domingo, 9 de mayo de 2010

Emily Dickinson por Natalia Ginzburg

El país de la Dickinson
Por Natalia Ginzburg


Emily Dickinson no publicó un solo libro en vida. Hoy está considerada como una de las más importantes poetas estadounidenses. Su existencia, anónima y monótona, transcurrió en Amherst, un pueblo cerca de Boston que visitó la autora de Léxico familiar.

Hace un tiempo estuve en Amherst, el pueblo natal de Emily Dickinson; no queda muy lejos de Boston, en Massachusetts. Vi su casa. Incluso vi un vestido suyo en un armario, un vestido blanco recamado con marfil que parecía un camisón de dormir, así como la manta de viaje a rayas que se echaba por las rodillas para escribir. Pero entonces yo no conocía sus poemas, ni sus cartas, y mi mirada era vacía y dispersa. Sí había leído algunos versos, e incluso puede que alguna carta, pero había entendido poco. No recordaba ni un solo verso suyo. Amherst es un pueblo muy hermoso: es todo prados verdes y casitas blancas esparcidas, enmarcadas por encinas, hiedra, magnolios y rosales. Sin embargo, me pareció que su encanto tenía algo de afectado y profesoral, y que tras él se ocultaba un tedio espectral y desolador. Amherst debió de adquirir ese aspecto profesoral tras la muerte de Emily, a raíz de la conciencia de ser el pueblo natal de una gran poeta; el espectro del tedio debe de haber estado siempre allí. Recuerdo que pensé que América se muestra sombría y cruel en sus grandes ciudades y que, en aquellos lugares donde no es sombría y cruel, subyace un tedio inconmensurable. Era verano y había muchos mosquitos. Los mosquitos americanos no son como los nuestros. No emiten ese zumbido lento y dulce, sino que se arrojan en enjambre sobre sus presas humanas a pleno sol y en un silencio protervo.
El silencio y la sombra del tedio se extendían por aquellos prados floridos y frescos hasta donde alcanzaba la vista. Así pues, visité Amherst pensando en la futilidad de los mosquitos, del calor y de América, sin prestar realmente atención al lugar donde Emily Dickinson nació y murió. Seguramente mis propios pensamientos eran fútiles. Seguramente pensé que me resultaba antipática. Tenía algunas vagas nociones sobre ella, y en mente dos o tres cosas muy irritantes: que adoraba los pájaros y las flores; que salía a recibir a sus invitados con un vestido blanco (el del armario) y un lirio en cada mano; que salía muy poco de casa, todo lo más a ver a una cuñada que vivía a un paso; que solía escribirle a esta misma cuñada cartas apasionadas; que sus únicos interlocutores eran sus familiares, un tal señor Higginson a quien enviaba sus poemas y que le contestaba con pedantería, dos primas de Boston y alguna que otra señora; que sus únicos amores -por otra parte no consumados- fueron el juez Lord y el reverendo Wadsworth (es decir, un vejete y un cura). En estos días me he puesto a leer sus cartas, y después, a pesar de mi pobre inglés, sus versos. Qué gran poeta era esta Emily Dickinson. Me fastidia enormemente haber visitado su casa con tanta indiferencia. Incluso debía de haber un retrato del juez Lord en su habitación. Pero ni me preocupé de mirarlo. Tanto la casa como aquel pueblo tan verde fueron conformados y afligidos en su calidad de ser casi los únicos lugares que Emily vio en la vida. Dio una vuelta por Washington y Filadelfia (donde conoció al reverendo Wadsworth y se enamoró, aunque no se unieron; él le haría después dos o tres visitas a lo largo de veinte años) y estuvo una temporada en Boston para cuidarse la vista. El resto del tiempo lo pasó en Amherst, y sólo en Amherst. Algún que otro incendio; la boda o la defunción de amigos o familiares; el intercambio de regalos (pollos asados, pequeñas coronas de flores) con su cuñada; la muerte de su padre ('su corazón era puro y terrible'), la larga enfermedad y la muerte de su madre; la muerte de un pequeño sobrino muy querido, hijo de su hermano y su cuñada, que cogió el tifus jugando en un barrizal; la ardiente y complicada relación con su cuñada y su hermano; las excepcionales visitas del reverendo Wadsworth ('su vida estaba llena de oscuros secretos') y la noticia de su muerte.


Así fue la existencia de Emily
Dickinson: una vida similar a la de tantas solteras que envejecían en los pueblos con sus flores, su perro, el correo, la botica, el cementerio... salvo que ella era un genio. Una vida rural de solteras que se pasan el tiempo escribiendo versos, en soledad, con sus múltiples manías y rarezas; pero ninguna de ellas es una gran poeta, mientras que Emily sí. ¿Lo sabía? ¿Lo ignoraba? Escribió miles de poemas, pero nunca quiso imprimirlos; ella misma los cosía en cuadernillos con hilo blanco.


This is my letter to the World / That never wrote to Me.

Era difícil que el mundo le escribiese, dado que Emily estaba -y deseaba estar- recluida en la oscuridad de una casa. Pero desde luego el mundo no le escribió nunca, de ningún modo, porque no recibió nada en vida. Y, por lo demás, su carta al mundo no requería respuesta. Le horrorizaba la notoriedad (ser oída 'como una rana') y se limitaba a enviar sus versos a un crítico literario, un tal señor Higginson, 'para saber si respiraban'. El señor Higginson debía de ser una persona muy modesta. Pero Emily no se desanimó y siguió sometiéndose a su juicio. Se encontraba sola. Vivía rodeada de personas mediocres e ideas estrechas. Supongo que les atribuía generosas cualidades espirituales, y que les invitaba a su casa: pero después, llegado el momento de la visita, a veces no le apetecía ver a nadie y se limitaba a musitar cualquier disculpa al otro lado de la puerta. Le escribió esto a una amiga suya, la señora Holland: 'Cuando te fuiste, brotó el cariño. La cena del corazón sólo está lista cuando el huésped ya se ha ido'. No he hallado ningún retrato de la señora Holland; sí he visto, en cambio, el del señor Bowles, otro amigo a quien escribió un montón de cartas: un rostro duro y leñoso de protestante, con barba de chivo.

¡Qué distintos somos hoy de la Dickinson! No ha transcurrido ni siquiera un siglo desde su muerte y, sin embargo, ¡cuánto hemos cambiado! ¿Quién de entre nosotros, si fuera poeta, se resignaría a una oscura existencia de solterona en un pueblo? Haría, al menos, algún intento de fuga. No así ella. ¿Quién aceptaría hoy la cárcel familiar de por vida, la angustia de una existencia tan tranquila y al mismo tiempo tan miserable? Muchos de nosotros vivimos en capitales y nos parece como vivir en provincias. Estamos rodeados por la multitud y nos sentimos excluidos del universo. Estamos llenos de bovarismo, de los pies a la cabeza; siempre estamos ansiosos, nostálgicos, impacientes. Nuestros horizontes se nos hacen estrechos, tenemos la perpetua sensación de haber caído en el sitio equivocado y de que la porción de horizonte que nos ha tocado es exigua. Nos corroe en secreto la idea de que, si hubiésemos tenido unos horizontes más vastos, y a nuestro alrededor más amigos e interlocutores, nuestro destino habría sido más alto. Los vínculos familiares, que a nuestro entender no enriquecen el espíritu, nos vienen dados por el destino, y en el destino no creemos. El destino nos parece una cosa rastrera y ruin. Sólo creemos en nuestra libertad de elección; pero nuestras elecciones están dictadas por el desdén, la inquietud, los remilgos o el ansia.

Siempre estamos con los prismáticos enfocados y a punto, esperando sorprender a alguien. Cartas, no escribimos. Y en cualquier caso, nunca mantendríamos correspondencia con la señora Holland o el señor Higginson. Nunca enviaríamos nuestros versos a este último. Nos parecería un estúpido (y, de hecho, tal vez lo era). Ni en sueños nos pasaríamos la vida escribiendo versos sin imprimirlos; tal es nuestra avidez de publicar todo lo que escribimos. No por afán de gloria, sino siempre con la secreta esperanza de que alguien -nuestro interlocutor ideal- escuche nuestra voz desde el último rincón del universo y nos conteste. Y es posible que, si la Dickinson pasase a nuestro lado, no la reconociésemos. ¿Cómo reconocer el genio y la grandeza en una solterona vestida de blanco que sale a pasear con su perro? Nos parecería extravagante, estrafalaria, y a nosotros no nos gusta la extravagancia; nos gusta la locura. La locura no habla en susurros, sino que vocifera y viste indumentarias insólitas de vivos colores. Es verdad que tal vez ninguno de sus contemporáneos la reconocería tampoco. Pero ellos no estaban allí con los prismáticos enfocados y a punto; ni siquiera tenían prismáticos. Al pasar a su lado, no obstante, debieron de experimentar una sensación espeluznante y muy intensa, porque la furia del mar al embestir alcanza y estremece incluso a los guijarros del camino y los hierbajos de las charcas. Puede que nosotros experimentásemos una sensación similar y puede que no. No la habríamos reconocido. Ni siquiera habríamos reparado en ella. Bovaristas como somos, llenos de autocompasión, nos sentimos escépticos e incrédulos ante todo cuanto pasa a nuestro lado con indumentaria provinciana de diario. En sus versos no hay autocompasión. Tampoco ningún eco de nostalgia o melancolía, el anhelo o el llanto por correr otra suerte. No hay lágrimas en ellos. La suya es una afirmación de soledad voluntaria, inexorable y trágica.

'This is my letter to the World / That never wrote to Me.
[Publicado en El País, 09/03/2002]

¿Qué queda de la herencia del psicoanálisis?
Por Remo Bodei

[Revista de Occidente, nº 307, diciembre de 2006]

1. Ninguno de cuantos han respirado el ambiente intelectual del siglo XX ha podido sustraerse a la obligación (o a la fascinación) de entendérselas con el psicoanálisis. Tal saber se ha difundido invadiendo terrenos situados más allá de los límites específicos de la disciplina, convirtiéndose en una koiné o lingua franca que se utiliza para interpretar múltiples fenómenos, sea en el ámbito de las ciencias humanas, sea en la frontera entre éstas y las ciencias naturales (la medicina, y en especial la psiquiatría, la biología o la teología).
Ocurre con frecuencia que las teorías se distancian del sentido común para luego mezclarse nuevamente con él, tal vez para quedar allí atrapados. Hoy está de moda hablar mal del psicoanálisis, sobre todo en Estados Unidos, donde se produce un proceso de negación de los fundamentos de la teoría freudiana (con el ataque politically correct a la hipótesis de que los abusos sexuales en la infancia sean generalmente considerados resultado de fantasías infantiles y no datos incontestables de hechos reales registrados por la memoria). Las razones del reciente descrédito del psicoanálisis son sin embargo múltiples: la mala práctica de algunos de sus adeptos; las temerarias derivas teóricas a las que ha estado expuesto, cuando ha sido utilizado como passepartout ; su no infrecuente transformación en un (caro) taller de reparación del alma. Pero el psicoanálisis está pagando también, paradójicamente, por su propio éxito: venciendo anteriores resistencias, se ha convertido en parte integrante de nuestra cultura, que lo ha interiorizado y metabolizado, proporcionándonos beneficios enormes que tendemos a olvidar.
No sé cuándo volverán los días gloriosos de la teoría y la terapia psicoanalíticas, aunque ya hemos absorbido e incorporado lo más valioso del psicoanálisis. Freud -y con él, en diversa medida, Jung, Klein, Bion, Winnicot, Lacan o Matte Blanco- se ha convertido a pesar de todo en un clásico. En su producción científica, que en parte ha agotado la capacidad subversiva de los inicios, hoy descubrimos necesariamente partes que han quedado caducas. Pero también, a un siglo o muchos decenios de distancia, continúa produciendo, por gemación, nuevas ideas. Justamente, los clásicos se parecen a viejos árboles que, una vez podados, vuelven a florecer en todas las estaciones. Pero el mérito, también y sobre todo, corresponde a quien desarrolló y renovó el psicoanálisis y a quien todavía, con esfuerzo y resultados a veces excelentes, continúa renovándolo.

Desde luego, para ser un buen psicoanalista habría que comportarse como un pequeño Sócrates. Tener, por ejemplo, la modestia de Cesare Musatti, a quien le gustaba recordar que en su larga carrera había curado, como mucho, a cuatro o cinco personas, contentándose de un modo muy freudiano con una terapia que hacía pasar a los individuos de una «infelicidad patológica» a una «infelicidad normal». También habría que imitar la honestidad intelectual de Freud, que reconoció a menudo sus propios errores y fallos de adaptación, si bien conservando cierta rigidez y tratando de mantener a sus discípulos en el cauce de la ortodoxia. Es verdad sin embargo que esa independencia muchos de ellos no supieron conquistársela. Y así pudo ocurrir que el puchero de la doctrina fuese -por decirlo así- posteriormente removido sin que a menudo cambiasen sus ingredientes.
2. Por ejemplo, rara vez se han sacado las debidas conclusiones de la aparición de nuevas fuentes de conflicto. Así, mientras hoy parecen desaparecer los casos de histeria, la multiplicación de los casos de depresión, las patologías alimentarias (anorexia y bulimia) o los problemas relacionados con el consumo de estupefacientes esperan todavía a quien pueda darnos explicaciones plausibles de estos fenómenos dentro de un marco teórico riguroso. El problema del precario estado de salud del psicoanálisis sólo en parte deriva de la mala prensa de que actualmente goza o de la condición de reto que lo empuja frecuentemente a la inmovilidad o a la huida hacia delante, amenazado como está por la competencia de las terapias farmacológicas o por el prestigio de las neurociencias o de las ciencias cognitivas. Algunos psicoanalistas parecen sentirse inducidos a enrocarse, a considerar el psicoanálisis como un cuerpo doctrinal fundamentalmente acabado, una especie de summa teologica sometida al principio de autoridad del ipse dixit , que garantiza la pertenencia a alguna secta (freudiana, jungiana, lacaniana, bioniana, etc.). Por ello, en vez de fundamentar de manera suficiente las opiniones propias, prefieren esconderse tras la pantalla de la autoridad del Maestro de turno.
Sólo a través de una actitud audazmente crítica se consigue sensatamente responder a la salida de Woody Allen: «Llevo quince años de análisis, le concedo otros dos a mi analista y luego me voy a Lourdes». El psicoanálisis no hace milagros, pero es desde luego-en tiempos de decadencia del sentimiento y las prácticas religiosas- uno de los modos más eficaces de conocerse a uno mismo, de examinar la propia vida no exclusivamente en soledad, sino en un diálogo entre analista y analizado capaz de producir cambios. Considerado desde el punto de vista de la larga duración, ha supuesto una de las mayores aportaciones a la orientación del individuo en el mundo, comparable sólo a las grandes revoluciones filosóficas y religiosas por las que la humanidad ha atravesado en el mundo moderno.
El psicoanálisis, en efecto, ha conseguido destapar la olla de brujas a la que se habían arrojado desordenadamente los contenidos y las formas de nuestros conflictos, de nuestras aspiraciones y nuestros deseos; revelar la maraña de afectos ambiguos que se agitan en la supuesta inocencia del niño o en el seno de la institución familiar; reivindicar el papel subversivo de la sexualidad; mostrar las vertiginosas profundidades de la psique; liberarnos, al menos parcialmente, de las angustias sin nombre que fermentan en la intersección (en la interfaz) entre conciencia e inconsciente. El psicoanálisis nos ha enseñado a mirar dentro de nosotros, a ver el alma dividida, no compacta, frágil a veces en sus delicados equilibrios.
Nos ha hecho descubrir el inconsciente en un sentido dinámico; ha explicado los sueños, el chiste, las neurosis. Ha mostrado cómo, cuando educamos a nuestros hijos, el que habla o impone reglas y prohibiciones no es nuestro Yo, sino nuestro Superyo, esa figura psíquica, en parte inconsciente, que es la heredera de todos los mandamientos y la suma de todas las figuras que alguna vez tuvieron influencia y autoridad sobre nosotros. Lo que significa que educamos a nuestros hijos repitiendo normas más antiguas que aquellas de las que tenemos conciencia, normas que hemos interiorizado y pertenecen a la cadena de las generaciones pasadas. Por otra parte, el psicoanálisis nos ha enseñado a ver -en la familia y en el individuo- un fenómeno que no deja de manifestarse: la presencia de enormes conflictos que ni la familia ni el debilitado individuo están capacitados para contener y controlar. Nos ha permitido por ello ver cómo la hipertrofia del Yo se relaciona tanto con la pérdida de la autoridad de la tradición y las instituciones, sedimentadas en el Superyo, como con la presión ya no suficientemente contenida de los deseos. De este modo el Yo se ha expandido y debe continuar expandiéndose para conquistar porciones de un Ello saneado, pero se ha vuelto más débil, más indefenso, más expuesto a los ataques combinados y complementarios de las mayores exigencias de satisfacción pulsional y de la desorientación de las instancias del Superyo. Es como si, caídas las barreras del individuo «liberal» responsable, se hubiese dado vía libre a la satisfacción de deseos que el principio de realidad lograba antes controlar, puesto que han desaparecido los frenos e inhibiciones de carácter institucional y familiar. Después del psicoanálisis, en fin, nadie puede sentirse de entrada «normal»: la normalidad es un punto de equilibrio que se alcanza tras una serie de luchas internas y externas, un estado que nunca está garantizado. Estos legados del psicoanálisis, integrados en el campo más vasto de la cultura, son ya imposibles de eliminar.
Pero el ambiente actual no parece favorable a las exigencias del psicoanálisis. Éste, en efecto, enseña a curar las desgarraduras del alma a través de un recorrido interior inicialmente doloroso, un auténtico descenso a los propios infiernos. Hoy, sin embargo, nos parece mucho más cómodo sortear los problemas en vez de hacerles frente (¿quizás porque el sufrimiento que provocan transcurre sobre todo en la vertiente más silenciosa e inarticulada de la depresión?). Existe -especialmente en nuestros países occidentales, que viven en un régimen económico de «escasez moderada»- un difuso ocultamiento intelectual y afectivo, un escaso cultivo tanto de la interioridad como de la exterioridad: nos interrogamos poco sobre nosotros mismos como portadores de posibilidades y, a pesar de la ingente masa de información con que contamos, se tiende a tener una percepción fragmentaria y esquemática del mundo. Vivimos sustancialmente con el piloto automático conectado y recibimos los estímulos del mundo exterior como una fantasmagoría actualizable minuto a minuto. Domina, además, en muchos estratos sociales, la tendencia a una especie de consumismo de la vida. Vivimos para comprar vida y gastarla inmediatamente a golpes, de forma que los objetivos a largo plazo se aceptan con íntima reticencia. Sería necesario entender más a fondo las razones de la actual «condición humana» prestando atención a este aspecto.
3. La fecundidad del psicoanálisis deriva también de lo que éste contiene en forma implícita y no desarrollada, algo de lo que quisiera poner un ejemplo referido a la génesis (no al valor) de las obras de arte, tomando como punto de partida algunas indicaciones dispersas de Freud que nos ayudan de forma indirecta a entender de dónde procede la emoción que experimentamos ante la tragedia griega, el Cristo muerto de Mantegna, la Piedad de Miguel Ángel o el Don Carlo de Verdi. Siguiendo una perspectiva freudiana me gustaría pues considerar el arte como de-formación de núcleos de verdad que nos persuaden y conmueven más allá de cualquier principio de realidad, como una puesta entre paréntesis, socialmente consentida, de los criterios lógicos y perceptivos normales. Se trata de núcleos de verdad traumáticos o al menos dotados de una alta densidad de significado (con fósiles anacrónicos de un pasado no reabsorbido y no traducido en el horizonte de significado del presente), que necesitan de una elaboración infinita.
La hipótesis parte de la reconsideración de una experiencia que para Freud estuvo, en un sentido distinto, cargada de consecuencias, la de las neurosis traumáticas de guerra. Algunos discípulos de Freud (E. Simmel, S. Ferenczi, K. Abraham, E. Jones), como el mismo Freud, habían observado, en el transcurso de la Primera Guerra Mundial, que los combatientes víctimas de un trauma bélico tendían, al menos en sueños, a revivir constantemente la escena traumática en la que se habían encontrado (el estallido de una granada, quedar sepultados bajo escombros, la caída de un aeroplano y hechos similares). El interés por este fenómeno, considerado desde un punto de vista «catártico», lo despertó en Freud sobre todo un libro de E. Simmel, Kriegneurosen und psychischen Trauma (Munich, 1918).

 Común a casi todas las intervenciones era el intento de mostrar cómo la neurosis traumática no guarda proporción con la importancia del shock físico experimentado o la gravedad de las heridas documentadas. Es el yo el que se defiende del peligro que lo amenaza y sobrecarga una situación traumática que por sí misma no habría tenido el peso que se le atribuye. Sólo que en las neurosis traumáticas se condensa la incomodidad y la huida ante unas condiciones que uno se siente incapaz de vivir. Ernst Simmel expresa bien el contexto en que aparecen: «Un hombre arrancado de los suyos por un tiempo imposible de prever, mientras se producen importantes acontecimientos familiares, irremediablemente expuesto al exterminio provocado por un tanque o una nube de gas tóxico que avanza inexorable, un hombre caído que, sepultado bajo los escombros o herido por la explosión de una granada, yace, durante horas o días muchas veces, entre cadáveres de compañeros ensangrentados o desgarrados, un hombre cuyo amor propio (y ésta no es la menor de las pruebas) sufre graves heridas infligidas por unos superiores injustos, crueles, llenos a su vez de complejos, y que sin embargo debe portarse bien, que debe dejarse aplastar en silencio por la constatación de que como individuo no vale nada, de que no es más que un elemento insignificante de la masa». Desde este punto de vista se advierte que el trauma es únicamente el momento crítico, de precipitación y cristalización, de conflictos más generales.
La repetición del trauma parecía, a primera vista, contradecir el principio del placer, el impulso primario que tiende a evitar cuanto provoca dolor. Sin embargo, Freud se dio cuenta rápidamente de que revivir las experiencias traumáticas no implicaba contrariar, sino ir más allá del principio del placer (de aquí surgen las consideraciones de carácter más general desarrolladas en Más allá del principio del placer ) [ 3 ] . El enfermo paga a plazos, por decirlo así, el importe total del trauma, de modo que el sufrimiento que supone revivir la escena traumática se orienta hacia el principio del placer, hacia la reabsorción del trauma mismo, más relacionado con el miedo que con el daño físico. El dolor conduce al placer: elabora y «purifica» el trauma.
4. Avanzo además la hipótesis de que el arte desarrolla socialmente, en algunos casos, una operación catártica específica. Pone en contacto a los hombres con núcleos de verdad traumáticos o excesivos, que no han sido capaces de asumir o descifrar, y los incluye en un contexto de sentido estable. La especificidad de su infinita elaboración permite una alternativa al delirio, una relación distinta entre lo reprimido y su reconocimiento. El arte se sitúa, al mismo tiempo, o más allá del principio del placer, o más allá del principio de realidad. En su función social, ayuda a pagar los plazos del coste traumático, a pasar a través del exceso de sentido que arrastran consigo toda vida y toda cultura. La relación directa que se crea con lo perturbador y lo excesivo no supone en absoluto que la función del arte consista simplemente en preparar un antídoto frente a lo perturbador, en inmunizarnos o vacunarnos para hacernos insensibles a ello. El arte es sobre todo una forma de elaborarlo sin suprimirlo, permitiendo que nos aproximemos a lo perturbador manteniendo toda su gravedad portadora de peligros (el arte grande aparece con no poca frecuencia como un ataque a los principios vigentes, un intento de ponerlos al desnudo). Paradójicamente, se siente atraído por lo que turba, activo todavía en cada uno de nosotros, porque se quiere conocerlo y asumirlo, sin hacer que desaparezca del todo en favor de convenciones «racionales» recientes.
La emoción estética aparece por eso íntimamente conectada con la reelaboración atenuada de un trauma o, en cualquier caso, de un exceso de sentido que no puede ser inmediatamente absorbido y que, por tanto, en cuanto tal, oprime y turba la conciencia, empujándola a imaginar unos futuros inciertos. De alguna forma el disfrute de la obra de arte parece relacionada con la famosa experiencia infantil del lanzamiento del carrete que Freud relata justo al principio de Más allá del principio del placer, donde tal gesto acostumbra al niño al dolor producido por el alejamiento y la ausencia de la madre en el momento de arrojar el objeto (Fort), para recompensarlo luego en el momento de su reconocimiento (Da). Este acto reúne el recuerdo del objeto ausente con la relacionada inquietante dilación temporal que supone la espera -teñida de ansiedad e incertidumbre- y su reconocimiento final, que celebra la victoria sobre el vacío y la pérdida, la reintegración en lo conocido. Semejante reencuentro con uno mismo vence, sobre todo en el niño, el miedo a la propia desaparición en los momentos en que no está a la vista de la persona amada, en general de la madre.

Del mismo modo en la obra de arte la separación de la realidad lógica y perceptiva provoca desconcierto, pero su desarrollo y conclusión (pensemos, en términos banales, en la resolución de la trama en la novela policíaca) produce satisfacción.
El arte sería así una familia de métodos que permiten una reinmersión sin riesgos en lo perturbador, un despliegue reglado aunque aparentemente libre de cogniciones y emociones en un ámbito donde ya no son válidas las normas «racionales» de verosimilitud. Las reglas de la expresión artística, sus códigos, tal vez podrían interpretarse también como una búsqueda de formas eficaces para la elaboración vigilante y culturalmente controlada de los núcleos perturbadores de verdad, y además como la conquista de una zona específica de perturbaciones del pensamiento dentro de un espacio legítimamente recortado entre el doble dominio del principio de placer y del principio de realidad.
No se trata por tanto de aclimatar lo que perturba o desestabiliza, en el sentido que sea, para servir al equilibrio de la conciencia común, sino de apoderarnos de ello, de quedar deslumbrados, o, como diría Vico, «perturbados y conmovidos». Ésta es probablemente la razón de que la poesía deba mantenerse constantemente en un equilibrio inestable entre la superficialidad desensibilizadora de las obras que no alcanzan los niveles profundos de los conflictos y el exceso libre de normas de la implicación psíquica que no sabe mantener las distancias y que lleva a hundirse en un abismo informe. Y tal vez por el mismo motivo la poesía mantiene la racionalidad en tensión, evita el agostamiento de una lógica pura no agitada por desequilibrios, por prepotentes núcleos de verdad que tratan de abrirse camino. También la emoción estética podría así ser leída como un exceso de sentido, que espera ser nuevamente distribuido. No, por tanto, como un factor irracional, sino como una verdad desbordante, sectaria, un laboratorio o una cantera siempre abierta en cuyo interior se «trabajan» bloques emotivos que contienen implícitamente núcleos de verdad aún no totalmente reconocidos y aceptados, pero cargados de tensión: grumos de angustia o expectativas de felicidad que no se arriesgan a deshacerse y que se regeneran en el arte, que toma sus distancias al respecto.
5. Si es así, podrá entenderse mejor la continuidad temática y la fruición duradera de las grandes obras de arte, la razón de que sea posible gozar de ellas tras milenios de cataclismos culturales y de revoluciones del gusto. La estética historicista ha insistido -tal vez con buenas razones- en el carácter históricamente determinado de las obras de arte, pero tampoco hay que perder de vista el retorno obsesivo, aunque sea en una infinidad de variantes, de temas perturbadores y excesivos. La común naturaleza humana, en la que buscamos la explicación de este fenómeno, parecería marcada por la elaboración continua de esta experiencia incompleta. La obra de arte no refleja por tanto -como se ha dicho- el propio mundo histórico ni constituye un simple testimonio de éste. Es más bien ella la que lo abre, lo funda y lo construye.

Bajo este perfil, la poesía no se presenta sólo, banalmente, como terapia de larga duración, con la función de poner a los individuos y los grupos sociales en contacto con lo perturbador, sino, más específicamente, como una estrategia (cognitiva y emotiva al mismo tiempo) que no se somete a los controles lógicos normales ni al veredicto de la prueba de realidad, pero que no por ello está privada de una «verdad» propia específica que implica o trastorna la experiencia común normalizada. El arte no tiene, dicho sea en otros términos, un puro valor lógico o perceptivo (orientado al principio de realidad), pero tampoco un puro valor hedonístico (tendente al principio del placer). No es ni realidad ni ilusión. Expresa y transmite, precisamente, núcleos de «verdad» que intentan abrirse paso de forma demasiado inmediata, extrovertida, cargada de implicaciones emotivas, no repartidas a lo largo de un razonamiento.
Esta verdad del arte no dejará de inquietarnos, al presentar evidencias que no se querrían aceptar, que revelan el temor y la desconfianza de la mente a la hora de reconocer el poder de otras lógicas antagónicas. Si desea responder positivamente a este desafío, el pensamiento, en vez de negar y exorcizar sus perturbaciones, deberá articularlas de modo que pueda reconocer y acoger, en una forma superior de ilustración, también aquellos poderes injustamente reprimidos que del modo que sea constantemente lo resquebrajan. Deberá expandirse más allá de sus fronteras habituales y enfrentarse a lo desconocido.
He aquí una parte de la herencia del psicoanálisis de la que, entre otras muchas, valdría la pena aprovecharse.

Clarice Lispector, Descubrimientos

Clarice Lispector
Crónicas de una dama sutil

Anticipo de Descubrimientos, una caja de sorpresas con artículos y relatos inéditos en español de la gran escritora brasileña

La entrevista alegre
30 de diciembre de 1967

Hace poco tiempo me telefoneó una joven diciendo que era de la Editorial Civilização Brasileira y que Paulo Francis me pedía que le diera una entrevista para ser publicada en uno de los libros de la serie Libro de cabecera de la mujer. No me gusta dar entrevistas: las preguntas me abruman, me cuesta responder, encima de eso sé que el entrevistador va a deformar fatalmente mis palabras. Pero se trataba de un pedido de Paulo Francis, y no había cómo negarse. Marqué el día. Y después me puse furiosa, hasta con Paulo Francis. ¿Cómo es, entonces? El Libro de cabecera de la mujer vende como pan caliente y ellos ganan dinero. La muchacha entrevistadora gana dinero. Y sólo yo tengo molestias. Intenté telefonear a Paulo Francis y suspender. Pero ¿cómo? Si soy, como todo el mundo, víctima del teléfono. O no daba línea, o daba y no establecía la comunicación. Al final me resigné. Pero me voy a vengar, pensé, de un modo o de otro me voy a vengar.

Sólo que no pude ni tuve ganas. A la hora establecida, me entra por la puerta una muchacha linda y adorable, Cristina. Tiene una de esas caritas difíciles de retratar porque, a pesar de que los rasgos exteriores sean bonitos, lo que más importa son los interiores, la expresión. De inmediato establecimos un contacto fácil. Lo que la hizo informarme: también trabajaba para un periódico y sus compañeros, al saber que iba a entrevistarme, sintieron pena por ella. Dijeron que yo era difícil, que apenas hablaba. Cristina agregó: "Pero usted está hablando".

-Sí, hablé -¿cómo resistir? Había comenzado el racionamiento de luz, y Cristina, para estar cerca de las dos velas que encendí, se sentó en la alfombra, y ya formaba parte de la casa.

Sus preguntas eran inteligentes y complicadas, casi todas sobre literatura. Dije: pero pensé que lo que le interesaría a la mujer de clase media sería si me gusta comer porotos con arroz. Respondió tranquila: "Ya llegaremos ahí. Aquello era sólo el comienzo".

Y me fui encantando con Cristina. Está de novia. Qué pena, pensé. Me gustaría que se quedara bien sentadita esperando durante muchos años que mis hijos crecieran para que uno de ellos se casara con ella. Pero ella no puede esperar, a mis hijos les está costando crecer. Me reconforta recomendarla como entrevistadora.

La entrevista comenzó con buen humor. Reímos varias veces. Una de las veces fue cuando preguntó qué pensaba yo de lo que había escrito el crítico Fausto Cunha. Había escrito -yo no lo sabía- que Guimarães Rosa y yo no pasábamos de ser dos embustes. Di una carcajada hasta feliz. Respondí: no leí eso, pero una cosa es cierta: embustes no somos. Podían llamarnos de cualquier forma, pero embustes no. Vamos, Fausto Cunha. Usted, al que conocí en el casamiento de Marly de Oliveira, es incluso simpático, pero qué idea. Vea si piensa un poco más en el asunto. Creo que Guimarães Rosa también reiría.

Cristina me preguntó si yo era de izquierda. Respondí que desearía para el Brasil un régimen socialista. No copiado de Inglaterra, sino uno adaptado a nuestros moldes.

Me preguntó si me consideraba una escritora brasileña o simplemente una escritora. Respondí que, en primer lugar, por más femenina que fuera la mujer, ésta no era una escritora, y sí un escritor. El escritor no tiene sexo o, mejor, tiene los dos, en dosis bien diferentes, claro. Que yo me consideraba sólo escritor y no típicamente escritor brasileño. Argumentó: ¿ni Guimarães Rosa que escribe tan brasileño? Respondí que ni Guimarães Rosa: éste era precisamente un escritor para cualquier país.

Cristina estaba con tos y yo también: un aspecto más de unión. La entrevista era entrecortada por accesos de tos, y hasta eso sirvió para romper la ceremonia. Además ninguna de las dos estaba tomando algún jarabe, y por el mismo motivo: pereza.

Mi venganza se resumió en entrevistar también a Cristina. Le hice varias preguntas, a las cuales respondió con simplicidad e inteligencia. Bajo el pretexto de mostrarle retratos que habían hecho de mí, recorrí con ella casi todo el departamento: Cristina era una de las mías, y tenía el derecho a conocerme a través de mi casa. La casa es muy reveladora. Entró en uno de los cuartos donde uno de mis hijos estaba acostado leyendo a la luz de una vela. Él ni se incomodó, tan simple es la presencia de Cristina. Mi otro hijo iba al cine con un amigo. Y él, que está en la edad de mostrar que es independiente de la madre, tampoco se perturbó al darme un beso de despedida frente a la muchacha. A mi otro hijo no le importó interrumpirnos para pedir dinero para comprar Manchete: era el anochecer de un miércoles. Terminé tan a gusto que estiré las piernas encima de una mesa y fui descendiendo sofá abajo hasta estar casi acostada.

Cristina, tú representas lo mejor de la juventud brasileña. Da orgullo. Quiero que mis hijos un día lleguen a ser así.

Además, una pregunta que me hizo: si lo que más me importaba era la maternidad o la literatura. El modo inmediato de saber la respuesta fue preguntarme: si tuviera que elegir una de ellas, ¿qué elegiría? La respuesta era simple: desistiría de la literatura. No tengo dudas de que como madre soy más importante que como escritora.

Cristina me dijo: "El crimen no compensa. ¿La literatura compensa?". De ninguna manera. Escribir es uno de los modos de fracasar. Cristina se sorprendió, me preguntó por qué escribía entonces. Y no supe qué responder.

Lo gracioso es que la muchacha vino tan preparada para la entrevista que sabía más sobre mí que yo misma. Me preguntó por qué mis personajes femeninos están más delineados que los masculinos. En parte protesté. Tengo un personaje masculino que ocupa el libro entero, y que no podía ser más hombre de lo que era.

Cristina, tal vez un día yo te entreviste. Los estudiantes universitarios van a identificarse contigo y casi todos pensarán en casamiento. Que tu novio ande con cuidado. También tengo un amigo que, si te conociera, se enamoraría del modo más poético y real. Eres tan necesaria para el Brasil. Muchos jóvenes y muchachas como tú, y el Brasil iría para adelante.

Percibo que al final estoy teniendo mi venganza: la muchacha escribe sobre mí, pero yo voy y escribo sobre ella. Además, Cristina, ¿quieres ir a cenar conmigo una de estas noches? Sólo tienes que telefonear. Vas a casarte con un diplomático, pero ésta será una cena no diplomática, en nuestro comedor diario probablemente, pues sigo olvidando comprar una campanita para llamar a la empleada y seguramente no podremos cenar en la sala. Además, una gran amiga dadivosa pero distraída dijo que tenía más de una campanita y que me daría una. ¿Dónde está? Me distraigo y no compro, ella se distrae y no me da.

Me preguntó qué pensaba de la literatura comprometida. Me pareció válida. Quiso saber si yo me comprometería. En verdad me siento comprometida. Todo lo que escribo está ligado, por lo menos dentro de mí, a la realidad en que vivimos. Es posible que este lado mío se fortifique más algún día. ¿O no? No sé nada. Ni sé si escribiré más. Es muy posible que no.

Me preguntó qué pensaba de la cultura popular. Dije que todavía no existe propiamente. Quiso saber si yo la consideraba importante. Dije que sí, pero que había algo mucho más importante aún: ofrecer oportunidad de tener comida a quien tiene hambre. A menos que la cultura popular lleve al pueblo a tomar conciencia de que el hambre da el derecho de reivindicar comida. Véase la nueva encíclica que habla del recurso extremo de rebelión en caso de tiranía.

Hasta pronto, Cristina, hasta nuestra cena. Parece que yo también te gusté a ti. Lo que es bueno. Pero no sé por qué, después de que leí la entrevista, salí tan vulgar. No me parece que yo sea vulgar. Y no tengo ojos azules.

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Clarice Lispector
Miraba lejos, sin rencor
21 de junio de 1969

Era sábado y estábamos invitados a un almuerzo de compromiso. Pero a cada uno de nosotros le gustaba demasiado el sábado como para gastarlo con una pareja fuera de moda. Cada uno había sido feliz alguna vez y había quedado con la marca del deseo. Yo, yo quería todo. Y nosotros allí presos, como si nuestro tren se hubiese descarrilado y fuéramos obligados a aterrizar entre extraños. Nadie allí me quería, yo no quería a nadie. En cuanto a mi sábado -que fuera de la ventana se balanceaba en acacias y sombras-, prefería, a gastarlo mal, encerrarlo en la mano dura, aquel sábado perdido, donde lo estrujaba como a un pañuelo. A la espera del almuerzo, bebíamos sin placer, a la salud del resentimiento: mañana ya sería domingo. No es contigo con quien quiero, decía nuestra mirada sin humedad, y soplábamos despacio el humo del cigarrillo seco. La avaricia de no compartir el sábado iba royendo poco a poco y avanzando como herrumbre, hasta que cualquier alegría sería un insulto a la alegría mayor.

Únicamente la dueña de casa parecía no economizar el sábado para usarlo en mejor compañía. Ella, sin embargo, cuyo corazón ya había conocido otros sábados. ¿Cómo había podido olvidar que se quiere más y más? No se impacientaba siquiera con el grupo heterogéneo, soñador y resignado que en su casa sólo esperaba como a la hora de que partiera el primer tren, cualquier tren, menos quedarse en aquella estación vacía, menos tener que refrenar el caballo que correría con el corazón golpeando a otros, otros caballos.

Finalmente pasamos a la sala para un almuerzo que no tenía la bendición del hambre. Y fue cuando sorprendidos nos encontramos con la mesa. No podía ser para nosotros... Era una mesa para hombres de buena voluntad. ¿Quién sería el invitado realmente esperado y que no había venido? Pero éramos nosotros mismos. ¿Entonces aquella mujer daba lo mejor, no importaba a quién? Y lavaba contenta los pies del primer extranjero. Cohibidos, mirábamos.

La mesa había sido cubierta por una solemne abundancia. Sobre el mantel blanco se amontonaban espigas de trigo. Y manzanas rojas, enormes zanahorias amarillas, redondos tomates de piel casi estallando, cayotes de un verde líquido, ananás malignos en su salvajería, naranjas anaranjadas y calmas, maxixes erizados como puercoespines, pepinos que se cerraban duros sobre la propia carne acuosa, pimentones huecos y enrojecidos que ardían en los ojos, todo enmarañado en barbas húmedas de maíz, pelirrojas como las de junto a una boca. Y los granos de uva. Las más violetas de las uvas negras y que apenas podían esperar por el instante de ser aplastadas. Y no les importaba aplastadas por quién, como la dueña de casa tiempo atrás. Los tomates eran redondos para nadie: para el aire, para el redondo aire. El sábado era de quien viniese. Y la naranja endulzaría la lengua de quien primero llegase. Junto al plato de cada mal invitado, la mujer que lavaba pies de extraños había puesto -aun sin elegirnos, aun sin amarnos- un ramo de trigo o un racimo de rabanitos ardientes o una tajada roja de sandía con sus alegres semillas. Todo cortado por la acidez española que se adivinaba en los limones verdes. En los cuencos estaba la leche, como si hubiese atravesado con las cabras el desierto de los peñascos. Vino, casi negro de tan pisado, se estremecía en vasijas de barro. Todo delante de nosotros. Todo limpio del retorcido deseo humano. Todo como es, no como quisiéramos. Sólo existiendo, y todo. Así como existe un campo. Así como las montañas. Así como hombres y mujeres, y no nosotros, los ávidos. Así como un sábado. Así, como sólo existe. Existe.

En nombre de nada, era hora de comer. En nombre de nadie, era bueno. Sin ningún sueño. Y nosotros poco a poco a la par de la noche, poco a poco anónimos, creciendo, más grandes a la altura de la vida posible. Entonces, como hidalgos campesinos, aceptamos la mesa.

No había holocausto: todo aquello quería tanto ser comido cuanto nosotros queríamos comerlo. No guardando nada para el día siguiente, allí mismo ofrecí lo que sentía a aquello que me lo hacía sentir. Era un vivir que no había pagado de antemano con el sufrimiento de la espera, hambre que nace cuando la boca ya está cerca de la comida. Porque ahora teníamos hambre, hambre entera que abrigaba el todo y las migajas. Quien bebía vino, con los ojos tomaba cuenta de la leche. Quien, lento, bebió leche, sintió el vino que el otro bebía. Allá afuera Dios en las acacias. Que existían. Comíamos. Como quien da agua al caballo. La carne trinchada fue distribuida. La cordialidad era ruda y rural. Nadie habló mal de nadie porque nadie habló bien de nadie. Era una reunión de cosecha, se dio una tregua incluso a las nostalgias. Comíamos. Con una horda de seres vivos, cubríamos gradualmente la tierra. Ocupados como quien labra la existencia, y planta y cosecha, y mata, y vive, y muere, y come. Comí con la honestidad de quien no engaña lo que come: comí aquella comida, no su nombre. Nunca Dios fue tomado por lo que Él es. La comida, decía, ruda, feliz, austera: come, come y reparte. Todo aquello me pertenecía, aquélla era la mesa de mi padre. Comí sin ternura, comí sin la pasión de la piedad. Y sin ofrecerme a la esperanza. Comí sin ninguna nostalgia. Y yo bien valía aquella comida. Porque no siempre puedo ser la guarda de mi hermano, y no puedo ser mi guarda, ah no me quiero más: no quiero formar la vida porque la existencia ya existe. Existe como un suelo donde todos nosotros avanzamos. Sin una palabra de amor. Sin una palabra. Pero tu placer entiende el mío. Somos fuertes y comemos. Pan es amor entre extraños.

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Clarice Lispector
Cinco relatos y un tema
26 de julio de 1969

Esta historia podría llamarse Las estatuas. Otro nombre posible es El asesinato. Y también Cómo matar cucarachas. Haré entonces por lo menos tres historias verdaderas, porque ninguna de ellas desmiente a la otra. Aunque una sola, serían mil y una, si mil y una noches me dieran.

La primera, Cómo matar cucarachas, comienza así: Me quejé de las cucarachas. Una señora oyó mi queja. Me dio la receta de cómo matarlas. Que mezclara, en partes iguales, azúcar, harina y yeso. La harina y el azúcar se atraerían, el yeso achicharraría lo de adentro de ellas. Así hice. Murieron.

La otra historia es la primera en realidad y se llama El asesinato. Comienza así: Me quejé de las cucarachas. Una señora me oyó. Sigue la receta. Y entonces entra el asesinato. La verdad es que me había quejado de las cucarachas sólo en abstracto, que ni mías eran: pertenecían a la planta baja y escalaban los caños del edificio hasta nuestro hogar. Sólo fue en el momento de preparar la mezcla que ellas se volvieron mías también. En nuestro nombre, entonces, comencé a medir y pesar ingredientes en una concentración un poco más intensa. Un vago rencor me había poseído, un sentido de ultraje. De día las cucarachas eran invisibles y nadie creería en el mal secreto que roía una casa tan tranquila. Pero si ellas, como los males secretos, dormían de día, allí estaba yo preparándoles el veneno de la noche. Meticulosa, ardiente, avivaba el elixir de la larga muerte. Un miedo excitado y mi propio mal secreto me guiaban. Ahora yo sólo quería gélidamente una cosa: matar cada cucaracha que existe. Las cucarachas suben por los caños mientras nosotros, cansados, soñamos. Y he aquí que la receta estaba lista, tan blanca. Como era para cucarachas despiertas como yo, esparcí hábilmente el polvo hasta que éste parecía formar parte de la naturaleza. Desde mi cama, en el silencio del departamento, las imaginaba subiendo una a una hasta el área de servicio donde dormía la oscuridad, sólo una toalla alerta en el tendedero. Me desperté horas después con sobresalto de atraso. Ya era de madrugada. Atravesé la cocina. En el piso del área de servicio allá estaban ellas, duras, grandes. Durante la noche yo las había matado. En nuestro nombre, amanecía. En el morro un gallo cantó.

La tercera historia que ahora se inicia es la de Las estatuas. Comienza diciendo que yo me había quejado de las cucarachas. Después viene la misma señora. Va yendo hasta el punto en que, de madrugada, me despierto y, todavía somnolienta, atravieso la cocina. Más somnolienta que yo está el área en su perspectiva de ladrillos. Y en la oscuridad de la aurora, un rojizo que distancia todo, distingo a mis pies sombras y blancuras: decenas de estatuas se esparcen rígidas. Las cucarachas que se habían endurecido de adentro hacia afuera. Algunas panza arriba. Otras en medio de un gesto que no se completaría jamás. En la boca de unas un poco de comida blanca. Soy la primera testigo de la alborada en Pompeya. Sé cómo fue esa última noche, sé de la orgía en la oscuridad. En algunas el yeso se habrá endurecido tan lentamente como en un proceso vital, y ellas, con movimientos cada vez más penosos, habrán intensificado ansiosamente las alegrías de la noche, intentando huir de dentro de sí mismas. Hasta que de piedra se volvieron, en espanto de inocencia, y con tal, tal mirada de censura herida. Otras -súbitamente asaltadas por la propia médula, ¡sin ni siquiera haber tenido la intuición de un molde interno que se petrificaba!-, ésas de pronto se cristalizan, así como la palabra es cortada de la boca: yo te... Ellas que, usando el nombre del amor en vano, en la noche de verano cantaban. Mientras aquélla allí, la de la antena marrón sucia de blanco, habrá adivinado demasiado tarde que se había momificado exactamente por no haber sabido usar las cosas con la gracia gratuita de lo en vano: "¡Es que miré demasiado dentro de mí! Es que miré demasiado dentro de...", de mi fría altura de gente miro el derrocamiento de un mundo. Amanece. Una u otra antena de cucaracha muerta se agita en la brisa. Desde la historia anterior canta el gallo.

La cuarta narración inaugura una nueva era en el hogar. Comienza como se sabe: Me quejé de las cucarachas. Va hasta el momento en que veo los monumentos de yeso. Muertas, sí. Pero miro los caños, por donde esa misma noche irá a renovarse una población lenta y viva, en fila india. ¿Entonces renovaría yo todas las noches el azúcar letal? Como quien ya no duerme sin la avidez de un rito. ¿Y todas las madrugadas me conducirían sonámbula hasta el pabellón? En el vicio de ir al encuentro de las estatuas que mi noche sudada erguía. Me estremecí de perverso placer ante la visión de aquella doble vida de hechicera. Y me estremecí también ante el aviso del yeso que seca: el vicio de vivir que reventaría mi molde interno. Áspero instante de elección entre dos caminos que, pensaba yo, se dicen adiós, y segura de que cualquier elección sería la del sacrificio: yo o mi alma. Elegí. Y hoy ostento secretamente en el corazón una placa de virtud: "Esta casa fue desinfectada".

La quinta historia se llama Leibniz y la trascendencia del amor en la Polinesia. Comienza así: Me quejé de las cucarachas.

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Clarice Lispector
Los puentes de Londres
20 de noviembre de 1971

Todas las veces que pienso en Londres vuelvo a ver sus puentes. Me pareció muy natural estar en Inglaterra, pero ahora cuando pienso que estuve allá mi corazón se llena de gratitud. Vi en Londres una tierra extraña y viva, cenicienta, todo lo que es ceniciento misteriosamente vibra para mí, como si fuera la reunión de todos los colores amansados.

Estuve en contacto con la fealdad de los ingleses, que es una de las cosas que más atrae en Inglaterra. Es una fealdad tan peculiar, tan bella, y éstas no son meras palabras. Hacía mucho frío, y el viento daba al rostro y a las manos aquella rojez cruda que vuelve a cada persona extremadamente real. Las mujeres hacen compras con las cestas, los hombres de la City usan sombrero bombín. Y el Támesis es sucio, tiene barro. Ya hubo pestes en Londres. Una vez se incendió la ciudad entera. La peste y el incendio estaban presentes en mi estadía en Londres.

Las personas beben café horrible, en taza grande, pero el café humea. Humeante como toda la isla, cuyos puentes ennegrecidos surgen de la casi constante niebla. El fog exhala de las piedras del piso y envuelve los puentes.
Los puentes de Londres son muy emocionantes. Unos son sólidos y amenazadores. Otros son puro esqueleto. En cuanto a los ingleses, no son tan inteligentes. Pero Inglaterra es uno de los países más inteligentes del mundo. Estábamos en auto. Entre una ciudad y otra, las pequeñas ciudades inglesas dan mil vueltas alrededor de sí, y la lluvia fina cae en los vidrios del auto. En las calles el pueblo usa ropas tan mal hechas que acaban convirtiéndose en un bello estilo. Y son de verdad hospitalarios. Veo a una criatura de capote oscuro y medias gruesas y capucha enterrada hasta debajo de las orejas, con el rostro vívido y magro, ojos despiertos y cara roja -y aquella entonación pura de las voces inglesas, interrogativas y orgullosas.
Sólo ahora sé cuánto amé el viento de Londres que me hacía lagrimear los ojos de rabia y la piel gritar de irritación.
Y después están los caminos, el campo inglés que es diferente de cualquier otro campo. Me acuerdo de árboles muy altos.
Y después está el deseo de viajar de todo inglés, y eso es un movimiento inquieto y amplio.
En el teatro de Londres ocurre algo esencial. Es de temblar de frío y de emoción: el actor inglés es el hombre más serio de Inglaterra. En pocas horas da a cada uno aquello importante que se pierde en la vida diaria. Cuando se sale, es la lluvia oscura, la calle mojada, las viejas calles inglesas donde de noche existe el deseo de peligro. Se va a comer. Una comida pésima irrita, en el restaurante de comida típicamente inglesa. Pero se puede ir a un restaurante de comida alegre, de los extranjeros, en el mismo Londres.
Me acuerdo de que hubo Edad Media en Inglaterra, y eso está en las torres. La seguridad de ciertos ingleses llega a veces a volverse graciosa. En las calles andan ligero, es un pueblo luchador. Y si el mundo no fuera tan doloroso, sería bonito ver la lucha por la sobreviviencia.
Y después está la nostalgia por los escritores muertos. Siento mucha nostalgia de Lawrence.
La reina es suave, los periódicos tienen un modo provinciano, y cuando los ingleses e inglesas son bonitos, pasan de inmediato a tener una extraordinaria belleza. Y el niño inglés es siempre lindo, y cuando abre la boca para hablar, ahí se vuelve lindísimo.
Todo eso se llama nostalgia: intento recuperar Londres en la memoria, en estas notas. Y así queda sólo anotado, con la mayor rapidez, antes de que el sentimiento pase.

Traducción: Claudia Solans

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Clarice Lispector
Zona inexplorada
Por Claudia Solans


Las crónicas reunidas en Descubrimientos, cuyo prólogo adelantamos, revelan aspectos poco conocidos de la obra literaria que concibió la escritora brasileña.

Con Descubrimientos se completa la publicación en castellano de las crónicas que Clarice Lispector escribió cada sábado, entre el 19 de agosto de 1967 y el 29 de diciembre de 1973, para el Jornal do Brasil, lo que termina de delinear, de alguna manera, el mapa que estos textos trazan sobre la región menos explorada de su literatura. El primer volumen, Revelación de un mundo, fue publicado por Adriana Hidalgo editora en 2004 con sucesivas reimpresiones.


Textos heterogéneos, muchas veces inclasificables e inesperados, que revelan en cada línea la compleja escritura y personalidad de su autora. Complejidad que, a la hora de traducir, se convierte en un desafío y un feliz acontecimiento. Porque traducir a Clarice (y no sólo sus textos) es una aventura que bajo su aparente sencillez resulta tan sinuosa, sutil -y al mismo tiempo brutal-, tan hermética e inquietante, que hace que el esfuerzo por aprehender esa idea, ese concepto que se sabe que está ahí, sumergido, enterrado pero siempre entrevisto a través de las palabras, se convierta por momentos en un gesto vano, casi como una mano que se cerrara en el vacío.


El amor, el tiempo, la muerte, bajo dimensiones pocas veces exploradas con tanta maestría, son algunos de los temas que aparecen en estos textos que permanentemente desafían el concepto de crónica o, más bien, que las convierten en un género cuyas fronteras Clarice ha borrado por su propia escritura. Si bien en una de ellas, publicada en el volumen anterior, expresa: "No hay duda, sin embargo, de que yo valoro mucho más lo que escribo en libros que lo que escribo para diarios -esto sin, no obstante, dejar de escribir con gusto para el lector de diario y sin dejar de amarlo", resulta por lo menos sugestivo cuando sabemos que gran parte de su ficción breve pasó en esos años por la columna semanal del Jornal do Brasil. Se trata de las crónicas que en la actualidad están agrupadas bajo el título Para no olvidar y que fueron publicadas, en una edición de autor, en el año 1964 como la segunda parte de La legión extranjera. Ese texto era un volumen compuesto de dos partes, la primera de ellas contenía una serie de cuentos, en tanto que la segunda -con el subtítulo de Fondo del cajón- agrupaba las crónicas. Con posterioridad, los cuentos conservaron el título del volumen original (La legión extranjera) y las crónicas adoptaron el de Para no olvidar. Pero más allá de los avatares de publicación, lo que resulta interesante es que los cuentos y las crónicas comienzan a circular en el interior de la producción de Clarice Lispector con movimientos que en ocasiones parecen caprichosos y, a veces, premeditadamente casuales, tanto que seguir el curso de cada texto se torna por momentos una empresa en verdad fascinante.


Hasta aquí nada llamaría demasiado la atención si no fuera por el hecho de que prácticamente todos los cuentos del volumen La legión extranjera (en su edición de 1964 y exceptuando "La solución") aparecieron como crónicas en el Jornal do Brasil entre 1967 y 1973. Lo notable, asimismo, es que Felicidad clandestina, el volumen de cuentos aparecido en 1971, incluye esos mismos textos de aquella primera parte llamada La legión extranjera (exceptuando en este caso también "La solución"), pero a su vez varias crónicas de Fondo del cajón (que, como ya se señaló, fueron publicadas en su totalidad en el Jornal do Brasil).


¿A qué apunta esta digresión en cierto modo "arqueológica"? Nada más que a señalar la extraordinaria libertad genérica que reina en toda la literatura de Clarice Lispector. Y precisamente, a partir de esa inestabilidad y precariedad genérica es que sus crónicas se vuelven una especie de panóptico y permiten, de modo radial, hacer visible y echar una luz nueva sobre el resto de su obra.


Cuestionadoras del género, sus crónicas operan también como cuestionadoras del sujeto que narra. Porque la inmediata pregunta que surge es: pues entonces, ¿quién escribe, quién dice, quién cuenta? Es en este suelo de fronteras porosas y permeables donde lo doméstico, lo insignificante, incluso lo banal se vuelve tema y problema. Quizás un modo de pensarlo sería considerar la característica fragmentariedad de estos textos.


Si bien lo fragmentario por esos años y a esa altura de la historia cultural ya era un dato y, por lo tanto, predicarlo acerca de la producción de Clarice es casi inocuo, su importancia parece estar en que genera la condición de posibilidad para la constitución del sujeto que narra; esto es, Clarice. Y da la impresión de que ella sólo puede narrar precisamente lo fragmentario, lo inacabado, lo indeterminado, así como también lo banal, lo cotidiano, lo insignificante. De ahí que su talento radique en la extraordinaria capacidad de revelar, casi en cada línea (porque también hay crónicas de una sola línea), lo sublime bajo lo doméstico e inacabado y, al mismo tiempo y con la misma eficacia, dar vuelta la lente y transformar en doméstico (dócil, manso, familiar) lo sublime. Sólo así se comprende la dramática (y episódica) recreación de Pompeya en el suelo de una cocina en el que yacen decenas de cucarachas muertas a causa de un veneno casero.


Interminables son los itinerarios que pueden trazarse a través de las crónicas de Clarice Lispector: siguiendo el hilo de los temas, de ciertos personajes (como los taxistas, por ejemplo), de los objetos (ventanas, flores), de las preocupaciones literarias, metafísicas e incluso religiosas (la muerte, el alma, la presencia de Dios), y así se podría seguir. Sin embargo, como en aquella crónica del 9 de diciembre de 1967, titulada "Una cosa", en la que cuenta que esa noche ha visto una calle que nunca más va a olvidar, pero cuya descripción decide no realizar, guardándosela para sí, del mismo modo el lector resulta doblemente marcado por la escritura de Clarice: no logra describirla con palabras pero tiene la certeza de haber sido protagonista de una suerte de epifanía, una revelación.

http://www.lanacion.com.ar 27/03/2010