Leyendo, escribiendo
Julien Gracq
Trad. Cecilia Yepes
Ed. y Talleres de Escritura Fuentetaja. Madrid, 2005
Leyendo escribiendo, de Julián Gracq, es sin duda uno de mis libros favoritos. La escritura se origina en la lectura, se escribe porque otros antes que nosotros han escrito y se lee porque otros antes que nosotros han leído. Leyendo escribiendo es el libro de un lector que escribe. Gracq es, por este orden, lector, escritor y crítico: “Lo que muy a menudo es ajeno a un crítico, pero está casi siempre muy presente en el autor: la noción de gasto vital implícito en una obra, y su evaluación”.
[Enrique Vila-Matas, Dietario voluble.]
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Leyendo escribiendo
Por José María Lasalle
La brillantez oculta y silenciosa de Julien Gracq es paradigmática. Se percibe con absoluta nitidez en este excelente libro escrito desde el pulso interior de quien a sus 95 años el decano de las letras francesas. Con una cadencia soterrada que fluye por las aguas estrechas de una lectura que se dilata en las profundidades inconscientes del lector que sólo sabe ser lector, «Leyendo, escribiendo» nos sitúa en la estela que deja tras de sí el quehacer crítico de quien es capaz de olfatear bocados suculentos entre montañas de libros. Por eso, estamos ante un libro que puede catalogarse como sólo apto para minorías. De hecho, habría que cerrar aún más el círculo y decir que es para minorías muy minoritarias: esa «happy few» stendhaliana que vive emboscada dentro de la tupida Arcadia libresca que se levanta más allá de la árida superficie que domina las coordenadas de nuestro tiempo. En fin, el testimonio escrito de alguien que ha sabido aplicarse la máxima de Chamfort de que «existe una melancolía que conduce a la grandeza del espíritu», algo que es especialmente palpable en todos los escritos de Gracq. También en este.
[ABC, 28 de agosto de 2005]
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El enigama Julien Gracq
Por Rafael Conte
Lo fragmentario es algo fundamental en la literatura contemporánea, sobre todo en la más exigente, la
que investiga nuevos caminos. La de Julien Gracq, pseudónimo de Louis Poirier (Saint-Florent-le-Vieil,
1910), es una de ellas, e intentar separarlo de la literatura como continuidad es separarse de la contemporaneidad. Pues además, en el caso de Gracq todo es unitario, sus ensayos y prosas poéticas, sus relatos cortos, poemas y descripciones, constituyen la mayor parte de su obra. Pues las observaciones iluminan su obra más “objetiva” o “de creación”, de tal modo que todo en él es creación. Prescindir de esto para hablar de su obra novelesca abandonada en 1958 es apartarse del sujeto. Sólo cuatro de sus libros son en realidad “novelas”, o “relatos” como él los ha llamado (a dos de ellos), y el resto de los 17 volúmenes que en total ha publicado, clausurándolos hace más de un cuarto de siglo en dos tomos definitivos de La Pléiade, no son más que fragmentos férreamente unidos en títulos unitarios, que constituyen la obra más altiva, misteriosa, severa y enigmática de las letras francesas contemporáneas, de las que su autor, a sus 95 años, sigue siendo su mayor representante vivo y mudo. Por lo demás, la obra narrativa de Gracq nace de la literatura, de sus influencias, que además reitera siempre, en alusiones internas en sus libros y en sus ensayos y fragmentos: “Todo libro, como es sabido, no sólo se alimenta de los materiales que le proporciona la vida, sino que también crece, misteriosamente, sobre otros libros; y puede que el genio no sea más que una aportación de bacterias particulares, una delicada química individual en medio de la cual un espíritu nuevo absorbe, transforma y, finalmente, restituye, con una forma inédita, no el mundo en bruto, sino
más bien la enorme materia literaria que le precede”. Sus precedentes están claros y “forman parte” de su obra, con lo que se responde a la pregunta sobre “el abuso de alusiones literarias y referencias filosóficas o poéticas”, perfectamente insertas en su interior, no sólo porque “sirven” a la obra, sino porque “son” también la obra. Y si se cita a Hegel, Wagner o Rimbaud, hay que insistir en la línea que va del ciclo artúrico y la “materia de Bretaña”, sobre todo en Le château d’Argol y en su pieza teatral Le Roi pécheur”, el romanticismo alemán, Wagner y su mitología hasta llegar al surrealismo al que impone un género, el narrativo, que no era muy del gusto de su maestro y amigo André Breton, que, sin embargo, le admitió enseguida, pues era el mejor heredero de su Nadja. En cuanto a los temas obsesivos, se reiteran una y otra vez, “son” su mundo, sus bacterias, como podríamos decir: la espera, la frontera, el anuncio de una renovación que nunca llega, la iniciación, pues se trata siempre de una literatura “iniciática”, y naturalmente la oscilación entre el secreto y una posible revelación, que, a través casi siempre del enfrentamiento con la muerte, resulta ser al final la revelación del relato en sí, la afirmación de la literatura
sobre el mundo.
No es una novela realista, o tradicional “a pesar de su forma de narrar”, que podría inducirnos a pensar en cierto clasicismo, por lo que no se le pueden aplicar criterios tradicionales de análisis o exégesis. Su “formalismo” no es tan sólo precisión verbal y rigor de la lengua, extensión y riqueza del vocabulario, sintaxis implacable sino “esencial”, esto es, que esta elaboración por medio de las palabras responde a un fondo concreto, a un pensamiento, a una concepción del arte. De ahí que tampoco quepa hablar de “elitismo”,
pues el verdadero arte siempre lo ha sido en el fondo, lo que sucede que al final termina como ha sucedido en el caso de Gracq perforando todas las previsiones y alcanzando a amplias masas de lectores, como se ha
mostrado con la publicación en La Pléiade, que vendió 20.000 ejemplares en dos meses. Para ser un producto tan altivo, tan austero y riguroso, tan poco demagógico, tan elitista en apariencia, no estuvo nada de mal.
Sus apoyos en lo mitológico cultural son constantes: en Le château d’Argol, a través de los tres personajes, hay recorridos iniciáticos: castillo, carrera de caballo, capilla, subterráneo y enfrentamiento entre el personaje
puro que quiere conocer Albert, el dueño de todas las manipulaciones y la mujer Hermione que provoca,
siendo su víctima, la muerte, como en la historia entre Arturo, Lanzarote y Ginebra, quizá. En Le Beau Tenebreux, que en español podría denominarse Beltenebros, personaje que de las novelas de caballerías,
surgidas del ciclo artúrico, llega hasta el Quijote, se trata de la reacción que el personaje de Allan provoca
en un grupo de amigos, mientras se encamina hacia la muerte. En El mar de las sirtes se trata una vez más del tema de la espera, de la decadencia, del enfrentamiento con algo que va a llegar y que llega merced a la inconsciente provocación de Aldo, que nunca lo hubiera imaginado así. En Un balcon en Fôret la espera
también, y la comunión con la naturaleza de la que Mona forma parte, pero nunca se sabrá cuál es la revelación, ni si el personaje muere o no al final. Tanto si muere como si se salva, la historia posterior sería “otra” muy distinta, otra novela: así se revela el relato, la literatura en sí. Y por último, aquí se tratan todas las preguntas, lo imaginario de la ficción se ancla en una realidad física concreta siempre o al menos muchas veces Bretaña, Normandía, las Ardenas, así como los momentos y tiempos históricos, guerra del 14, la del 39, fechas citadas con claridad, pero toda esa geografía y cronología reales están descritas misteriosamente, parasacarlas de su realidad real e inscribirlas en otra diferente, mítica, literaria. Gracq no ha tenido fortuna en España, aunque alguna de sus versiones haya sido excelente (y cito sólo dos estupendas, la de Josep Escué en Seix Barral (A la orilla de las Sirtes, recién reeditada por Debolsillo con el título de El mar de las Sirtes) y la de Mauro Armiño en Siruela (El castillo de Argol, reeditada en el mismo formato y por el mismo sello), por no ser impúdico hablando de la mía de Los ojos del bosque en Anagrama. También están ahí la versión de Loreto Casado de Las aguas estrechas (Árdora) y la de Ramón Romero de Libertad grandes (Seyer). Por eso es alentador viendo el buen trabajo de Cecilia Yepes (recuerdo el que hizo para el Paludes, de Gide), incluyendo la traducción, el prólogo y las notas, en esta obra central de sus reflexiones literarias, Leyendo, escribiendo, donde hace un cuarto de siglo desgranó lo mejor de sus reflexiones sobre la materia. No desear la mejor repercusión a esta obra maestra sería pensar muy mal de nuestros lectores, que haberlos los hay, a pesar de todo.
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La literatura como bluff
JULIEN GRACQ
Traducción de María Teresa Gallego Urrutia
La literatura como bluff es un texto justamente célebre. Inmisericorde y vitriólico azote de filisteos y tartufos literarios, este panfleto denuncia la práctica que confunde la literatura con lo que la rodea. Libelo militante en desacuerdo con los premios literarios como institución; invectiva a la crítica intercesora de la opinión; dicterio contra la banalización mercantil de la literatura; y, finalmente, declaración de guerra santa al mal gusto literario. Gracq nos legó una valiente radiografía, un polémico diagnóstico de los males que aquejaban, entonces como ahora, a la «república de las letras». Por supuesto, estamos ante un ajuste de cuentas, pero también ante una declaración de principios estéticos sin retorno.
Existen, en literatura, plazas envidiables que se reparten lo mismo que esas carteras ministeriales que van a dar a manos de candidatos que no tienen más méritos para ello que “estar siempre ahí”.
Nada se opone a que en nuestra literatura se siga siendo una “esperanza” perpetua: nadie se echará encima la responsabilidad de poner una cruz sobre esa virtualidad fallecida a corta edad.
Sus libros [los del escritor], de los que a veces solo se sabe que existen, lo convierten en persona autorizada, le proporcionan una letra de cambio, un cheque en blanco indefinido para ejercer las funciones más variopintas.
Nos amenaza en la actualidad este suceso inconcebible: una literatura de pedantes.
Julien Gracq
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