martes, 6 de abril de 2010

Entrevista a Jean-Luc Godard

Por Robert Maggiori

[Profesor de filosofía, periodista de Libération y autor, entre otros libros, de La philosophie au jour le jour. Entrevista realizada en 2006.]

Habitualmente púdico, el director de la Nouvelle vague habla no sólo de su nueva película, sino también de filosofía, del amor, la amistad y el suicidio, con el que alguna vez coqueteó, después de Mayo del 68. “Para evitar que hiciera algo desgraciado, me pusieron una camisa de fuerza”, recuerda.


“De Camus guardé una frase que siempre me conmovió: el suicidio es el único problema filosófico realmente serio.”


A los 76 años, Jean-Luc Godard sigue siendo uno de los cineastas más productivos y estimulantes de la actualidad. Su obra, unos cincuenta largometrajes en menos de 45 años, puede dividirse en “períodos” (como se dice de Picasso): están los “años Karina” (El soldadito, Vivir su vida, Pierrot el loco, Bande à part...), los “años Mao” (One plus One, Tout va bien...), los “años video” (Numéro deux, Ici et ailleurs...), el regreso al cine (Sálvese quien pueda: la vida, Prénom Carmen, Nouvelle vague...) y últimamente sus Histoire(s) du Cinéma, en varios capítulos, una summa de toda su obra. En el Festival de Cannes 2004 presentó Nuestra música, su largo más reciente, en el que Godard elabora una serie de variaciones sobre la guerra, la melancolía, el paraíso, Palestina y Sarajevo. Habitualmente púdico, aquí Godard habla no sólo de su nueva película sino también de filosofía –Sartre, Camus, Heidegger, Levinas–, del amor, la amistad y el suicidio, con el que alguna vez coqueteó.

¿Cuál fue su formación? ¿Estudió filosofía?

Fue siempre a través de la literatura que me acerqué a la filosofía. Había la efervescencia de la posguerra, el existencialismo, Sartre sobre todo y Camus, del que guardé una frase que me conmovió toda mi vida: el suicidio es el único problema filosófico realmente serio. Por mi padre, de formación más germánica, admirador de Alemania, fui introducido a la historia del Romanticismo alemán, con El alma romántica y el sueño, de Albert Beguin. Todo eso era acompañado por el descubrimiento de las películas mudas en la Cinemateca de Henri Langlois y del cine alemán, de Murnau...

¿Lee obras de filosofía?

Amo los libros, los libros de bolsillo, porque precisamente se pueden meter en el bolsillo (en realidad son ellos los que nos meten en el bolsillo). Pero yo no leo de manera seria, es raro que lea un libro, incluso una novela del principio al fin. Hoy releo algunos, lentamente, que me quedaron en la memoria, pero que seguramente leí mal. Como el final de Minuit, de Julien Green, donde todavía está la cuestión del suicidio: se tiene la impresión de que la chica se tira, pero en realidad es el piso que sube hacia ella a una velocidad vertiginosa... Leer libros “técnicos” de filosofía, soy incapaz. Soy incapaz de leer a Heidegger. Me gusta Caminos del bosque, pero eso pasa por la imagen...

Sin embargo, usted cita mucho a Heidegger.

Son puntas de pensamiento. Antes yo lo ponía como citas, ahora como situaciones. Antes hubiera ido a Sarajevo, hubiera hecho travellings y hubiera puesto a Heidegger debajo. Lo que hay en Nuestra música lo encontré en Levinas, en un libro antiguo que se llama El tiempo y el otro. Es una nota al pie de página. Me gustan mucho las notas largas al pie de página, comencé por eso. Levinas dice que la muerte es lo posible de lo imposible y no el imposible de lo posible, como había dicho Jean Wahl a propósito de Heidegger. Traté de leer las Meditaciones cartesianas, de Husserl, pero no aguanté. Deleuze, cuando se lo escucha, es absolutamente magnífico: cuando leo algunos de sus textos más difíciles, es como si hiciera matemáticas superiores. Todos los libros de filosofía deberían, como el de Kierkegaard, llamarse Migajas filosóficas, así uno se sentiría menos culpable de no poder leer más que “migajas”, justamente.

¿Cómo definiría usted la moral?

No me gusta definir. Soy demasiado viejo o demasiado joven, sin duda. Me gusta preparar bien los planos para la moral, pero para eso es necesario ser por lo menos dos, con un tercero en algún lado para buscarlo, un tercero excluido que introduzca la trinidad. A menudo releo por partes Cuadernos por una moral de Sartre. El ser y la nada me aburre, pero al otro lo sigo porque es una cuestión de literatura, de política, de pintura. Cuando Sartre habla de pintura, de Tintoretto, de Wols o de Jean Fautrier dice cosas que los críticos de arte no saben decir, porque escriben sobre, mientras que él escribe de, después de la pintura. Cuadernos por una moral es formidable porque de pronto Sartre habla de un filósofo y utiliza la expresión “la síntesis viscosa”, entonces se tiene la sensación de comprender sin comprender, como un niño de dos años que retiene ciertos ruidos o palabras. Pero usted me hablaba de moral. En lo de mi abuelo, que era rico, yo comía en platos que tenían las imágenes de la colonización, platos que tenían el retrato del mariscal Bugeaud. Quizá la moral comience ahí.

En Nuestra música, usted retoma la tripartición clásica, infierno, purgatorio, paraíso. Pero la estadía en el purgatorio es la más larga. ¿Es ahí que está la moral, el trabajo lento de “purgar”?

Habrá notado que los periodistas van siempre a los infiernos y los turistas, el paraíso. Raramente alguien va al purgatorio. ¡Hoy se pone de un lado el Mal y del otro el Bien, eso es todo! En el cine, existe la producción, la distribución y... la explotación, mientras que de un libro se habla de escritura, de edición y de difusión. Ahí está para mí la metáfora de un mundo que no es ni infinitamente grande ni infinitamente pequeño sino “infinitamente mediano”. El cine fue el responsable, luego los responsables traicionaron y el público también. En Estados Unidos, las películas basura se llaman exploitation movies... La producción, que es el rodaje, el guión, es para mí uno de los mejores momentos: se siente, y ahí hay alguna cosa de moral, algo que nos llama, digamos la estrella del pastor, poco importa, pero que todavía no se conoce. Hay que pensar, tomar algunas notas que después se dejan caer, que no se miran más. Luego está el rodaje, que para mí es un poco el comienzo del fin. La producción entonces es el paraíso, la distribución, el purgatorio, y luego viene el infierno, que es la explotación.

¿Qué es para usted la soledad?

En Todavía estamos todos aquí, Anne-Marie Miéville me hacía leer un texto de Hannah Arendt que decía que la soledad no es el aislamiento. En la soledad, jamás estamos solos con nosotros mismos. Siempre somos dos en uno y nos convertimos en uno solamente gracias a los otros y cuando nos hemos encontrado con ellos. A mí me gusta estar en una mesa donde se ríe y se come, pero prefiero estar en una punta de la mesa y no estar obligado a participar. Al mismo tiempo, quiero estar y aprovechar eso. El aislamiento de un prisionero es otra cosa.

¿Usted ya pasó por una forma de aislamiento?

Sí, una vez. Después de una tentativa de suicidio, que había hecho de manera un poco charlatanesca, para llamar la atención sobre mí. Fue después del 68, creo. Estaba en la casa de un amigo –pero mi padre, que era médico, me había puesto en una clínica psiquiátrica anteriormente– y fue mi amigo el que me llevó a Garches. Allí, para evitar que hiciera algo desgraciado, me pusieron una camisa de fuerza. Me dije: te interesa quedarte tranquilo, si no jamás te soltarán. Un libro me influyó mucho cuando era más joven, El vagabundo de las estrellas, de Jack London. Es la historia de Darrell Standing, un condenado a muerte que espera en la prisión del estado de California, en San Quintín. Le ponen una camisa de fuerza, y a él le sirve de escapatoria, lo que enloquece a su guardián: ¡más días le dan de camisa de fuerza, más contento está! Se hace su mundo y se escapa por el pensamiento, está en París bajo Luis XIII, en la Roma de Poncio Pilato. Hace poco releí un libro de London, Michael, perro de circo. Me había gustado mucho en su momento, quizá porque me veía yo en perro de circo, con un deseo de ser adoptado. El perro se encuentra solo en la playa y hay un viejo que lo llama, lo lleva y que se convierte en su amo, su patrón, su profeta. Este hombre se llamaba Dag Daughtry, y fue solamente hace unas semanas, al releerlo, que entendí al “prójimo”. Tenía necesidad del prójimo, mi familia no era el prójimo.

Pero un pintor, un escritor, encuentran siempre un “prójimo” para sus obras, será porque les alimentan la sensibilidad, el pensamiento, el imaginario de los otros.

Entre los artistas que se suicidan, creo que los pintores ocupan el primer lugar, los escritores el segundo. En el cine, uno no se puede suicidar. Hay excepciones, pero pocas: Jean Eustache, en Francia, por ejemplo. Como decía Bresson, una vez que uno entró en la cinematografía, no se la puede dejar. En Francia, hay uno solo que la dejó, Maurice Regamey, que hacía películas de cuarta categoría y se convirtió en representante de vinos y de licores en el Midi. En la escritura, hay momentos en que uno deja la soledad y entra en el aislamiento. Alguien como Chandler lo decía: a partir del momento en que estoy sobre una pista, todo lo que hago es la novela; prender un cigarrillo, cocinar un huevo al plato, pasearme, todo fuera de eso es aislamiento y es muy duro. A causa de esto uno se puede suicidar, el pintor también puede. En el cine no se puede, porque uno se lo hace a muchos, se hace un mal. Se toman colaboradores, empleados, asistentes, y eso es un microcosmos. La gente vive junta, hay hombres, mujeres, el dinero, el poder, hay de todo. Es por eso que pueden pasar hechos que todavía no sucedieron, que son señales, si uno las sabe ver: uno ve tal película y sabe que dentro de seis meses hay un Mayo del 68 o esto o aquello.

La soledad es ser dos. ¿Y el amor?

No reflexioné mucho sobre eso. Me llega al espíritu la frase de Lacan: el amor es querer dar algo que no se tiene, a alguien que no lo quiere. En realidad la palabra amor no debería utilizarse. La palabra amistad es más fuerte.

¿Qué tiene de más la amistad?

El amor está en la amistad, mientras que la amistad no necesariamente está en el amor. En la amistad hay prohibiciones, pero las prohibiciones no están dadas por la ley desde el principio, se constituye uno con el otro. Levinas decía que en el “pienso luego existo”, el yo de yo pienso no es el mismo que el yo de yo existo porque queda por demostrar que hay una relación entre el cuerpo y el espíritu, entre pensamiento y existencia. Si eso comienza por el amor y termina por la amistad, diría que la amistad es el “yo soy”. Y además, hay crímenes por amor, pero no hay crímenes por amistad.

¿Qué es para usted la separación?

En la amistad, uno se puede separar, en el amor no se puede. Una vez que uno encuentra a alguien, uno va, si se separa de los otros es porque no era amor. Tuve, con dificultad, algunas relaciones con las mujeres, a veces demasiado jóvenes: no eran mujeres que yo amara, sino el amor. Y les hice mal.

Jankelévitch dice un poco lo mismo: un amor no termina o, mejor dicho, si algo termina, es porque no era amor.

Quizá sea por eso que la Iglesia católica y las otras han puesto el amor por todos lados, para estar seguras de que no terminará, ¡una verdadera garantía!

¿De qué o de quién se separó usted?

Me separé de mis padres, pero en realidad no hice más que dejarlos, sin separarme. Diría que yo tengo dos vidas, la que precede al momento en que comencé a hacer películas, a los 30 años, y la que siguió. Viendo la diferencia, puedo decir que cuando comencé a hacer películas, tenía cero años: entonces hoy no tengo más que 43, lo que me permite decir, a pesar del físico, que permanezco joven. No tuve ganas de hacer cine a los 10 años, después de haber visto a Charlie Chaplin: vino más tarde, poco a poco, con la ayuda de ciertas personas, o a golpes en la sociedad, que le hacen a uno descubrir un mundo. Para empezar, empecé tarde, el psicoanálisis por ejemplo. El otro día me dije que en el momento de mi nacimiento, en 1930, mi madre no había visto jamás películas habladas. Me explico así que yo comencé a hablar muy tarde, a los 5 años, y que después todo lo que dije hasta los 25-30 años, ella no lo escuchó jamás. Luego se habla mucho, pero también por soledad. Es por eso que, tarde o temprano, hay que hacer análisis, o hacer deporte, para mí el tenis. Sé que jamás dejaré a mi analista hasta mi muerte, o la de él.

¿Había leído a Freud antes?

No, era un nombre. Como Marx, que yo admiro, y que leí poco, el 18 Brumario, por ejemplo. El que me hizo descubrir a Marx fue Althusser.

¿Tiene la tentación de la escritura?

Sí, como todo el mundo. Pero no sabría cómo continuar... Admiro siempre las primeras frases de Dostoievski, de Flaubert, ¡pero ellos sabían continuar! Probé con traducciones. Pasé un año en América del Sur, me había gustado la novela de Paulina Medeiros, Un jardín para la muerte, la traduje y la envié a Aragón. Marguerite Duras me dijo, cuando estábamos juntos y buscábamos poner todas las palabras posibles en una imagen, “pero tú estás maldito”, debe ser a causa de los libros o de lo que hay en los libros.

A usted no le gusta definir, pero ¿qué es para usted la filosofía?

Blanchot escribía esto: “La filosofía sería nuestra compañera, día y noche, aun si pierde su nombre, aun si se ausenta, una amiga clandestina...” Eso es la filosofía, es una amiga. Y la novela, un amigo.

¿Y el cine?

Es el oficial que se ocupa del espionaje.





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Entrevista a Robert Musil

Entrevista a Robert Musil
Por Maurus Fontana







Su nueva novela, ¿cómo se llama?

La hermana gemela (más tarde: El hombre sin atributos).

¿Y en qué época la sitúa?

Entre 1912 y 1914. El final de la novela es la movilización militar que desgarró al mundo de tal modo que todavía no hemos podido repararlo.

Lo que puede ser visto como un síntoma...

Sí, desde luego. Aunque quisiera aclarar que no he escrito una novela histórica. No me interesa la explicación real de los acontecimientos reales. Tengo una pésima memoria. Por lo demás, los hechos son siempre intercambiables. Me interesa el momento imaginativo, quiero decir: lo fantasmal de los acontecimientos.

¿De qué punto arranca usted?

Yo presupongo algunas cosas: el año de 1918 nos hubiera traído tanto las fiestas de aniversario de los setenta años de gobierno de Francisco José I, como las de los treinta y cinco del Kaiser Guillermo II. Y teniendo en cuenta este futuro aniversario paralelo los patriotas de ambos países en la novela se lanzan a una apresurada carrera. Lo que quieren es atacarse mutuamente, así como también atacar al mundo. Todo termina en la catástrofe y el lamento de 1914: "No queríamos la guerra". Bueno, resumiendo: comienza lo que he llamado la Acción Paralela. Hay quienes tienen la idea austriaca, que conocen por los recuerdos de otras guerras: Austria se libra del yugo prusiano, quiero decir: tiene que surgir algo así como una Austria universal, hecha a imagen y semejanza del imperio, ejemplo de la convivencia entre pueblos distintos. Desde luego, en la cúpula se encuentra el emperador de la paz. A todo esto, el año del impresionante jubileo, 1918, será la coronación del proyecto. Por otra parte, los prusianos tiene como siempre una idea exacta del poder, su perfección técnica se lo permite; desde la acción paralela su ataque ha sido planeado también para 1918.

Es decir, la ironía es el centro de la novela. No quisiera preguntarle ahora sobre este tema, sino otra cosa: ¿cómo pone usted ese mundo en movimiento, esos dos mundos?

Introduciendo primero a un hombre joven que ha sido educado y entrenado ejemplarmente en el conocimiento y el saber de su época, alguien que domina la física, las matemáticas y la técnica. Alguien que entra de lleno en nuestra vida actual porque, para decirlo otra vez, nada hay en mi novela histórica que no tenga validez aquí y ahora. Mi personaje no sale de su asombro viendo cómo la realidad se ha quedado por lo menos cien años atrás de nuestras ideas. Esta diferencia necesaria —que yo busco también entender— va configurando el tema central: ¿cómo debe comportarse un intelectual ante la realidad? A este personaje opongo otra figura: un hombre de gran personalidad, alguien que pertenece al gran mundo, un individuo que reúne el talento de un economista y la lucidez de un esteta, y que los ha mezclado en una extraña y efectiva unidad. Viene a Berlín directamente, en Austria quiere reponerse. En realidad viene a obtener secretamente para su consorcio los yacimientos de cobre en Bosnia y asegurar la tala de árboles. En el salón de la segunda Diotima, esposa de un conocido anfitrión, el representante de la vieja armonía universal y austriaca, conoce a esta mujer. Entre los dos se desarrolla una novela sentimental que termina o debe terminar en el vacío. Al mismo tiempo el hombre joven encuentra en la casa de sus padres —y durante un entierro— a su hermana gemela, a la que no conocía. La hermana gemela biológicamente es algo muy extraño; pero que vive en todos nosotros como utopía, como una idea manifesta de nosotros mismos. Así, lo que en la mayoría es sólo una nostalgia, en mi personaje se convierte en una realidad. Y pronto los dos hermanos están viviendo juntos en la vieja comunidad que hemos llamado un buen matrimonio. Lo he puesto en el centro de nuestros dolores actuales. No hay genios, ni religiones. En vez de vivir en algo, los dos viven para algo. Quiero decir, en un cúmulo de situaciones donde prolongo nuestra identidad. Pero los hermanos gemelos, el yo y el no-yo, sienten la escisión de su comunidad, los dos se derrumban con el mundo, los dos terminan huyendo. Fracasa el intento de conservar y detener aquella experiencia. El absoluto no puede conservarse. Consecuencia: el mundo no puede existir sin el mal, porque el mal nos trae el movimiento. El bien sólo provoca la parálisis. Muestro la línea paralela, la otra pareja: Diotima y el héroe de la economía. Si él no hiciera negocios, no podría tener un alma; no por el dinero que uno necesita para poder tener una, sino porque lo sagrado y lo profano son una masa inerte. Esta pareja es también necesaria y determinada. La narración continúa en este sentido; su tema central, el amor y el éxtasis, lo desarrollo después desde la perspectiva de la locura, desde la mira de un individuo obsesionado por la idea de la redención. Los acontecimientos toman un curso imprevisto, se llega a una lucha entre los alumnos de un nuevo espíritu y el esteta de la economía. Ahí describo un gran congreso. Ninguno de los dos bandos obtiene el dinero que piensan otorgar, sino un general a quien el Ministerio de la Guerra envió al congreso sin previa invitación. El dinero se emplea para comprar armas. Lo que no es tan estúpido como generalmente se piensa, porque en resumidas cuentas todo lo inteligente termina cancelándose a sí mismo. Mi joven héroe se convierte en un espía, alguien que ahora se opone a un orden donde lo irracional tiene las mayores oportunidades. El medio de su espionaje es la hermana gemela. Viajan juntos por Galicia. Ha visto como va perdiendo su vida y la de su hermana. Nuestro héroe se da entonces cuenta de que él es algo contingente, de que acaso pueda intuir su ser, pero nunca alcanzarlo. El hombre no es nunca algo acabado, no puede llegar a serlo. Teniendo la sensación de que su existencia es algo contingente puede tomar todas las formas, como si fuera una masa gelatinosa. La movilización militar lo exime de tomar una decisión, a él y a todos los personajes de mi novela. La idea de que la guerra era inevitable es la suma de todas las corrientes contradictorias, de todas las influencias y los movimientos que describo.

¿No debe usted disponer de una gran cantidad de personajes que cubran todo este espacio?

Me bastan veinte personajes aproximadamente.

Y en la estructura de su novela, ¿no teme usted al ensayo?

Sí, le temo; por eso mismo he intentado combatirlo a través de dos medios: primero, mediante una actitud irónica. Ahora, es importante aclarar que la ironía no es para mí un gesto de superioridad, sino una forma de lucha. En segundo lugar, creo que ante el peligro de caer en el ensayo tengo un contrapeso en la elaboración de escenas vivas, en la pasión imaginativa.

A pesar de que su novela no le deja a sus personajes sino el asalto en la movilización militar como la única huida, no creo que sea una obra pesimista.

Tiene usted razón. Al contrario: en mi novela me divierto burlándome de todas las decadencias de Occidente y sus profetas. Hay sueños viejísimos de la humanidad que en nuestros días se convierten en realidad. ¿Es una desgracia que esos sueños antiquísimos no hayan conservado su rostro? Necesitamos una nueva moral, porque con la vieja no llegamos a ninguna parte. Mi novela busca ofrecer cierto material para esa nueva actitud. Es el intento de una disolución y la insinuación de una síntesis.

¿Dónde situaría usted su novela dentro de la épica contemporánea?

Dispénseme usted la respuesta...... (Después de una pausa) ¿Dónde situaría yo mi novela? Me propongo ayudar a sobreponernos al mundo; sí, también por medio de una novela. Yo le estaría agradecido al público si considerara menos mis cualidades estéticas y más mi voluntad. El estilo es para mí la exacta articulación de una idea. Quiero decir, la idea que puedo alcanzar también de la forma más bella.




Entrevista a W. G. Sebald

Por José María Pérez Gay

Extractos de varias entrevistas a W.G. SEBALD ( 1944–2001) realizadas entre 1991 y 2001 y que se publicaron en diferentes revistas alemanas y austriacas, sus autores son Sigrid Löffler, Marco Poltroneri, Sven Siedenberg, Ciynthia Ozick y Sussane Finke.

Winfried Georg Maximilian Sebald nació en Wertach, provincia de Allgäu, al sur de Alemania, el 18 de mayo de 1944. Estudió Germanística y literatura comparada en Friburgo, Suiza (1963–1966) y se doctoró en la Universidad de East Anglia (1972), Inglaterra, con un trabajo sobre el mito de la destrucción en Alfred Döblin, el novelista berlinés. Max Sebald abandonó Alemania a los veinte años, lector de alemán en la Universidad de Manchester (1966–1968), fundó en 1989 con la invaluable ayuda de Michael Hamburger, traductor de Hölderlin, Rilke y Paul Celan al inglés, el Bristish Center of Literary Translation. Durante treinta años fue profesor de literatura alemana en la Universidad de East Anglia, en Norwich.


Winfried Georg, Max como le llamaban sus amigos, se convirtió en menos de doce años (1987–1999) en uno de los escritores alemanes más conocidos y leídos. Algunas de sus obras son las siguientes: Descripción de la desdicha (1985), Del natural (1988) Vértigo (1990) Pútrida patria (1991), Los emigrados (1992) Los anillos de Saturno (1995), Huésped en una casa de campo (1998), Historia natural de la destrucción (1999), Austerlitz (2001) y Campo Santo (2003).

Hace más de veinticinco años emigró usted de Alemania, Señor Sebald. ¿Vive usted en Inglaterra en el exilio?

No se puede hablar de exilio, es un absurdo. Europa no es tan grande ni tan lejana: el vuelo de Londres a Düsseldorf tiene una duración de sesenta minutos. ¿Cuál exilio?

¿Por qué abandonó usted Alemania? ¿No se sentía usted a gusto en su patria? ¿Había terminado la edad de la inocencia?

Eso no fue el pretexto, pero si la razón. Ahora, si miro hacia atrás, me resulta muy claro. Nací en 1944 en el sur de Alemania. Me sucedió lo que le sucedió a la mayoría de los miembros de mi generación en Alemania. En la escuela de Allgäu, en Bavaria, durante la clase de historia contemporánea, a los diecisiete o dieciocho años, aparecieron de pronto los cadáveres en las bancas del salón de clase, como decía Achternbusch: nuestros profesores decidieron un buen día proyectar el film inglés sobre Bergen–Belsen, el campo de exterminio nazi. Lo proyectaron sin comentarios, como un ejercicio obligatorio de moral. Desde entonces ese tema ha estado en mi cabeza.

Su familia es socialdemócrata, más bien de centro izquierda, nunca ha sido antisemita.

A pesar de los antecedentes políticos de mi familia, siempre me sorprendió la perfecta disciplina con la que mi generación eliminó o mejor, canceló en su memoria del exterminio de los judíos. No puedo llamarlo “Holocausto”, porque esa palabra significa sacrificio y ofrenda. Las estrategias del olvido están presentes también en autores de la posguerra como Heinrich Böll o Günther Andersch, que fueron testigos pero nunca trataron a fondo el tema en su literatura.

El bloqueo de la memoria, el recuerdo del exterminio de los judíos, la búsqueda de la cultura judeo–germana, una cultura hundida y borrada, es un tema constante en sus libros, sobre todo en “Los emigrados”. ¿Se siente usted dentro de la tradición de Primo Levi, Peter Weiss, Jean Amery o Imre Kertész?

No. Mi búsqueda de ese pasado no es la de un judío alemán; desde esa perspectiva es, creo yo, nueva y diferente. Me interesa la realidad de lo que describo. Se trata de personajes identificables, de historias locales, de cosas que suceden en las pequeñas ciudades. Se trata también de que hablen los testigos de la época, los verdaderos sobrevivientes de esa historia, de persecuciones enloquecidas, de las liquidaciones masivas. No sólo como un gesto literario, social y generoso, sino como una prolongación de esa memoria que agoniza en el presente.

La amnesia de los alemanes se repite una y otra vez en sus libros, la compulsión de olvidar todo, de corregir los recuerdos del horror, como si nada hubiese pasado. ¿Cree usted que existe un paralelo entre los recuerdos bloqueados y los paisajes geográficos que se han transformado en Alemania?

Cuando me encuentro de visita en Alemania me doy cuenta de que las zonas marginales han sido borradas ––esas zonas que garantizan la presencia de distintas épocas en la ciudad. Ha desaparecido la idea del “barrio”. No hay tampoco zonas industriales como en Inglaterra, ni ruinas del pasado urbano. Sus ciudades no tienen declives, ni rincones ni memoria. El resultado es triste, deprimente. Todas las ciudades alemanas son iguales, uno no puede perderse en ellas, ni desorientarse. Es desolador. Oldenburg, Braunschweig, Paderborn ––todas son idénticas. El pasado se aniquila todos los días en Alemania. A partir de 1945, Alemania se ha reconstruido no una sino cinco o siete veces.

¿ Y eso se debe, según usted, a la relación de los alemanes con su historia?

Sin duda, ¿usted no lo cree? ¿No salta a la vista, no es más que evidente?

Señor Sebald: usted es un meticuloso investigador y un coleccionista sin par de materiales de su mundo más próximo, como lo hizo Thomas Strittmatter en su obra de teatro “Viehjud Levi”. Sus textos son mezclas de reportajes o crónicas periodísticas, artículos, ensayos e historias contemporáneas documentadas. Usted construye y reconstruye en sus textos documentos originales y hallazgos cotidianos, incluso cuadros y fotografías. ¿El material gráfico es, para usted, un elemento formal tan importante como el texto?

Los álbumes de fotografías familiares son un tesoro de informaciones, nadie puede reconstruir una novela familiar mejor que una imagen. La fotografía dice muchas veces más que las páginas de un texto. Klaus Theweleit y Alexander Kluge fueron para mí profundas experiencias y enseñanzas de lectura, procesos de aprendizaje invaluables y complicadísimos, porque me abrieron los ojos y me revelaron los nexos secretos entre texto e imagen. No es accidental que Alexander Kluge sea uno de los mejores cineastas alemanes. Mis textos con las imágenes y fotografías devinieron más vivos, más reales, con muchas más facetas. Yo trabajo de acuerdo al sistema del bricolage , en el sentido de Lévi Strauss. Una forma de trabajo salvaje y extraña, una suerte de pensamiento pre–racional: los hallazgos literarios se van acumulando accidentalmente, van cayendo por azar hasta que se acomodan y riman unos con otros.

Estas excavaciones literarias casi arqueológicas provocan en el lector una pregunta legítima: ¿son reales? ¿Se montan en el texto documentos al parecer reales para darle crédito a la ficción o el material es auténtico?

La totalidad de esas fotografías son auténticas, se trata de imágenes sin duda fidedignas. Aunque a veces una imagen o una fotografía puede tener la función expresa de confundir al lector; pero éstas son muy pocas.

¿ Por qué sigue usted insistiendo en la ficción? ¿Por qué escribe usted narraciones y no monografías históricas.

Las monografías históricas terminan tarde o temprano ­­––con un tiraje de no más de 1.200 ejemplares–– en una biblioteca especializada que nadie consulta. Y ahí mueren. Además, lo que la monografía histórica no puede darnos es la metáfora de un devenir histórico colectivo porque, si me permite decirlo así, sólo al metaforizar la realidad accedemos a la historia mediante una empatía.

Díganos: ¿La historia sólo puede conmovernos cuando logramos narrarla metafóricamente

No, no, eso no quiere decir que prefiera lo “novelesco”. Siento horror ante las formas baratas de la ficción, las que lo trivializan todo, las que abusan del melodrama. Mi instrumento es la prosa, no la novela.

¿ Dónde traza usted la frontera entre el reportero que investiga a fondo y el escritor de ficción?

Para poder escribir una buena historia, necesito siempre material auténtico, de ser posible puntual y exacto. A veces creo que escribir es como el trabajo del sastre. La ficción es el corte del traje; pero el buen corte de nada sirve, si la tela, el material, no es de primera. Sólo se puede trabajar bien con un material que pueda legitimarse.

Usted siempre se ha definido como un “principiante”. Pero su estilo literario es demasiado refinado, su prosodia habla de un oído excepcional, demasiado asombroso para un principiante. ¿Por qué cree usted que Emigrados, su libro, tuvo y tiene tanto éxito?

Es un libro fácil de leer, no le pone obstáculos ni trampas al lector. El tema es actual, o quizá se ha vuelto más actual: partida, emigración, exilio. Y creo que no es un mal libro, está bien escrito. Tuve suerte. Hace seis o siete años conocí a Hans Magnus Enzensberger y ese encuentro fue muy importante. Su editorial Die neue Bibliotek me publicó Vértigo . Si he de ser sincero, nunca estuve seguro de mi trabajo. Dos o tres editoriales rechazaron mis libros. Pensé que debía abandonar cualquier proyecto literario. ¿Por qué debía insistir tanto?

¿ Cree usted que ese dolor difuso, como usted le llama, tiene que ver con el fracaso de la política?

En Inglaterra es muy claro. El país se desploma, el “National Health Service” sufre una avería importante, el sistema educativo se encuentra en liquidación, una catástrofe. Los políticos que ocupan un lugar en la Cámara deben emprender una estrategia para neutralizar ese caos, pero no saben y se encuentran desconcertados. ¿Pero por qué deberían saber? Estudiaron cuatro años en Cambrigde, saltaron a la arena política y no tienen una idea de nada. ¿El verdadero peligro?: el abismo que existe entre la inteligencia de que disponemos y la magnitud y la frecuencia de los problemas.

¿ Cómo ve usted la reunificación de Alemania?

Para mí tiene que ver poco con la política. En primer lugar fue un fenómeno económico: el dinero acumulado en grandes cantidades en los sótanos de Alemania Occidental inundó y desbordó el muro de Berlín. Siempre tuve la certeza de que la fuerza de McDonalds, Coca-Cola y el hombre del país de Marlboro era tan devastadora, que los espantapájaros socialistas, sus héroes de barro, nada tenían que ofrecer y, en efecto, desaparecieron. Se trata también de una expansión del mercado. Ahora bien, no sabemos si el caos de Europa oriental pondrá en peligro el desarrollo económico de esa zona.

¿ La reaparición del odio a los extranjeros en Alemania tiene que ver con todo esto?

El odio al extranjero en Rostock, en Mölln o en Solingen es sólo la punta del iceberg que el ciudadano común y corriente trae en la cabeza. Ese ciudadano que se ciega de rabia y violencia cuando encuentra las cafeterías de Coburg llenas de turcos. Ahí, donde antes tomaba con tranquilidad su café, están las tribus de turcos desempleados, que además viven de la pensión del Estado Alemán y se convierten en una flagrante provocación. Es una suerte de venganza de la historia: el país que durante la dictadura nazi intentó proteger y defender las pureza de su raza y exterminar todo lo que no fuese alemán, se convierte ahora en la casa de huéspedes de todo el mundo. Es una más de las ironías de la historia que por lo demás uno encuentra en todas época. La necesidad del trabajo en el área de servicios llevó durante el milagro alemán a un millón de turcos a Berlín, Hamburgo y Hannover, ¿quién lo hubiese imaginado durante la segunda Guerra Mundial?

Desde la perspectiva del emigrado, ¿cómo ve usted a su patria, Alemania?

El espectador ––que asiste sin pagar–– siempre ve más gente de la que hay en la fiesta. En un extremo pertenezco a Alemania por el idioma, por el origen, por el pasaporte, por el hecho de que he trabajado mucho en ese país; por el otro, camino y recorro los alrededores como si fuese un forastero.

¿Qué es lo que más le llama la atención al espectador?

¿Lo que más me llama la atención de Alemania? Es un país de una inmensa riqueza, que se mueve de un lado a otro, lo que aquí, en Inglaterra, no se aprecia tanto. Una potencia económica increíble: en los sótanos de Stuttgart se acumulan toneladas de dinero, la gente de la Daimler –Benz y otros centros financieros. Conozco a esa gente. Los ingleses se preguntan ¿cómo le hicieron los alemanes para lograr tanta riqueza, y por qué no podemos nosotros? La explicación principal no es difícil de imaginar: durante el nazismo Alemania niveló las diferencias de clase por completo: todo campesino podía convertirse en un Mariscal de Campo, si tomaba el tren adecuado y determinaba bien el rumbo. Esa aplanamiento social no terminó en 1945. Ahora tiene usted una sociedad donde la gran mayoría de la gente marcha en la misma dirección, y esa firmeza en las metas laborales se debe, sin duda, a una extraordinaria capacidad de represión , en el sentido freudiano del concepto y la palabra. Quiero decir: durante años existió un tabú en Alemania: mirar hacia atrás. Por lo menos veinte años después de la guerra.

¿Una represión que hoy todavía funciona?

La “superación del pasado alemán” ocurre de un modo muy profesional. Los historiadores, los escritores y los políticos nos dicen que debe llevarse adelante… Hay cosas increíbles, por ejemplo, en la ciudad de Hannover existe una visita antifascista a la ciudad, asistir a los centros de resistencia, todas esas cosas milagrosas que suponen una buena voluntad, pero que siempre serán muy alemanas.

¿Qué es lo que extraña más de Alemania?

El agua. Vivo en la parte oriental de Inglaterra, una zona seca y casi sin ríos. Cuando estoy en Alemania echo de menos el agua, las corrientes de sus ríos. Ahora, lo que no me gusta de Alemania es que todas las ciudades se parecen, y que la historia tenga tan poca presencia.

En Los emigrados se refleja con toda precisión en la soledad y la melancolía de los personajes su visión de la política y de la historia. ¿No delata esa trama a un típico escritor alemán?

Desde luego los españoles tienen también su historia del fascismo, los italianos y los franceses también. Pero Alemania fue la única nación donde no existió resistencia alguna. En la literatura se encuentran formas de la discusión y la crítica con el pasado, que han sido escritas con buenas intenciones pero que nunca le dan al blanco. Existen muy pocas formas de narrar el horror, y que estén a la altura de los conflictos. No me sorprende que, si repasamos todo lo que se hizo durante la dictadura en nombre de esta nación, nos despeñemos en el abismo del desconsuelo.

Como otros escritores, usted describe las consecuencias tardías del Holocausto. ¿Cuál es el rasgo distintivo y nuevo de su literatura?

Existe en la literatura un cálculo inadmisible según el cual el tema de los judíos debe estar, por decirlo así, en su propia caja de zapatos, y el resto del mundo nada tiene que ver con ese exterminio. En la segunda historia de Los emigrados , el maestro no es judío; en sus tres cuartas partes es ario y esos destinos existieron, gente que no pertenecía a ninguna de las cajas de zapatos. Un escritor alemán no puede presentarse y decir: ahora voy a escribir sobre los judíos, esas transiciones por fortuna no se han llevado a cabo en la literatura. Existió gente que perteneció por igual a los dos bandos. Me interesaba conocer las diferentes graduaciones entre alemanes y judíos.

La naturaleza es lo único que regocija a los personajes de sus narraciones.

La naturaleza es el contexto en el que está nuestro orígen y al que pertenecemos, y es también el lugar del que nos expulsaron, el que hemos perdido y evacuado en los últimos treinta o cuarenta años. Tenemos en nuestro cuerpo, en nuestro organismo, un recuerdo de la naturaleza, pero sólo un recuerdo.

En Los emigrados, el lector sabe muy poco de W.G. Sebald, el autor y el hombre, como si quisiera usted esconderse detrás de sus personajes, para luego decir algo sobre usted mismo.

Es muy difícil escribir sobre uno mismo sin el tono del lamento o la exaltación. Mientras en Vértigo privaba una perspectiva personal, tuve la sensación, y después la certeza, de que no debía repetirlo. Describo la vida de otras personas que tenían alguna relación conmigo. Es como en una ecuación de álgebra. Si uno se describe a sí mismo como x, entonces puede uno definir el valor de x a través de otros factores conocidos de la ecuación. El factor desconocido es uno mismo. Si uno quiere puede extrapolar el texto y saber qué clase persona es el autor. Esto me importa mucho. Creo que nadie puede escribir como si el narrador fuese una instancia libre de cualquier juicio de valor. El narrador debe poner las cartas sobre la mesa, pero de un modo muy discreto.

¿Es cierto que usted escribió acostado gran parte de Los anillos de Saturno?

Sí, es cierto. Después de la crisis de una hernia discal no podía moverme. Me quede acostado boca abajo en la cama con la frente puesta en una silla, y comencé a escribir en el suelo.

¿Qué lo llevó a esa “peregrinación inglesa”?

En primer lugar, la necesidad imperiosa de pasar las vacaciones de verano en un lugar fuera de la casa. Además quería visitar al escritor Michael Hamburger, mi amigo, quien vive a unos sesenta kilómetros de mi casa. Me fui caminando con algunas estaciones imprevistas.

Los anillos de Saturno son, al mismo tiempo, el informe de un viaje, un ensayo, un retrato ––y un viaje en el tiempo.

Sí, los lapsos de tiempo son complicados, van hasta el siglo XVII.

Usted escribe una y otra vez de decadencia y destrucción ––algunas veces con documentación verdadera, otras es sólo ficción. ¿Cómo de auténtica debe ser la experiencia del terror para poder escribirla?

No necesita ser muy auténtica. No se necesita tampoco haber estado en el lugar del terror, a no ser que haya pasado ya un cierto tiempo. Tome usted la descripción de las matanzas en Plötzensee, las ejecuciones de los complotados contra Hitler, que Peter Weiss describe en La estética de la resistencia. Peter Weiss no habría escrito de esa forma tan cruel las ejecuciones, si hubiese estado allí como testigo. Uno de los grandes problemas de la escritura radica en cómo traducir el horror en palabras. Se trata de un problema esencial para autores del siglo XX.

¿Hay algún horror al que no pueda usted acercarse?

No podría ir a un campo de batalla en plena acción.

¿Hubiera usted escrito un informe de viaje y un recuento de los hechos como Peter Handke desde Serbia?

No, nunca. Uno viaja siempre con el mismo equipaje, vale decir: sus ideas y resentimientos, sus angustias y obsesiones. Al fin y al cabo, se termina siempre hablando de uno mismo ––y esa crítica se la hicieron a Handke–– y no de los otros, de los que se encuentran ese lugar y sufren los embates de la guerra. En el fondo hay una falta de coraje civil. Creo que se puede escribir con más lucidez sobre lo que sucede en la lejanía ––una condición de nuestra percepción de las cosas. Ahora, se puede ser también un reportero de guerra, pero eso es otra cosa muy diferente.

A pesar de esto, sus libros tienen una gran levedad…

Es mi orgullo literario: escribir sobre cosas difíciles y complicadas de tal modo que pierdan su pesadez. Creo que sólo la levedad puede transmitir el verdadero carácter de las cosas, y que todo lo que tenga el peso de un plomo ciega al lector y le impide leer. Nosotros, los autores alemanes, no tenemos un talento especial para convivir con esta mezcla de sensaciones, pesadez y levedad, que mantienen con vida a la literatura.

Usted le recrimina a los alemanes su amnesia.

No, es una recriminación muy simple. Los alemanes se dedican también a un trabajo de la memoria; sin embargo, sólo en franjas muy específicas: en la literatura, en los museos.

¿El sentido de la literatura, para usted, consiste en conservar el pasado?

Sí, la sociedad siempre intenta borrar el pasado, sobre todo porque es un obstáculo del progreso.

En Austerlitz, su nuevo libro, vuelve usted a mezclar historia, documentos originales y ficción. A diferencia de sus colegas, ¿por qué le da usted tanta importancia a la investigación documental?

Muchos autores no le dan la debida importancia al hecho de que deben preocuparse de sus materiales. Debemos encontrarlos como un reportero encuentra sus temas de investigación. Joseph Roth es un buen ejemplo: sus reportajes fueron siempre la condición de posibilidad de sus novelas. Creo que no hay nada mejor para los jóvenes autores que trabajar unos 10 años como reporteros.

“Una mañana escuché en la radio que el verdadero nombre de Fred Astaire era Alfred Austerlitz,... nunca me imaginé que descendiera de una familia judía”.

Austerlitz es un judío de Praga, que desconoce su pasado por completo, su verdadero orígen. ¿Existe en la realidad?
Sí desde luego que existe, aunque su origen no es Praga. Se trata de un colega, un erudito, como mi héroe, conocedor a fondo de la historia de la arquitectura y que daba clases en Londres. Un hombre excéntrico, a quien jubilaron muy temprano, a los 60 años, como se ha vuelto costumbre en las universidades inglesas, y por esta razón se hundió en una crisis existencial que lo llevó a investigar su pasado. Esta investigación transformó su vida, le dio una nueva constitución psíquica, entendió cosas de sí mismo que nunca había entendido a lo largo de su vida, en una palabra, supo quién era.

¿Quién es el niño que aparece en la portada del libro?

Es una fotografía auténtica del historiador londinense de arquitectura, mi personaje principal.

¿ Por qué no llama a Austerlitz una novela?

Porque no creo que sea una novela. Es un libro de prosa de un género indefinible. En una novela hay diálogos. Quiero decir: todo el escenario del que dispone un novelista, personajes que se cruzan, desaparecen y regresan. No puedo dominar esos escenarios, soy incapaz de escribir diálogos; acaso porque he pasado tanto tiempo en el extranjero, desconozco el alemán contemporáneo, sus modismos y sus giros, me encuentro lejos de ese idioma de todos los días.

Austerlitz es un libro lleno de escenarios: Amberes, Londres, París, Praga, Gales y también Theresienstadt, una ciudad y un campo de exterminio nazi.¿Estuvo usted en todas esas ciudades?

Sí, pasé semanas enteras en Amberes, en París, en Praga.

El nombre de Austerlitz es una referencia histórica obligada .

Si ese nombre fue un impulso esencial para escribir el libro.

¿Pensaba usted en la batalla napoleónica?

No, no. En primer lugar pensé en Fred Astaire. Una mañana escuché en la radio que el verdadero nombre de Astaire era Alfred Austerlitz, lo que me pareció increíble. Conocemos los films de Astaire, donde baila como un verdadero mago y se desliza bailando tap. Pero nunca me imaginé que descendiera de una familia judía: Austerlitz es un nombre judío.

¿Le gusta que lo relacionen con Napoleón?

Napoleón y lo napoleónico siempre han estado presentes en mis libros como un paradigma histórico, que tiene que ver con la idea de Europa, y que por ese entonces, fue puesta en acción a brazo partido. Lo que me interesa es el hecho de que Alemania intente,130 años más tarde, lo mismo a brazo partido: convertirse en la potencia hegemónica de Europa, una idea que domina desde el Káiser Guillermo II hasta los años de 1939, 40 y 41. Vea usted por un momento el mapa de Alemania en 1942. Toda Europa es Alemania con satélites, ¿no es la idea napoleónica?

El diario Zürcher Tages–Anzeiger se pregunta, en una elogiosísima reseña de su libro:”¿debe un autor alemán aprovechar las biografías de judíos para continuar su juego estético?”. Me imagino que le han preguntado eso mismo muchas veces. ¿Como responde usted a esa pregunta?

Desde un principio estaba consciente de que debía contestar esa pregunta. Todo lo que los autores alemanes no judíos han escrito sobre el tema de la persecución y el exterminio es inaccesible, y es en gran parte vergonzoso, francamente da pena. También existen los usurpadores, el ejemplo más contundente es, para mí, Alfred Andersch y su novela “Efraim”, en la que intentó ––ya sea por un juego estético, ya por simple realismo–– sacar provecho del tema.

¿Cómo ha enfrentado usted ese peligro?

El terreno sigue siendo muy peligroso: es una pista de hielo y uno puede resbalarse. Debemos ser conscientes de que los encuentros con los sobrevivientes tienen límites, el tiempo de conversar es no sólo breve sino doloroso, debemos regresar con cuidado, ganarse la confianza de esa gente. La confianza debe permitirnos que el texto exista ante ellos y por ellos. Si he de ser sincero, no sé si lo haya logrado, no puedo juzgarlo.

En casi todos sus libros se introducen y publican fotografías. ¿Usted toma esa fotos durante sus investigaciones y luego las colecciona?

Si estoy en camino escribo notas de lo que veo, y también tomó notas con la cámara fotográfica.

¿Cuántas fotografías están tomadas al azar, y cuántas han sido tomadas con toda la intención?

En “Austerlitz” la mitad es un producto del azar, y la otra la mitad son tomadas con toda intención. En “Los emigrados” todas las fotografías son históricas y auténticas en relación con las biografías.

En “Austerlitz” hay una brillantez estilística, pasajes de gran belleza, como por ejemplo cuando describe usted un vuelo hacia el sol de la tarde, “hasta que se extinguió el último brillo en las márgenes del mundo occidental”. ¿Tiene usted una sensación de dicha al escribir?

Muy pocas veces. Tengo una sensación de dicha cuando, en el proceso de la investigación, uno encuentra algo con lo que no había contado, lo imprevisible. La obra es, como quería Walter Benjamin, la mascarilla funeraria de la concepción.

Se dice que los melancólicos tienen una actitud espiritual muy cómoda.

Eso sería resignación. La resignación es la más hermosa de todas las naciones, como decía el austriaco Nestroy. La melancolía no es cómoda, porque es en el fondo una compulsión al trabajo. Un melancólico trabaja siempre. Yo, que no me resigno, no puedo salir de vacaciones.

Usted no sólo es escritor, sino también padre de familia, profesor universitario y ensayista. ¿Cómo le hace usted?

Trabajo de un modo continuo. Hasta ahora no he tenido problemas: los fines de semana, las noches. No puedo decir que sea muy agradable para las personas que viven conmigo, no me doy a querer. Por otra parte creo que los intelectuales y los escritores escriben y trabajan mucho menos que sus colegas del siglo XVIII. Las cartas que Rousseau podía escribir en un solo día, escritas en un perfecto francés, son impensables para nosotros; es imposible escribir esa cantidad de misivas. Asimismo, creo que nuestro dominio del lenguaje será con el tiempo cada vez más difícil, un fenómeno universal, casi histórico y natural, un problema tanto para el individuo pensante como para la cultura. Una cultura sin memoria es inimaginable.

La dictadura nazi duró doce años, ¿es un tema inagotable?

Por ejemplo, estoy convencido de que no sabemos hasta ahora nada de la educación sentimental de nuestros padres bajo la dictadura nazi. Yo quisiera saber cómo era el proceso educativo de un pequeño burgués alemán que hizo una carrera con los nazis. ¿Qué emociones los gobernaban? Entre 1933 y 1942, en el esplendor de la gloria nazi, miles de gentes de los bosques más apartados, como mi padre, fueron ascendidos al rango de oficiales. Si las cosas hubiesen marchado como las imaginaban los jerarcas nazis, todos habrían sido en los años cincuenta gobernadores en Polonia o en Rusia.