Lección inaugural
Roland Barthes
Entiendo por literatura no un cuerpo o una serie de obras, ni siquiera un sector de comercio o de enseñanza, sino la grafía compleja de las marcas de una práctica, la práctica de escribir. Veo entonces en ella esencialmente al texto, es decir, al tejido de significantes que constituye la obra, puesto que el texto es afloramiento mismo de la lengua, y que es dentro de la lengua donde la lengua debe ser combatida, descarriada: no por el mensaje del cual es instrumento, sino por el juego de las palabras cuyo teatro constituye. Puedo entonces decir indiferentemente: literatura, escritura o texto. Las fuerzas de libertad que se hallan en la literatura no dependen de la persona civil, del compromiso político del escritor, que después de todo no es más que un "señor" entre otros, ni inclusive del contenido doctrinario de su obra, sino del trabajo de desplazamiento que ejerce sobre la lengua [...]. Lo que aquí trato de señalar es una responsabilidad de la forma; pero esta responsabilidad no puede evaluarse en términos ideológicos; por ello las ciencias de la ideología siempre han gravitado tan escasamente sobre ella [...].
La literatura toma a su cargo muchos saberes. [...] Si por no sé qué exceso de socialismo o de barbarie todas nuestras disciplinas menos una debieran ser expulsadas de la enseñanza, es la disciplina literaria la que debería ser salvada, porque todas las ciencias están presentes en el monumento literario. Por esto puede decirse que la literatura, cualesquiera fueren las escuelas en cuyo nombre se declare, es absoluta y categóricamente realista: ella es la realidad o sea, el resplandor mismo de lo real. Empero, y en esto es verdaderamente enciclopédica, la literatura hace girar los saberes, ella no fija ni fetichiza a ninguno; les otorga un lugar indirecto, y este indirecto es precioso. Por un lado, permite designar unos saberes posibles insospechados, incumplidos: la literatura trabaja en los intersticios de la ciencia, siempre retrasada o adelantada con respecto a ella, semejante a la piedra de Bolonia, que irradia por la noche lo que ha almacenado durante el día, y mediante este fulgor indirecto ilumina al nuevo día que llega. La ciencia es basta, la vida es sutil, y para corregir esta distancia es que nos interesa la literatura. Por otro lado, el saber que ella moviliza jamás es ni completo ni final; la literatura no dice que sepa algo, sino que sabe de algo, o mejor aún: que ella les sabe algo, que les sabe mucho sobre los hombres. Lo que conoce de los hombres es lo que podría llamarse la gran argamasa del lenguaje, que ellos trabajan y que los trabaja, ya sea que reproduzca la diversidad de sociolectos, o bien que a partir de esta diversidad, cuyo desgarramiento experimenta, imagine y trate elaborar un lenguaje límite que constituiría su grado cero. En la medida en que pone en escena al lenguaje en lugar de, simplemente, utilizarlo, engrana el saber en la rueda de la reflexividad infinita: a través de la escritura, el saber reflexiona sin cesar sobre el saber según un discurso que ya no es epistemológico sino dramático.
Resulta de buen tono en la actualidad impugnar la oposición entre las ciencias y las letras en la medida en que unas relaciones cada vez más numerosas –ya sea de modelo o de método- vinculan a estas dos regiones y borran a menudo sus fronteras, y es posible que esta oposición aparezca un día como un mito histórico. Pero desde la perspectiva del lenguaje, que aquí es la nuestra, esta oposición es pertinente; por lo demás, lo que ella pone de relieve no es forzosamente lo real y la fantasía, la objetividad y la subjetividad, lo Verdadero y lo Bello, sino solamente, diferentes lugares de la palabra. Según el discurso de la ciencia (o según un cierto discurso de la ciencia) el saber es un enunciado; en la escritura, es una enunciación. El enunciado, objeto ordinario de la lingüística, es dado como el producto de una ausencia del enunciador. La enunciación, a su vez, al exponer el lugar y la energía del sujeto, es decir, su carencia (que no es su ausencia) apunta a lo real mismo del lenguaje; reconoce que el lenguaje es un inmenso halo de implicaciones, efectos, resonancias, vueltas, revueltas, contenciones; asume la tarea de hacer escuchar a un sujeto, a la vez insistente e irreparable, desconocido y, sin embargo, reconocido según una inquietante familiaridad: las palabras ya no son concebidas ilusoriamente como simples instrumentos, sino lanzadas como proyecciones, explosiones, vibraciones, maquinarías, sabores; la escritura convierte al saber en una fiesta.
El paradigma que aquí propongo no sigue la división de las funciones; no trata de poner de un lado a los sabios, a los investigadores, y del otro a los escritores, los ensayistas: sugiere por el contrario que la escritura se encuentra dondequiera que las palabras tengan sabor (saber y sabor tienen en latín la misma etimología). Curnonski decía que en materia de cocina es preciso que "las cosas tengan el sabor de lo que son". En el orden del saber, para que las cosas se conviertan en lo que son, lo que han sido, hace falta este ingrediente: la sal de las palabras. Este gusto de las palabras es lo que torna profundo y fecundo al saber. [...]
La segunda fuerza de la literatura es su fuerza de representación. Desde la antigüedad hasta los intentos de la vanguardia, la literatura se afana por representar algo. ¿Qué? Yo diría brutalmente: lo real. Lo real no es representable, y es debido a que los hombres quieren sin cesar representarlo mediante palabras que existe una historia de la literatura. Que lo real no sea representable sino solamente demostrable puede ser, dicho de diversas maneras: ya sea que con Lacan se lo defina como lo imposible, lo que no puede alcanzarse y escapa al discurso, o bien que, en términos topológicos, se verifique que no se puede hacer coincidir un orden pluridimensional (lo real) con un orden unidimensional (el lenguaje). Ahora bien: es precisamente a esta imposibilidad topológica a la que la literatura no quiere, nunca quiere, someterse. Los hombres no se resignan a esa falta de paralelismo entre lo real y el lenguaje, y es este rechazo, posiblemente tan viejo como el lenguaje mismo, el que produce, en una agitación incesante, la literatura. Podría imaginarse una historia de la literatura o, para decirlo mejor, de las producciones de lenguaje, que fuera la historia de los expedientes verbales, a menudo muy locos, que los hombres han utilizado para reducir, domeñar, negar o por el contrario asumir que siempre es un delirio, a saber, la inadecuación fundamental del lenguaje y de lo real. Decía hace un instante, a propósito del saber, que la literatura es categóricamente realista en la medida en que sólo tiene a lo real como objeto de deseo; y diría ahora, sin contradecirme puesto que empleo aquí la palabra en su acepción familiar, que también es obstinadamente irrealista: cree sensato el deseo de lo imposible.
Esta función, posiblemente perversa y por ende dichosa, tiene un nombre: es la función utópica. Aquí nos reencontramos con la historia. Ya que fue en la segunda mitad del siglo XIX, en uno de los períodos más desolados de la desdicha capitalista, cuando la literatura encontró con Mallarmé (al menos para nosotros, los franceses) su figura exacta. La modernidad, nuestra modernidad, que entonces comienza, puede definirse por ese hecho nuevo: que en ella se conciban utopías de lenguaje. Ninguna "historia de la literatura" (si es que aún deban escribirse) podría ser justa si se contentara como en el pasado con encadenar las escuelas sin marcar el corte que entonces pone al desnudo un nuevo profetismo: el de la escritura. "Cambiar la lengua” expresión mallarmeana, es concomitante con "Cambiar el mundo", expresión marxista: existe una escucha política de Mallarmé de los que lo siguieron y aún lo siguen.
De allí se deriva una cierta ética del lenguaje literario, que debe ser afirmada dado que está siendo impugnada. Se le reprocha a menudo al escritor, al intelectual, no escribir en la lengua de "todo el mundo". Pero es bueno que los hombres, dentro de un mismo idioma, el francés para nosotros, tengan varias lenguas. Si yo fuese legislador, suposición aberrante para alguien que, etimológicamente hablando, es “anarquista”, lejos de imponer una unificación del francés, sea burguesa o popular, alentaría por el contrario el aprendizaje simultáneo de diversas lenguas francesas, de funciones diferentes, igualmente promovidas. Dante discute muy seriamente para decidir en qué lengua escribirá el Convivio: ¿en latín o en toscano? No es en absoluto por razones políticas o polémicas por las que eligió la lengua vulgar, sino al considerar la apropiación de una y otra lengua a su materia: ambas lenguas como para nosotros el francés clásico y el moderno, el francés escrito y el hablado constituyen así una reserva en la cual se siente libre de abrevar según la verdad del deseo. Esta libertad es un lujo que toda sociedad debería procurar a sus ciudadanos: que haya tantos lenguajes como deseos; proposición utópica puesto que ninguna sociedad esta todavía dispuesta a aceptar que existan diversos deseos. Que una lengua, la que fuere, no reprima a otra; que el sujeto por venir conozca sin remordimientos, sin represiones, el goce de tener a su disposición dos instancias de lenguaje, que hable una u otra según las perversiones y no según la Ley.
La utopía, ciertamente, no preserva del poder: la utopía de la lengua es recuperada como lengua de la utopía, que es un género como cualquier otro. Puede decirse que ninguno de los escritores que emprendieron un combate sumamente solitario contra el poder de la lengua pudieron evitar ser recuperados por él, ya sea en la forma póstuma de una inscripción en la cultura oficial, o bien en la forma presente de una moda que impone su imagen y le prescribe conformarse a lo que de él se espera. No resta otra salida para este autor que la de desplazarse u obcecarse, o ambas a la vez.
Obcecarse significa afirmar lo Irreductible de la literatura: lo que en ella resiste y sobrevive a los discursos tipificados que la rodean, las filosofías, las ciencias, las psicologías, actuar como si ella fuera incomparable e inmortal. Un escritor (y yo entiendo por tal no al soporte de una función ni al sirviente de un arte, sino al sujeto de una práctica) debe tener la obcecación del vigía que se encuentra en el entrecruzamiento de todos los demás discursos, en posición trivial con respecto a la pureza de las doctrinas (trivialis es el atributo etimológico de la prostituta que aguarda en la intersección de tres vías). Obcecarse quiere decir en suma mantener hacia todo y contra todo la fuerza de una deriva y de una espera. Y precisamente porque se obceca es que la escritura es arrastrada a desplazarse. Puesto que el poder se adueña del goce de escribir como se adueña de todo goce, para manipularlo y tornarlo en un producto gregario, no perverso, del mismo modo que se apodera del goce amoroso para producir, en su provecho, soldados y militantes.
Desplazarse puede significar entonces colocarse allí donde no se los espera o, todavía y más radicalmente, abjurar de lo que se ha escrito (pero no forzosamente de lo que se ha pensado) cuando el poder gregario lo utiliza y lo serviliza. Pasolini fue así conducido a "abjurar" (la palabra es suya) de sus tres filmes de la Trilogía de la vida porque comprobó que el poder los utilizaba, sin no obstante arrepentirse de haberlos escrito: “Pienso, dice en un texto póstumo, que antes de la acción no se debe nunca, en ningún caso, temer una anexión por parte del poder y de su cultura. Es preciso comportarse como si esta riesgosa eventualidad no existiera... Pero pienso igualmente que después es menester percibir hasta qué punto se ha sido utilizado, eventualmente, por el poder. Y entonces, si nuestra sinceridad o nuestra necesidad han sido sometidas o manipuladas, pienso que es absolutamente necesario tener el coraje de abjurar".
Obcecarse y desplazarse pertenecen en suma y simultáneamente a un método de juego. Así no hay que sorprenderse si, en el horizonte imposible de la anarquía del lenguaje allí donde la lengua intenta escapar a su propio poder, a su propio servilismo, se encuentra algo que guarda relación con el teatro. Para designar lo imposible de la lengua he citado a dos autores: Kierkegaard y Nietzsche. Sin embargo, ambos han escrito, pero los dos lo hicieron en el reverso mismo de la identidad, en el juego, en el riesgo extraviado del nombre propio: uno mediante el recurso incesante a la seudonimia, el otro colocándose, hacia el fin de su vida de escritura, como lo ha mostrado Klossovski, en los límites del histrionismo. Puede decirse que la tercera fuerza de la literatura, su fuerza propiamente semiótica, reside en actuar los signos en vez de destruirlos, en meterlos en una maquinaria de lenguaje cuyos muelles y seguros han saltado; en resumen, en instituir, en el seno mismo de la lengua servil, una verdadera heteronimia de las cosas.
Texto extraído de "El placer del texto" y "Lección inaugural", R. Barthés, págs. 122-132, Siglo XXI, Buenos Aires, Argentina, 2003.
Edición original: ed. Du Seuil, París, 1973.
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