miércoles, 21 de abril de 2010

La relación entre la poesía y la pintura, por Walace Stevens


Walace Stevens



Traducción de Antonio J. Desmonts
Ensayos sobre la realidad y la imaginación (Visor, 1994) 
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Roger Fry concluye una nota sobre Claude [Lorrain] diciendo que «pocos de nosotros viven con tanta intensidad como para nunca sentir nostalgia de aquel reino saturniano al que Virgilio y Claude pueden llevarnos en volandas». En la misma nota habla de Corot y de Whistler y del paisaje chino, y está claro que bien podría haber hablado, a propósito de Claude, de otros muchos poetas, como por ejemplo Chénier o Wordsworth. Se trata simplemente de una analogía entre dos formas distintas de poesía. Tal vez fuese preferible decir que se trata de la identidad poética que se revela, por ejemplo, entre la poesía en palabras y la poesía en pintura.



No obstante, la poesía no se limita a los paisajes virgilianos, ni la pintura a Claude. Encontramos la poesía de la especie humana en las figuras de los ancianos de Shakespeare, digamos, y en los ancianos de Rembrandt; o bien en las figuras de las mujeres bíblicas, por una parte, y en las vírgenes de toda Europa, por la otra; y es fácil preguntarse si la poesía de los niños ha sido o no creada por la poesía del Niño, hasta que uno se para a pensar cuanta de la poesía del mundo entero es poesía de niños, tanto sobre cómo son los niños como sobre cómo se han descrito por escrito o en pintura, como si fuesen criaturas de una dimensión en la que la vida y la poesía se confundieran. La poesía de la humanidad, por supuesto, se encuentra en todas partes.



Hay una poesía universal que se refleja en todas las cosas. Esta observación se aproxima a la idea de Baudelaire de que existe una estética por averiguar y fundamental, o bien un orden del que la poesía y la pintura son manifestaciones, pero del que, en realidad, la escultura, la música o cualquier otra realización estética también son manifestaciones. Las generalizaciones tan amplias como ésta —que existe una poesía universal que se refleja en todas las cosas o que debe haber una estética fundamental de la que la poesía y la pintura constituyen manifestaciones emparentadas pero diferentes— son especulativas. Satisfacen más las concreciones.
A ningún poeta se le puede haber escapado cuán a menudo un detalle, un propos o comentario, relativo a un cuadro, se aplica asimismo a la poesía. La verdad es que parece existir un corpus de comentarios a propósito de la pintura, en su mayoría comentarios de los propios pintores, que son tan significativos para los poetas como para los pintores. Todos estos detalles, en la medida en que tienen sentido para los poetas lo mismo que para los pintores, son ejemplos específicos de relaciones entre la poesía y la pintura. Supongo, por lo tanto, que sería posible estudiar la poesía a través del estudio de la pintura o bien que se puede llegar a ser pintor después de haber llegado a ser poeta, por no hablar de desempeñar los dos oficios al mismo tiempo, con la economía del genio, como hizo Blake.


Permítaseme ilustrar este punto del doble valor (y bien podría denominárselo el valor múltiple) de las palabras referidas a pintores que significan en la misma medida para los poetas porque, a fin de cuentas, son palabras sobre el arte. La frase de Picasso de que un cuadro es una horda destructiva, ¿no dice también que un poema es una horda destructiva? Cuando Braque dice: «Los sentidos deforman, la mente forma», se dirige al poeta, al pintor, al músico y al escultor. Igual que los poetas pueden sentirse afectados por las palabras de los pintores, los pintores pueden sentirse afectados por las palabras de los poetas, y también pueden sentirse afectados ambos por palabras no dirigidas a ninguno de ellos. Para abundantes ejemplos, véase Poet’s Note-Book [Cuaderno de notas del poeta] de Miss Sitwell. Estos detalles confluyen de un modo tan sutil y tan preciso que se pierde de vista la existencia de relaciones. Lo cual, a su vez disipa la idea de su existencia.

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Podemos contemplar nuestro tema, pues, desde dos puntos de vista, el primero el del hombre que se centra en la pintura, tanto si es como si no es pintor, y él segundo el del hombre que se centra en la poesía, tanto si es como si no es poeta. Para utilizar el punto de vista del hombre que se centra en la pintura, permítaseme referirme al capítulo de Appreciation [Apreciación], de Leo Stein, titulado «Sobre leer poesía y ver cuadros». Dice el autor que cuando era niño tomó conciencia de la composición de la naturaleza y gradualmente fue comprendiendo que el arte y la composición eran lo mismo. Comenzó a experimentar del modo siguiente:
Puse sobre la mesa... un plato de barro... y lo miraba todos los días durante unos minutos o durante horas. Tenía el propósito de verlo como si fuera un cuadro y aguardé hasta que se convirtió en un cuadro. Con el tiempo, así ocurrió. El cambio se produjo de repente, cuando el plato como objeto pormenorizado... una determinada forma, con determinados colores aplicados... pasó a convertirse en una composición en la que todos los elementos no eran sino meros factores del conjunto. La composición pictórica pintada en el plato dejó de estar en el plano para pasar a formar parte de una composición mayor que era el plato como un todo. Había dado un primer paso para ver pictóricamente.
Lo que se habla iniciado se fue desplegando en todas direcciones. Quería ser capaz de ver cualquier cosa como una composición y descubrí que era posible hacerlo.
Improvisó una definición del arte: es la naturaleza vista a la luz de su significado, y al darse cuenta de que este significado consistía en formas, agregó «formal» a «significado».
Al concentrarse en la educación del oído, observó que no hay nada comparable al ejercicio de composición que ofrece el mundo visible. Por composición entendía lo que se compone con las palabras: el uso del sentido existencial de las palabras. La composición era su pasión. Consideraba que un cuadro formalmente acabado es aquel en el que todas las partes están tan interrelacionadas entre sí que unas implican a otras. Por último, dijo «un excelente ejemplo es el verso del Michael de Wordsworth ‘And never lifted up a single stone’ (‘Y no levantó nunca ni una sola piedra’)». Se podría decir de un trabajador perezoso: «Ha estado ahí fuera, holgazaneando, y no levantó nunca ni una sola piedra», y nadie pensaría que esto es gran poesía... Estas líneas no tendrían valor existencial; sencillamente llamarían la atención sobre el trabajador perezoso. Pero el uso composicional que hace Wordsworth de este verso lo convierte en algo por completo distinto. Estas sencillas palabras se cargan con la tragedia del anciano pastor y se saturan de poesía. Su importancia referencial es leve, pues la importancia de la acción a que se refieren no radica en la acción en sí misma sino en su significado; y el significado lo crean las palabras. Por lo tanto se trata de un verso de gran poesía.
La elección de la composición como el común denominador de la poesía y la pintura es una caracterización técnica hecha por un hombre centrado en la pintura, aun concediendo que no era un hombre al que uno consideraría un técnico. La poesía y la pintura crean por igual mediante la composición.
Ahora bien, el poeta que busca una analogía entre la poesía y la pintura, y que trata de adoptar el punto de vista del hombre centrado en la poesía, comienza teniendo la sensación de que la técnica empapa la pintura hasta tal punto que ambas cosas se identifican. Esto no es cierto, puesto que, si la pintura fuese puramente técnica, esa concepción de la misma excluiría al artista como persona. Por lo tanto, quiero decir algo basado en la sensibilidad del poeta y en la del pintor. No estoy absolutamente seguro de saber lo que significa sensibilidad. Supongo que quiere decir sentimiento; como suele decirse, los sentimientos. Sé lo que se entiende por sensibilidad nerviosa, como cuando, en un concierto, los oyentes, después de haberse colocado y permanecer atentos, oyen de súbito un estallido de trompetas que les hace encogerse a manera de reacción nerviosa. La satisfacción que tenemos cuando miramos por la ventana y vemos que hace un buen día, o cuando miramos uno de los límpidos paisajes de Corot en los que el pays de Corot parece ser algo distinto.


Suele decirse que el origen de la poesía hay que buscarlo en la sensibilidad. Hemos empezado por la conjunción de Claude y Virgilio; obsérvese ahora como el uno evoca al otro. Estas evocaciones son atribuibles a similitudes de sensibilidad. Sí en Claude nos encontramos en el reino de Saturno, el soberano del mundo en la edad dorada de la inocencia y la abundancia, y si en Virgilio nos encontramos en el mismo reino, reconocemos que existe ahí, en el caso de Claude y Virgilio, una identidad de sensibilidad. Sin embargo, si se pone en cuestión el dogma de que hay que buscar los orígenes de la poesía en la sensibilidad y se afirma que un poema afortunado, o un cuadro afortunado, es una síntesis de excepcional concentración (ese grado de concentración que tiene una intrínseca lucidez, en la que vemos con claridad lo que queremos ver y lo vemos instantánea y perfectamente), nos encontramos con que la fuerza operativa de nuestro interior no parece ser de hecho la sensibilidad, es decir, los sentimientos. Parece ser una facultad constructiva que más saca su fuerza de la imaginación que de la sensibilidad. He dicho poner en cuestión, no rechazar. La mente retiene la experiencia, de modo que mucho después de acaecida la experiencia, mucho después de la claridad invernal de una mañana de enero, mucho después de los límpidos paisajes de Corot, esa facultad interior nuestra de la que he hablado hace sus propias construcciones a partir de aquella experiencia. Si se limita a reconstruir la experiencia, o a repetirnos las sensaciones vividas ante aquello, se trata de la memoria. Lo que en realidad hace es utilizar aquello como material con el que hace lo que quiere. Ésta es la típica función de la imaginación, que siempre utiliza lo conocido para crear lo no conocido.



Lo que parecen implicar estas observaciones es la sustitución de la idea de inspiración por la idea de un esfuerzo mental no basado en las vicisitudes de la sensibilidad. Es tan absolutamente posible sentarse a la propia mesa y, sin ayuda de la conmoción de los sentimientos, escribir comedias de incomparable intensidad, que es precisamente lo que hizo Shakespeare. Shakespeare no se basaba en casualidades de la inspiración. No es la menor de sus glorias que se pueda decir de él: cuanto mayor el pensador, mayor el poeta. Sería más acertado decir: cuanto mayor la inteligencia, mayor el poeta; porque el mal del pensamiento como poesía no es lo mismo que el bien del pensamiento en poesía. Lo que importa es que el poeta hace su trabajo en virtud de un esfuerzo mental. Al hacerlo así, tiene relación con el pintor, que realiza su trabajo, con respecto a los problemas de forma y color, a los que se enfrenta incesantemente, no gracias a la inspiración, sino gracias a la imaginación o a la milagrosa clase de razón que a veces promueve la imaginación. En resumen, estas dos artes, la poesía y la pintura, tienen en común un elemento laborioso que, cuando se ejercita, no sólo es un trabajo sino también una consumación. Como prueba de esto, permítaseme poner codo con codo la prosa de Proust, tomada de su vasta novela, y la pintura, tomada al azar, de Jacques Villon.


Sobre Proust, cito un párrafo del profesor Saurat:
Otra provincia que ha añadido a la literatura es la descripción de esos momentos eternos en los que nos elevamos por encima de este mundo monótono... La magdalena mojada en el té, el campanario de Martinville, unos árboles de una carretera, un perfume de flores silvestres, una visión de la luz y la sombra entre árboles, una cuchara que al tintinear en un plato es como el martillo del ferroviario en las ruedas del tren desde el que se veían los árboles, la servilleta tiesa de un hotel, la desigualdad de dos piedras de Venecia y las irregularidades del patio de la casa de los Guermantes en la ciudad...

En cuanto a Villon: poco antes de ponerme a escribir estas notas, me dejé caer por la Carré Gallery de Nueva York a ver una exposición de cuadros entre los que había una docena de obras suyas. De inmediato me percaté de la presencia de los encantos de la inteligencia en todo su material prismático. Una mujer tendida en una hamaca se transformaba en un complejo de planos y tonos, radiante, vaporoso, exacto. Una tetera y un par de tazas ocupaban su lugar en una realidad totalmente compuesta de cosas irreales. Las obras eran deliciae del espíritu en tanto que algo distinto de las delectationes de los sentidos, y esto es así porque uno encuentra en ellas la labor de cálculo, el apetito de perfección.



3
Una de las características del arte moderno es que es intransigente. En esto se asemeja a la política moderna, y quizás se aprecie al estudiarlo, incluso al estudiar los derechos del hombre y al estudiar los sombreros y los vestidos de las mujeres, que todo lo moderno, o probablemente lo que sencillamente es nuevo, es intransigente por la naturaleza misma de las cosas. Es especialmente intransigente con respecto a los límites. Uno de los Goncourt dijo que nada en el mundo oye tantas estupideces como los cuadros de un museo; y al reflexionar sobre este comentario hay que tener presente que en los tiempos de los Goncourt no existía nada parecido a los museos de arte moderno. Una definición verdaderamente moderna del arte moderno, en lugar de hacer concesiones, fija unos límites que se van haciendo cada vez más estrechos conforme pasa el tiempo y que, más a menudo que lo contrario, acaban por sólo dar cabida a un hombre, exactamente igual que si se debieran garabatear en la fachada del edificio donde estamos ahora mismo las palabras Cézanne delineavit. Otra característica del arte moderno es el ser plausible. Tiene razones para todo. Incluso la falta de razón se convierte en razón. Picasso manifiesta sorpresa de que la gente se pregunte qué significa un cuadro y dice que los cuadros no pretenden tener significado. Esto lo explica todo. Otra característica del arte moderno es que es fanático. Cada pintor que puede ser calificado de pintor moderno se convierte, en virtud de esa definición, en un hombre libre en el mundo del arte y, en consecuencia, en el igual de cualquier otro pintor moderno. Reconocemos que difieren unos de otros, pero de todos modos ninguno de ellos puede ser juzgado más que por los demás artistas modernos.
Tenemos esa incapacidad (no simple falta de voluntad) para el compromiso, esa misma plausibilidad y fanatismo, en la poesía moderna. Para exponerlo, permítaseme dividir la poesía moderna en dos clases, una que es moderna en razón de lo que dice, otra que es moderna en razón de la forma. La primera clase no tiene un especial interés por la forma. La segunda sí. La primera clase se interesa por la forma, pero acepta la banalidad de la forma como algo incidental de su lenguaje. Su justificación es que, al expresar el pensamiento o el sentimiento en poesía, el propósito del poeta debe ser el de subordinar el modo de expresión, ya que, aun cuando el valor del poema como poema depende de la expresión, depende en primer lugar de lo que expresa. Tanto si el poeta es moderno como si es antiguo, si está vivo como si está muerto, lo que importa en último término es de que habla, si habla de cosas antiguas o modernas, de cosas vivas o muertas. La contrapartida de Villon en poesía, de escribir como éste pinta, tendría que interesarse por cosas similares (pero no necesariamente reducirse a éstas), creando la misma sensación de certeza estética, la misma sensación de exquisita realización y la misma sensación de ser moderno y de estar vivo. Uno ve una buena cantidad de poesía, tal vez por culpa de Un Coup de Dés de Mallarmé, en la que la búsqueda formal no supone otra cosa que el uso de minúsculas por mayúsculas, finales de versos excéntricos, demasiada puntuación o demasiada poca, y aberraciones por el estilo. Esto no tiene nada que ver con estar vivo. No tiene nada que ver con el conflicto entre el poeta y aquello de lo que están hechos sus poemas. No son, ni bonne soupe («buena sopa») ni beau langage («bello lenguaje»).



Lo que he dicho sobre ambas clases de poesía moderna es inadecuado para las dos. Sobre la primera, decir que tolera la banalidad de la forma es una fórmula incluso lesiva, puesto que sugiere que posee menos artificio del poeta que la segunda. Cada una de estas dos clases es intransigente con respecto a la otra. Si uno está dispuesto a pensar bien de la clase que se atiene a lo que tiene que decir, bástele con recordar el comentario de Gide: «Sin la inigualable belleza de su prosa, ¿quién seguiría interesándose por Bossuet?».
La división entre las dos clases, la división, pongamos, entre Valéry y Apollinaire, es la misma división en facciones que encontramos por todas partes en la pintura moderna. Pero los credos estéticos, como los demás credos, son la prueba indudable de los esfuerzos realizados por buscar la verdad. No he tratado de decir más de lo que es necesario para mostrar las relaciones por las que estamos interesados tal como existen en las manifestaciones actuales. Una vez que todo está dicho y hecho, ¿cuál es el significado de la existencia de tales relaciones? ¿O basta con señalarlas? El problema no es el mismo que el de la significación del arte. «Es el arte», dijo Henry James, «lo que crea vida, lo que crea el interés, lo que crea la importancia... y no conozco ningún sustitutivo de ninguna clase para la fuerza y la belleza de su actividad».
 El mundo que nos rodea quedaría desolado si no fuera por el mundo que hay en nuestro interior. El mismo intercambio existe entre estos dos mundos que entre un arte y otro, transfusiones migratorias de uno al otro, apresuramientos, descubrimientos y liberaciones prometeicas.
Pero puede ser que, lo mismo que los sentidos no son respetuosos con la realidad, las facultades no sean respetuosas con las artes. Por otra parte, es posible que estemos ocupándonos de algo que no tiene significación, algo que es e1 resultado de la imitación. Quatremère de Quincy distinguía entre el poeta y el pintor como entre dos imitadores, el uno moral y el otro material. Hay imitaciones dentro de las imitaciones, y las relaciones entre la poesía y la pintura puede que no constituyan nada distinto. Esta idea hace posible, al menos, ver más de un aspecto del tema.

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Todas las relaciones de que he hablado quedan vinculadas entre sí en la deducción de que la vis poética, la fuerza de la poesía, deja su marca en cuanto toca. La marca de la poesía crea la semejanza entre las dos cosas mas dispares y las une en su virtud reconocible. Hay una relación entre la poesía y la pintura que no participa de la marca común de un origen común. Es la relación capital que existe entre la poesía y la gente en general, y entre la pintura y la gente en general. No he pasado por alto la posibilidad de que, cuando se propuso el tema de esta noche, se pretendiera que el tratamiento se limitase a las relaciones entre la poesía moderna y la pintura moderna. Esto hubiera conllevado mucho repicar de los consabidos címbalos. En la medida en que hubiera exigido una comparación entre este poeta y aquel pintor, esta escuela y aquella otra escuela, habría sido fragmentario y habría excedido mi competencia. En mi opinión es preferible abordar el tema de las relaciones modernas como un todo. La relación actualmente capital entre la poesía y la pintura, entre el hombre moderno y el arte moderno es sencillamente ésta: que en una época en que tan decididamente prevalece la incredulidad o, cuando menos, la indiferencia a las cuestiones de creencia, la poesía y la pintura, y las artes en general, constituyen, en su medida, una compensación por lo que se ha perdido. Los hombres tienen la sensación de que la imaginación es por su fuerza el poder situado a continuación de la fe: el príncipe reinante. En consecuencia, su interés por la imaginación y sus obras no debe considerarse una fase del humanismo sino una autoafirmación vital en un mundo en el que nada se mantiene salvo el yo, si es que el yo se mantiene. Visto así, el estudio de la imaginación y el estudio de la realidad llegan a parecer, purificados, engrandecidos, fatídicos. ¡Qué estatura, aunque sea estatura profética, le proporciona esta concepción al poeta! Ya no necesita ejercitar su dignidad con obras proféticas. ¡Cuánta autenticidad, incluso autenticidad órfica, le proporciona al pintor! Ya no tiene que exhibir su autenticidad en obras órficas. Debe bastarle con que aquello a lo que ha entregado su vida quede de este modo enriquecido con semejante acceso de valor. Lo mismo el poeta que el pintor viven y trabajan en medio de una generación que está conociendo la pobreza esencial a pesar de la fortuna. La extensión de la mente hasta más allá del ámbito de la mente, la proyección de la realidad más allá de la realidad, la determinación de recorrer todo el terreno, sea el que fuere, la determinación de no quedar confinados, de recuperar la excitación y la intensidad del interés, la ampliación del espíritu en todo momento, en todos los sentidos, éstas son las unidades, las relaciones, que debemos contabilizar como primordiales en este momento. No tiene demasiada importancia si estas relaciones existen de forma consciente o inconsciente. Uno vuelve a las coactivas influencias del tiempo y el espacio. Es posible estar entregado a un propósito sublime y no saberlo. Pero yo pienso que la mayoría de los hombres, cualquiera que sea su sofisticación, la mayoría de los poetas y la mayoría de los pintores, lo saben.

Cuando volvemos la vista hacia el periodo del clasicismo francés del siglo XVII, no tenemos ninguna dificultad para verlo como un todo. No es fácil ver el propio tiempo de ese modo. Casi todo el siglo XVII francés, al menos, puede compendiarse en esta única palabra: clasicismo. Las pinturas de Poussin, contemporáneo de Claude, son las inevitables pinturas de la generación de Racine. Si hubiera sido una época en que los dramaturgos utilizaran las detalladas acotaciones con que contamos hoy, las acotaciones de Racine lo hubieran dejado a uno preguntándose si estaba leyendo la descripción de un escenario o la descripción de un cuadro de Poussin. La costumbre reducía por entonces las acotaciones a las más escuetas generalidades. Así pues, a continuación de la lista de personajes de El rey Lear, Shakespeare sólo agrega dos palabras: “Escena: Bretaña”. Pero, aún así, las acotaciones de Racine, pese a toda su brevedad, sugieren a Poussin. Que esta cualidad común se aprecie en cosas tan simples pone de manifiesto de manera convincente el alcance de la interpenetración. La indicación para Britannicus dice: «La escena en Roma, en una cámara del palacio de Nerón»; la de Iphigénie en Aulide: «La escena en Aulis, delante de la tienda de Agamenón»; la de Phédre: «La escena en Trecén, una ciudad del Peloponeso»; la de Esther: «La escena en Susa, en el palacio de Asuero»; y en Athalie: «La escena en el templo de Jerusalén, en el vestíbulo de los aposentos del sumo sacerdote».
Nuestro tiempo, y al decir esto me refiero a las dos o tres últimas generaciones, incluida la nuestra, se puede resumir de mi modo que ponga unidad en el inmenso número de detalles, diciendo de él que es un tiempo en el que la búsqueda de la verdad suprema ha tenido lugar en la realidad, o a través de la realidad, o incluso ha sido búsqueda de alguna ficción supremamente aceptable. Juan Gris comenzó unas notas sobre sus cuadros diciendo: «El mundo del que yo extraigo los elementos de la realidad no es visual sino imaginario». La historia de esta actitud en literatura, especialmente en poesía, en Francia, ha sido rastreada por Marcel Raymond en De Baudelaire al surrealismo. Digo especialmente en poesía porque con la poesía se asocian los nombres de Baudelaire, Rimbaud, Mallarmé y Valéry. En pintura, su historia es la historia de la pintura moderna. Además, digo en Francia porque en Francia la teoría poética no es tan abstracta como suele ser entre nosotros, cuando siquiera tenemos alguna clase de teoría, sino que es una actividad normal del entendimiento del poeta en ambientes donde debe participar en esta actividad o verse extirpado. Esta necesidad desarrolla una conciencia y un sentido de la fatalidad que aportan a la poesía valores que no reproducen la indiferencia y el azar. Para el hombre que anda buscando la sanción de la vida en la poesía, lo ñoño es una disipación intolerable. La teoría de la poesía, es decir, la suma total de las teorías de la poesía, a menudo parece convertirse con el tiempo en una teología mística o, más sencillamente, en una mística. La razón de que ocurra esto debe estar ahora clara. La razón es la misma razón por la que los cuadros de un museo de arte moderno suelen dar la impresión de convertirse con el tiempo en una estética mística, en una prodigiosa búsqueda de la apariencia, como si se buscara una forma de decir y de demostrar que todas las cosas, sea por encima o sea por debajo de las apariencias, son la misma cosa, y que sólo a través de la realidad, en la que se reflejan o, pudiera ser, se conjuntan, nos es posible alcanzarlas. Bajo tal presión, la realidad deja de ser sustancia para convertirse en sutilidad, una sutilidad en la que a Cézanne le resultaba natural decir: «Veo planos que se montan unos sobre otros a horcajadas y a veces las líneas rectas me parece que se caen»; o «Planos de color... Las zonas coloreadas donde tremolan las almas de los planos, en el resplandor del prisma luminoso, el encuentro de los planos a la luz del sol». La transformación de nuestra Lumpenwelt fue mucho más allá de esto.




Desde la perspectiva de otra sutilidad, Klee pudo escribir: «Pero es el elegido el que hoy se acerca a los lugares secretos donde la ley original fomenta toda evolución. Y qué artista no se establecería allí donde el centro orgánico de todo el movimiento en el tiempo y en el espacio —que él denomina la mente o el corazón de la creación— determina todas las funciones». Conceder que esto suena un poco a jerga sacerdotal no es conceder demasiado a quienes han colaborado a crear la nueva realidad, una realidad moderna, puesto que lo que se ha creado no es nada menos que eso.




Esta realidad es, también, el mundo trascendental de la poesía. Sus instantaneidades son la habitual inteligencia de los poetas, aunque haya sido la inteligencia de otro ambiente. Simone Weil, en La Pesanteur et la Grâce, tiene un capítulo sobre lo que ella llama la descreación. Dice que la descreación consiste en dar el paso de lo creado a lo no creado, mientras que la destrucción consiste en dar el paso de lo creado a la nada. La realidad moderna es una realidad de descreación, en la que nuestras revelaciones no son revelaciones de la fe sino preciosos portentos de nuestras propias facultades. La mayor verdad que podemos tener esperanzas de descubrir, cualquiera que sea el campo en que la descubramos, es que la verdad de los hombres es la resolución final de todo. Hoy, lo mismo los poetas que los pintores adoptan este supuesto y esto es lo que les concede validez y la seria dignidad que los sitúa entre quienes persiguen la sabiduría, quienes persiguen la comprensión. Estoy dándole a esto un tono elevado porque intento generalizar y porque es increíble que se pueda hablar de las aspiraciones de las dos o tres últimas generaciones sin la menor elevación. A veces parece lo contrario. A veces oímos decir que en el siglo XVII no había ningún poeta y que los pintores —Chardin, Fragonard, Watteau— eran elegantes y nada más; que en el siglo XIX el último gran poeta era el hombre que más se parecía a un gran poeta, y que lo mejor que se podría haber hecho con toda la cofradía de Pieria era echársela de comida a los perros. En ocasiones, ésta es la impresión que se tiene hoy. Debe parecerlo porque es posible.


 En la lógica de los acontecimientos, el único error sería tratar de falsificar la lógica, ser desleal a la verdad. Sería trágico no comprender hasta que punto depende el hombre de las artes. La clase de mundo que podría resultar de una excesiva dependencia de las artes ya ha sido puesto en cuestión como si la disciplina de las artes no fuese en ningún sentido una disciplina moral. No tenemos que ocuparnos de eso aquí. Basta con haber puesto, en relación la poesía y la pintura como fuentes de nuestra actual concepción de la realidad, sin afirmar que sean las únicas fuentes, y como pilares de un tipo de vida, que al parecer merece la pena vivirse con su ayuda, aun cuando hacer esto no sea sino una fase del interminable estudio de una existencia, que es el tema heroico de todo estudio.

Un cuento de Felisberto Hernández

Elsa


Por Felisberto Hernández

I

Yo no quiero decir cómo es ella. Si digo que es rubia se imaginarán una mujer rubia, pero no será ella. Ocurrirá como con el nombre: si digo que se llama Elsa se imaginarán cómo es el nombre Elsa; pero el nombre Elsa de ella es otro nombre Elsa. Ni siquiera podrían imaginarse cómo es una peinilla que ella se olvidó en mi casa; aunque yo dijera que tiene 26 dientes, el color, más aun, aunque hubieran visto otra igual, no podrían imaginarse cómo es precisamente, la peinilla que ella se olvidó en mi casa.

II
Yo quiero decir lo que me pasa a mí. ¿Y saben para qué?, pues, para ver si diciendo lo que me pasa, deja de pasarme. Pero entiéndase bien; me pasa una cosa mala, horrible: ya lo verán. Sé que por más bien que yo llegara a decirla, ocurrirá como con la peinilla y lo demás; no se imaginarán exactamente, cómo es lo malo que me pasa; pero el interés que yo tengo es ver si deja de pasarme tanto lo malo que se imaginarán, lo malo que en realidad me pasa.

III
Elsa no es precisamente, una de las tantas muchachas que no me aman: ella no me amará dentro de poco tiempo, porque ahora ella me ama. Nos hemos visto muy pocas veces; ella está muy lejos; nuestro amor se mantiene por correspondencia; pero yo tengo la convicción, yo afirmo categóricamente, yo creo absolutamente -ya explicaré ampliamente por qué tengo esta fiebre de afirmar- yo vuelvo a afirmar que dada la manera de ser de ella, dejará muy pronto de amarme, porque ella no podrá resistir el amor por correspondencia. Yo sí, pero ella no.

IV
De lo que ya no existe, se habla con indiferencia o con frialdad; pero yo hablo con dolor, porque hablo antes de que deje de existir y sabiendo que dejará de existir: recuérdese cómo lo afirmé.
Cuando espero algo, siento como si alguien -llámese Dios, destino o como quiera- tratara de demostrarme que la cosa que espero no llega o no ocurre como yo esperaba. Entonces, cuando yo tengo interés en que una cosa no ocurra, empiezo a pensar que ocurrirá, para burlarme de ese alguien si la cosa llega u ocurre, para hacerle ver que yo la preveía; y él por no dar su brazo a torcer no me da ese gusto y la cosa ocurre; pero he aquí que al final triunfo yo, porque precisamente lo que más deseaba era que no ocurriera. También debo decir que ese alguien suele sorprenderme dejándose burlar, y que yo triunfe aparentemente y quede derrotado íntimamente: pero esto ocurre las menos de las veces.
Para ser franco, diré que yo no creo en ese alguien, que a ese alguien lo creamos, y para crearlo lo suponemos al revés y al derecho. Pero cuando nos encontramos frente a un gran dolor, volvemos a pensar al revés y al derecho por si llega a ser cierto que existe. Ahora yo pienso que a lo mejor existe, y que a lo mejor no da su brazo a torcer, y por llevarme la contra hace que no ocurra lo de que ella deje de amarme, puesto que yo afirmo que ocurrirá. Así mismo tengo temor de que ese alguien se deje vencer y la cosa ocurra como en las menos veces: pero yo tengo más esperanza del otro modo: al revés que al derecho. Tendría esperanza aun cuando viera que estoy a punto de que ella no me ame; pues con más razón tengo esperanza ahora que ella me ama normalmente.
Bueno, en total quiero dejar constancia de que tengo la convicción, de que afirmo categóricamente, y que creo absolutamente, que Elsa se diferencia de las demás muchachas, en que ninguna de las otras me ama, y que ella dejará muy pronto de amarme.


Raymond Radiguet y Jean Cocteau

El diablo en el cuerpo
Raymond Radiguet
Traducción de Alain Radiguet
Pre-Textos. Valencia, 2003

La vida de Raymond Radiguet fue breve y excepcional. Nació el 18 de junio de 1903 en las afueras de París y murió apenas veinte años más tarde, en 1923. Siendo muy joven conoció a Cioran, Max Jacob, y a Jean Cocteau, que fue su mentor y su amante más conocido. Con una mujer llamada Alice vivió otro romance, que se transformaría en la materia de El diablo en el cuerpo. La novela causó escándalo ya desde antes de aparecer, en marzo de 1923. Su editor, Grasseí, se aseguró de que esto ocurriera y Cocteau lo ayudó. La juventud del autor y su condición de niño prodigio fueron explotadas comercialmente, con publicidad en la prensa y el cinematógrafo.
El tema es una pasión amorosa casi maléfica. La escritura es clara e inteligente, analítica. El protagonista, un joven de quince años, cuenta en primera persona su relación con una muchacha de veinte, casada. Se trata de una gran historia de amor adolescente, hecho de audacia y timidez, de seguridad e inseguridades, descuidos y urgencias, lucidez e infantilismo.

En 1884 Huysmanns, vanguardista 'avant la lettre', decretaba el fin de la novela amorosa, piedra de toque del naturalismo en la que habían incursionado, con suertes dispares, desde Dumas hasta Tolstoi, pasando por Balzac, Flaubert y Maupassant. Harto de todo aquel 'marivaudage', de tanta pasión doliente entre duques y condesas, entre burguesas y soldados, inauguraba el gesto experimental que habría de cambiar radicalmente el punto de mira de la literatura venidera: el fresco social y la novela de amor iban a ceder su cetro a obras que, por hallarse ésta precisamente en crisis, se abocaron a interrogar la individualidad. Pero algo esencial había quedado en el tintero. Hacia 1920, un adolescente hermoso, visionario y trágico escribía dos grandes novelas de amor: El diablo en el cuerpo y El baile del conde de Orgel. Raymond Radiguet sobreimprime a la ilusión amorosa todo el desencanto, la irreverencia y la amargura del siglo siniestro que comenzaba. El 'enfant terrible' que narra en primera persona la historia de adulterio y de iniciación amorosa de El diablo en el cuerpo -sobre el fondo más miserable que épico de la primera guerra mundial- se da el lujo de amar y de diseccionar al mismo tiempo el amor como un médico que observa su propio cáncer al microscopio. Extremo opuesto al de Ana Karenina, aquí el enfermo de pasión y el moralista son uno y el mismo, y Radiguet no ofrece para esa paradoja ningún paliativo.
Su erótica tiene la fuerza de Shakespeare, pero también la crueldad de Lautréamont, la lucidez destructiva de Rimbaud, el humorismo furioso y compasivo que Céline abordaría en su Viaje, la extraordinaria precisión emocional de Proust. Como Rimbaud, Radiguet dejó la escritura tempranamente, no por el contrabando y la gangrena, sino por una muerte anónima, solitaria y precoz en un hospital público. Como aquél, que fascinó a Verlaine, Radiguet hechizó a Jean Cocteau. Escrita a la misma mesa que Thomas el impostor, de este último, es su contracara perfecta. Donde Cocteau narra la guerra en términos de lujo, para Radiguet la lujuria es la guerra por otros medios, una forma artísticamente refinada de 'folie à deux'. El diablo en el cuerpo es una novela bella y maldita, que atrapa y lastima desde la primera hasta la última línea, y que se entrega al corazón para traicionarlo una y otra vez en brazos de la inteligencia. Si la guerra es la ley del mundo, el amor es un crimen que exige de los dos que van a aniquilarse los más altos atributos de la sensibilidad, la crueldad y la imaginación.




Jean Cocteau
Thomas el impostor
Traducción, introducción y notas de Monserrat Morales Peco
Cabaret Voltaire. Barcelona, 2006

Raymond Radiguet fue el que propuso el método que Jean Cocteau (1889-1967) siguió para escribir Thomas el impostor:
Su teoría consistía en que había que poner el caballete delante de una obra maestra y copiarla sin que la composición se llegara a parecer a ella. Él puso su caballete delante de de La princesa de Clèves. Y resultó El baile del conde de Orgel. Yo puse mi caballete delante de las cien primeras páginas de La cartuja de Parma y la obra resultante fue Thomas el impostor.
Aquel genio que se llamó Radiguet murió con veinte años, en 1923, el mismo año en que Gallimard publicaba Thomas el impostor. Una de sus mejores herencias fue el persistente influjo sobre un deslumbrado Cocteau.
En 2006 Cabaret Voltaire publicó una cuidadísima edición de esta novela fascinante en una nueva traducción de Monserrat Morales Peco, que se ha encargado de hacer una excelente introducción y las notas aclaratorias, sólo las justas y oportunas.
En el origen de este Thomas el impostor no está sólo La cartuja de Parma. Cocteau integra también en la narración material procedente de una serie de poemas sobre la primera guerra mundial que son parte fundamental en la gestación de este libro.
El escenario, la descripción del espacio, las imágenes visuales, los retratos y algunas escenas toman como punto de partida esos materiales literarios y los integran con la experiencia autobiográfica de Cocteau en la guerra. De esa manera, en el protagonista, Guillaume Thomas, un muchacho de dieciséis años, en su confusión constante de ficción y realidad, hay una evidente proyección de Cocteau y sus actitudes:
Ya veis a qué casta de impostores pertenece nuestro Guillaume. No son de este mundo. Viven con un pie en el sueño. La impostura no los degrada, más bien, les otorga superioridad. Guillaume engañaba sin malicia. Lo que sigue demostrará que era víctima de su propia mentira.
La resistencia a entrar en la madurez del adolescente que sueña con las aventuras y juega a la guerra confundiendo fantasía y realidad y despliega su capacidad imaginativa para reinventarse como personaje, para inventar historias y para contarlas.
Organizada en una sucesión de escenas que recuerdan las fases de un juego, la última de ellas transforma el juego en realidad trágica. El impostor deja de serlo por la muerte. Esa impostura que no es un defecto ni busca engañar al otro, engaña al impostor que no distingue los límites de la verdad y la imaginación y lo convierte en su propia víctima. La vida se resuelve en la verdad definitiva de la muerte en una misión de guerra a la que se ha ofrecido voluntario.
He utilizado a propósito la palabra escenas, porque el final impresionante del libro debe gran parte de su fuerza a su tratamiento visual, casi cinematográfico.
Entre chien y loup, entre sueño y vigilia, lo que late en el fondo de Thomas y en el fondo de Cocteau es la rebelión contra las limitaciones del mundo y las frustraciones que provoca.
Ese es el tema que recorre y vertebra toda la polifacética e independiente obra de Cocteau, poeta, dramaturgo, novelista, cineasta, pintor, ceramista, que siempre se sintió un incomprendido:
"Si escribo, molesto. Si ruedo una película, molesto. Si pinto, molesto. Si enseño mi pintura, molesto, y molesto si no la enseño. Tengo la facultad de molestar. Me resigno a ello (...) Molestaré después de mi muerte".

Santos Domínguez
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