psiquiatría, psicoanálisis o psicopatología es, cuando menos, discutible. Por supuesto que, como editor de Adelphi, la casa editorial que publicó las Memorias de Schreber en Italia y la obra de Canetti, Calasso ha sido libre de incorporar sus opiniones de aficionado en la edición italiana, pero no se entiende muy bien qué pintan aquí.
En cualquier caso, el contraste entre el delirio torrencial de Schreber y el “delirio” controlado de sus comentaristas más célebres, Freud y Canetti, es un atractivo especial de este volumen. En primer lugar porque permite comprobar que, a despecho de cualquier pretensión surrealista de homologar lo racional y lo irracional, la lectura de una verdadera construcción paranoica como la de Schreber demuestra que entre ambos registros hay una incompatibilidad irreductible. Y, no obstante, esa misma lectura parece sugerir también lo contrario, esto es, que entre un delirio extravagante y otro razonable, según el criterio con que se lea, quizá no haya una diferencia de fondo. O sea, que dos maneras de pensar que parecen incompatibles por la forma en que funciona en ellas la razón pueden ser al mismo tiempo incomparables e idénticas. Como se puede comprobar aquí, Freud leyó en estas Memorias un delirio homosexual mientras que Canetti vio prefigurada la figura del Sobreviviente sobre el fondo del nazismo inminente. ¿En qué se parecen ambas lecturas? En que son ambas delirantes y ambas están inspiradas en el delirio organizado de un loco.
Por supuesto que, descontado el interés que tiene para la psicopatología, el relato de Schreber es una construcción fabulosa que sobrepasa la importancia que estas Memorias tienen en la historia del freudismo y en la explicación de algunos conflictos internos entre diferentes corrientes del psicoanálisis. Que veamos en ella un objeto de admiración se explica porque la locura siempre ha ejercido una poderosa fascinación en el espíritu moderno. Desde la “cordura”, es decir, desde una racionalidad convencional y, por añadidura, muy romántica, la locura tiene algo de sublime, sobre todo cuando, como en este caso, adquiere la forma de un delirio consistente que anima a los comentaristas a hacerle eco, a delirar, cada uno en su propio registro teórico. Y, dicho sea de paso: ¿qué sería del pensamiento si no fuese posible delirar razonablemente? Leyendo la riquísima cosmogonía paranoica de Schreber en la que la fantasía convierte el ano del Presidente de la Corte de Apelaciones de Dresde en una especie de Ortos Uranus recordé cómo, al comienzo de Tristes trópicos, Lévi-Strauss describe cómo él y sus compañeros de estudio preparaban los ejercicios de la Agregation en filosofía desafiándose unos a otros para ver quién conseguía construir un sistema filosófico partiendo de un fundamento escogido al azar: por ejemplo, demostrar la realidad de lo que hay a partir de un tranvía o desarrollar las pruebas de la existencia de Dios poniendo una palmera como Primer Principio... ¿Por qué no pensar que toda construcción teórica, toda teoría, tiene, a fin de cuentas, algo de paranoico? Si admitiéramos esta inconfesada analogía quizá reconoceríamos que la voluntad de sistema o de Obra de algunos filosofantes emula, sin confesarlo, el programa del Presidente Schreber.
Pero, sean o no los filosofantes sistemáticos unos paranoicos inconfesados, ¿de dónde surge la moderna fascinación por la locura? Por una parte esta afición es, ella misma, el síntoma de un cambio radical en la sensibilidad moderna, introducido inicialmente por el romanticismo y más tarde remedado, con resultados disparejos, por muchos escritores y artistas de la llamada “vanguardia”. Esto es muy evidente en el caso de los surrealistas, que se asomaron a las fantasías de Sade y nos enseñaron a ver en ellas algo más que a un libertino perverso y que reivindicaron como antecesores a dos rematados delirantes como Lautréamont y Raymond Roussel. Sin embargo, los surrealistas no están solos en el rescate de la locura puesto que la misma fascinación por el loco inspira, pongamos por caso, a quienes tienen devoción por la obra de Nietzsche, los Cantos de Ezra Pound o los poemas finales de Hölderlin.
Por lo mismo, la curiosidad del discurso de la razón por las “razones” del loco se muestra en la intención de reducir a principio cualquier forma de delirio –Freud y Canetti, cada uno en su terreno, hacen lo propio con el caso Schreber– organizándolo o “descubriendo” dentro de él una estructura profunda. En suma, que toda elaboración teórica de la paranoia es ella misma sospechosa de incurrir en paranoia aunque se escude en un propósito algo más sutil: descubrir mecanismos y procedimientos del pensamiento ordinario que la racionalización no deja a la vista ni permite dilucidar, como si la locura organizada, en la paranoia, fuera la verdad de algo que la razón oculta.
(¿Algo? Pero ¿qué?)
Ya era sugestivo que los griegos antiguos, tan dados a la templanza racional y a ponderar sus decisiones, consultaran el oráculo de Delfos y dieran pábulo al consejo de la Pitia, dictado mientras ésta caía presa del delirio que le insuflaba el soplo de Apolo al penetrarla por la vagina, montada sobre un trípode calentado por el fuego sagrado de Delfos. O sea que desde mucho, muchísimo antes de que los románticos impusieran sus veleidades irracionalistas ya se pensaba en la locura como revelación de una verdad, como el testimonio de una incomparable lucidez o como la espléndida expresión de algo inefable. Lo que tiene de especial la admiración moderna por la locura es que ahora se la rodea de santidad y se suele omitir su lado oscuro, esa miseria inconsolable que expresa o el terrible dolor del que brota. ¿Cómo es posible que incurramos en semejante omisión? ¿Por qué tendemos a ver no al desdichado que desvaría atormentado por sus propios fantasmas sino al genio que, de acuerdo con nuestra sensibilidad infectada de romanticismo, está movido por manía, como el Ión de Platón, pero sin la característica estupidez de los rapsodas que Sócrates pone al descubierto en el diálogo? Probablemente porque miramos la locura con la imaginación y de espaldas a su dolorosa experiencia, y ante la insoportable idiotez de lo real (Rosset) la confundimos con una sublime embriaguez que nos sustrae del horror de la nada.




Daniel Paul Schreber: Memorias de un enfermo de nervios.
Publicado por Eugenio Sánchez Bravo (3/2/2009)


Daniel Paul Schreber nació en 1842 y fue Presidente del Tribunal Supremo de la Provincia de Dresde. Fue ingresado en la Clínica de Enfermedades Mentales de la Universidad de Leipzig, dirigida por el conocido neurólogo Dr. Flechsig, en dos ocasiones, desde el otoño de 1884 hasta finales de 1885 y desde noviembre de 1893 hasta junio de 1894. Recuperado de la enfermedad decidió publicar en 1903 el relato de sus delirios para que fuesen objeto de estudio por parte de la comunidad científica. Murió internado en 1911 tras una grave recaída.

Schreber cuenta que la causa de sus padecimientos fue la conspiración del Dr. Flechsig para cometer en su persona el delito cósmico de "almicidio". Flechsig fue capaz de poner de su parte al mismo Dios con el objeto de destruir para siempre la mente de Schreber. El modo en que esto debía tener lugar era mediante la transformación del Presidente Schreber en una mujer de la que habrían de abusar enfermeros y pacientes. Sin embargo, el complot contra Schreber no tendría su muerte y desaparición como única consecuencia. Puesto que el almicidio va contra "el orden cósmico" el éxito de la conspiración de Flechsig supondría el apocalipsis en la tierra y todos los demás planetas habitados. Sin embargo, finalmente Schreber acepta su transformación en mujer, seduce al mismísimo Dios y se siente preparado para alumbrar a una nueva humanidad aria, ni católica ni eslava ni judía, sino aria.

Intenten imaginar a un paciente grave en un manicomio a finales del s. XIX, sentado en un jardín invernal en estado catatónico. Desde fuera no es más que otro vegetal que tirita al viento y, sin embargo, en su fuero interno todo son explosiones, luces, rayos, viajes a las estrellas y batallas épicas contra ángeles, "hombres hechos a la ligera", almas corruptas, hombrecillos diabólicos y enfermeros sádicos.

Desde muy pronto el libro de Schreber despertó el interés de la psiquiatría. A través de Jung, Freud conoció sus Memorias y les dedicó el breve pero fundamental ensayo que se adjunta en este volumen. Naturalmente, el diagnóstico de Schreber era el de un caso prototípico de paranoia, con sus delirios persecutorios, alucinaciones visuales y auditivas y megalomanía. A Freud le interesó sobremanera el caso Schreber pues era una oportunidad única de aplicar el psicoanálisis a la paranoia, una enfermedad mental con la que apenas se tenía contacto fuera de los psiquiátricos dada su gravedad. Según Freud, el origen de la enfermedad de Schreber fue su incapacidad para asumir "una irrupción de libido homosexual" cuyo objeto era el Dr. Flechsig. Es habitual en la paranoia que el sujeto odiado haya sido en primer término alguien amado. El mecanismo paranoide no hace otra cosa que proyectar fuera de sí aquello que le produce culpa y vergüenza. Sin embargo, Freud no cree que el delirio de Schreber sea sólo expresión de su trastorno sino que también es la vía hacia la curación. Esta se produce cuando acepta su transformación en mujer y se pone al servicio de Dios para dar a luz a "hombres nuevos creados por el espíritu de Schreber". En este caso, la racionalización es perfecta, la libido homosexual no es aceptable cuando se trata de convertirse en la prostituta de Flechsig pero sí, en cambio, cuando se trata de servir sexualmente a Dios y salvar la humanidad.

Hay otros dos elementos de las Memorias en los que Freud fija su atención. En primer lugar, considera que la libido homosexual permanece activa en el individuo a lo largo de toda su vida. Los así llamados normales simplemente la proyectan sobre objetos socialmente aceptables como "un hijo varón" o la "sana camaradería". El hecho de que Schreber no haya podido tener hijos entre su primer y segundo encierro puede haber sido una circunstancia coadyuvante al desarrollo de su enfermedad. Y, en segundo lugar, el papel del padre de Schreber, Daniel Moritz Schreber, muy conocido en su época por sus aportaciones a la pedagogía infantil. En pocas palabras, un auténtico tirano obsesionado con el cuidado corporal y el ejercicio físico. La actitud de Schreber hacia el Dios de sus memorias es muy semejante, dice Freud, a la actitud sumisa y, al mismo tiempo, hostil, del niño hacia el padre.

Así, pues, también en el caso de Schreber nos encontramos en el terreno familiar del complejo del padre. Si la lucha con Flechsig se presenta ante los mismos ojos del enfermo como un conflicto con Dios, nosotros habremos de ver en este último un conflicto con el padre amado, conflicto cuyos detalles, que ignoramos, han determinado el contenido del delirio. No falta en él elemento ninguno del material que en tales casos es generalmente descubierto por el análisis. El padre aparece en estas vivencias infantiles como perturbador de la satisfacción sexual buscada por el niño, generalmente autoerótica. En el desenlace del delirio de Schreber, la tendencia sexual infantil alcanza un triunfo definitivo: la voluptuosidad se hace piadosa, Dios mismo (el padre) la exige al enfermo. La amenaza paterna más temida, la de la castración, procuró el material de la primera fantasía optativa de la transformación en mujer, rechazada al principio y aceptada luego. La alusión a una culpa, encubierta por el «asesinato del alma» como producto sustitutivo, resulta clarísima. El enfermero jefe es identificado con un antiguo vecino, el señor v. W., que, según las voces, le había acusado falsamente de onanismo. Las voces repiten el fundamento de la amenaza de castración diciendo: «Será usted castigado por haberse entregado a la voluptuosidad.» Por último, la «obligación de pensar», a la que el enfermo se somete suponiendo que en cuanto suspendiera su actividad mental Dios le creería idiota y se retiraría de él, es la reacción, que también nos es familiar por otros casos, contra la amenaza o el temor de que la actividad sexual, especialmente el onanismo, puedan llevar a la locura (p. 591).

Otros dos temas importantes sobre los que Freud saca enseñanzas a partir de las memorias de Schreber son los siguientes: la afinidad de la paranoia y los celos delirantes, y la semejanza de las fantasías de Schreber con la formación de mitos y religiones. En el primer caso, Freud observa que el marido celoso que culpa continuamente a su mujer de querer irse con todos está usando el mismo mecanismo de proyección que el paranoico. Incapaz de asumir la irrupción de la libido homosexual atribuye a la mujer un deseo que no está sino en él y por el que se siente extremadamente culpable. Esto, dice Freud, es válido también en el caso de la mujer obsesionada por las correrías del marido. La aproximación entre el delirio paranoico y los mecanismos de formación de los primeros mitos y religiones será un tema que desarrolle con más amplitud uno de los discípulos aventajados de Freud, C. G. Jung.

El ensayo de Elias Canetti ofrece otra visión completamente diferente del caso Schreber. Apunta Canetti que en los delirios de Schreber se halla contenida de forma clara la psicología del enamorado del poder político. Las características de este sujeto, cuyo modelo ejemplar fue Hitler, incluyen el deseo del fin del mundo pero con la condición de quedar como único superviviente, el diálogo directo con Dios, la conspiración racista contra el pueblo elegido (en este caso el ario) o el miedo y el desprecio hacia las masas siempre concebidas como una jauría enemiga. Canetti está convencido de que "la paranoia es una enfermead del poder", de que "un estudio de esta enfermedad en todos sus aspectos instruye sobre la naturaleza del poder con una integridad y claridad que no es posible alcanzar de otra manera" (p. 634).

Por último, el texto con el que se abre el volumen, la nota sobre los lectores de Schreber de Roberto Calasso. El erudito Calasso revisa las lecturas más importantes que a lo largo del s. XX se hicieron sobre el caso Schreber. Entre ellas, naturalmente, Freud y Canetti. Calasso añade a psicoanalistas como Sabina Spielrein que, a principios de siglo y en la línea de Jung, relaciona el pensamiento mítico y el caso Schreber, y a Niderland y Bauymeyer quienes a partir de 1950 profundizan en interesantes cuestiones biográficas como la figura del padre de Schreber. Mención aparte merece la lectura que Deleuze y Guattari hacen del caso Schreber en El anti-Edipo. En esta obra Deleuze y Guattari cuestionan la eficacia del psicoanálisis para ahondar en el inconsciente. Según Deleuze reducir cualquier conflicto o trastorno mental a una cuestión sexual o edípica significa dejar fuera lo esencial. Así, en el caso Schreber Deleuze entiende que reducir su delirio a una tendencia homosexual supone dejar fuera todo el contenido político de sus fantasías. Enfrentándose a su padre, Schreber hace frente a toda la estructura político-moral de la burguesía de la época.

Para terminar, y a modo de asociación libre, dos ocurrencias. La lectura de las memorias de Schreber me han recordado las experiencias místicas de P. K. Dick, también él diagnosticado de paranoia. La intimidad con Dios, el convencimiento gnóstico de su imperfección, los "rayos cósmicos" que actúan directamente en sus cerebros, el delirio persecutorio... son todas, curiosamente, características comunes a Schreber y a Dick.

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