martes, 18 de mayo de 2010

La escritura artesanal, la escritura caótica y la escritura blanca



                                            LA ESCRITURA Y EL SILENCIO
Roland Barthes

 
La escritura artesanal, situada en el interior del patrimonio burgués, no perturba ningún orden; imposibilitado de librar otros combates, el escritor posee una pasión que basta para justificarlo: engendrar la forma. Si renuncia a la liberación de un nuevo lenguaje literario, puede por lo menos reforzar el antiguo, cargarlo de intenciones, de preciosismos, de esplendores, de arcaísmos, crear una lengua rica y mortal. Esta gran escritura tradicional, la de Gide, Valéry, Montherlant, incluso Breton, significa que la forma, en su pesadez, en su excepcional drapeado, es un valor trascendente a la Historia, tal como puede serlo el lenguaje ritual de los sacerdotes.

Otros escritores pensaron que podía exorcizar esta escritura sagrada dislocándola: atacaron entonces el lenguaje literario, hicieron estallar a cada instante el renaciente envoltorio de los clisés, de los hábitos, del pasado formal del escritor; en el caos de las formas, en el desierto de las palabras, pensaron alcanzar un objeto absolutamente privado de Historia, reencontrar la frescura de un estado nuevo del lenguaje. Pero estas perturbaciones acaban por excavar sus propias huellas, por crear sus propias leyes. Las Bellas Letras amenazan todo lenguaje que no está fundado meramente sobre la palabra social. Huyendo cada vez más frente a una sintaxis desordenada, la desintegración del lenguaje sólo puede conducir a un silencio de la escritura. La agrafia final de Rimbaud o de algunos surrealistas -por ello caídos en el olvido-, el sumergirse conmovedor de la Literatura, muestra que para ciertos escritores, el lenguaje, primero y último escape del mito literario, recompone finalmente aquello de lo que intentaba huir, que no hay escritura que se conserve revolucionaria y que todo silencio de la forma sólo escapa a la impostura por un mutismo completo.
Mallarmé, una especie de Hamlet de la escritura, expresa cabalmente ese momento frágil de la Historia en que el lenguaje literario se conserva únicamente para cantar mejor su necesidad de morir. La agrafia tipográfica de Mallarmé quiere crear alrededor de las palabras enrarecidas, una zona de vacío en la que la palabra, liberada de sus armonías sociales y culpables, felizmente ya no resuena. El vocablo, disociado de la impureza de los clisés habituales, de los reflejos técnicos del escritor, se hace entonces plenamente irresponsable de todos los contextos posibles; se acerca a un acto breve, singular, cuya matidez afirma una soledad, por tanto, una inocencia. Este arte tiene la estructura del suicidio: el silencio es en él como un tiempo poético homogéneo que se injerta entre dos capas y hace estallar la palabra menos como el jirón de un criptograma que como luz, vacío, destrucción, libertad. (Sabemos cuánto le debe a Maurice Blanchot la hipótesis de un Mallarmé destructor del lenguaje.) El lenguaje mallarmeano es Orfeo que no puede salvar lo que ama sino renunciando a ello, y que sin embargo apenas si se da vuelta; Literatura llevada a las puertas de la Tierra prometida, es decir a las puertas de un mundo sin Literatura, del que los escritores debieran testimoniar.
En el mismo esfuerzo por liberar el lenguaje literario, se da otra solución: crear una escritura blanca, libre de toda sujeción con respecto a un orden ya marcado por el lenguaje. Una comparación tomada de la lingüística quizá pueda dar cuenta de este hecho nuevo: sabemos que algunos lingüistas establecen entre los dos términos de una polaridad (singular-plural, pretérito-presente), la existencia de un tercer término, término neutro, o término-cero, así, entre el modo subjuntivo y el imperativo, el indicativo aparece como una forma no modal. Guardando las distancias, la escritura en su grado cero es en el fondo una escritura indicativa o si se quiere amodal; sería justo decir que se trata de una escritura de periodista si, precisamente, el periodismo no desarrollara por lo general formas optativas o imperativas (es decir patéticas). La nueva escritura neutra se coloca en medio de esos gritos y de esos juicios sin participar de ellos; está hecha precisamente de su ausencia; pero es una ausencia total, no implica ningún refugio, ningún secreto; no se puede decir que sea una escritura impasible; es más bien una escritura inocente. Se trata aquí de superar la Literatura entregándose a una especie de lengua básica, igualmente alejada de las lenguas vivas y del lenguaje literario propiamente dicho. Esa palabra transparente, inaugurada por El extranjero de Camus, realiza un estilo de la ausencia que es casi una ausencia ideal de estilo; la escritura se reduce pues a un modo negativo en el cual los caracteres sociales o míticos de un lenguaje se aniquilan en favor de un estado neutro e inerte de la forma; el pensamiento conserva así toda su responsabilidad, sin cubrirse con un compromiso accesorio de la forma en una Historia que no le pertenece. Si la escritura de Flaubert contiene una Ley, si la de Mallarmé postula un silencio, si otras, la de Proust, Céline, Queneau, Prévert, cada cual a su modo, se fundan en la existencia de una naturaleza social, si todas estas escrituras implican una opacidad de la forma, suponen una problemática del lenguaje y de la sociedad (estableciendo la palabra como un objeto que debe ser tratado por un artesano, un mago o un escribiente, no por un intelectual) la escritura neutra recupera realmente la condición primera del arte clásico: la instrumentalidad. Pero esta vez el instrumento formal ya no está al servicio de una ideología triunfante; es el modo de una nueva situación del escritor, es el modo de existir de un silencio; pierde voluntariamente toda apelación a la elegancia o a la ornamentación, pues estas dos dimensiones introducirían nuevamente el Tiempo en la escritura, es decir, una potencia derivante, portadora de Historia. Si verdaderamente la escritura es neutra, si el lenguaje, en vez de ser un acto molesto e indomable, alcanza el estado de una ecuación pura sin más espesor que un álgebra frente al hueco del hombre, entonces la Literatura está vencida, la problemática humana descubierta y entregada sin color, el escritor es, sin vueltas, un hombre honesto. Por desgracia, nada es más infiel que una escritura blanca; los automatismos s laboran en el mismo lugar donde se encontraba anteriormente una libertad, una red de formas endurecidas limita cada vez más el frescor primitivo del discurso, una escritura renace en lugar de un lenguaje indefinido. El escritor, al acceder a lo clásico, se vuelve epígono de su creación primitiva, la sociedad hace de su escritura un modo y lo devuelve prisionero de sus propios mitos formales.
[Texto extraído de El grado cero de la escritura]



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