Confesiones de un burgués bebedor
Sándor Márai
Yo había empezado a beber en Frankfurt, y al llegar a Berlín me convertí en un alcohólico hecho y derecho.
Tenía veintiún años y estaba acostumbrado a que la criada me sirviese cada mañana, junto con el café, una botella de aguardiente, de brandy o de licor que yo vaciaba ese mismo día hasta la última gota. Bebía con desesperación y asco. Empezaba la jornada con los aguardientes más fuertes y la terminaba con vodka.
Durante varios años necesité una embriaguez constante, perseguía un estado de semiconciencia. Algo parecía estar comenzando, algo que era imposible de soportar si no estaba embriagado. De otro modo, no se explicaba que un joven sano y fuerte, bastante inteligente, exigente y exquisito en todos los sentidos, se diese a la bebida. «Tenía el mundo por delante», como se suele decir. También es verdad que muchos de los que estaban a mi alrededor bebían. La mayoría de los miembros de la sociedad de Frankfurt, personas verdaderamente exquisitas, escritores, artistas y estetas, bebíamos desde las primeras horas de la mañana. Cuando conocía a gente o me interesaba por alguien, descubría sin excepción que todos convivían con los narcóticos. Los alemanes, personas por otra parte muy sensatas, impregnadas de los valores de la burguesía, soportaban la vida de entonces a duras penas. La mayoría de la gente no bebe para alcanzar un estado de éxtasis; simplemente lleva dentro una herida que un día no puede soportar más. Y es cuando empieza a beber.
Yo empecé a beber para vencer el pánico. En casa la costumbre era tomar copitas de vino, pero eso era diferente; yo nunca había visto a mi padre o a sus amigos borrachos, aunque el vino nunca faltara en la
mesa. El que tenía la costumbre de beber aguardiente en mi ciudad natal era considerado un alcohólico. La
manera de beber de los alemanes no tenía nada de entrañable. Los bebedores más empedernidos de Frankfurt nos reuníamos en una bodega holandesa, cerca del Hauptwache, desde las primeras horas de la mañana. A las once estábamos ya tomando una copa de alcohol tras otra. Yo me unía a ellos con cara de amargura, pues la bebida no me gustaba en absoluto. Entre aquellos alemanes conocí a los primeros judíos alcohólicos. Hasta entonces tenía la idea de que los judíos aborrecían «beber por beber». Allí, en la facultad, en los Burschenschaft donde los habían aceptado y los toleraban, empezaron a beber empujados por un afán
desesperado. En la facultad bebíamos todos sin parar, como obedeciendo una orden, tanto los alemanes como los extranjeros, y bebíamos con cara seria y asqueada. Cuando quise darme cuenta, me encontraba metido hasta el cuello en un mundo de alcohólicos pestilentes.
Pronto resultó obvio que estaba enfermo y que era incapaz de enfrentarme a la vida. Mi entorno sólo me
brindó el narcótico en el momento más apropiado; si no me hubiesen enseñado a beber como un cosaco en
Frankfurt, en la facultad y en otros lugares, en esa vida social caótica que llevaba, habría buscado con
seguridad algún otro narcótico más potente para calmar los nervios, algo tal vez más peligroso que la bebida.
Pero lo cierto es que el alcohol tampoco lograba tranquilizarme. Me acuerdo de un año entero, de los
veinte a los veintiún años, en que por las noches, es decir, por las mañanas, ni siquiera el alcohol lograba
dormirme y tomaba somníferos cada vez que quería conciliar el sueño. Éste iba siempre precedido por angustias, manías persecutorias e intensos temores. Con los somníferos me dormía como si me hubiese desmayado, dormía profundamente, sin soñar, y me despertaba como si me hubiesen pegado una paliza; entonces cogía enseguida la botella de aguardiente. Con esa vida, incluso un joven sano y resistente como yo se convierte pronto en una ruina. No sé cómo aguantaban mi organismo y mis nervios, creo que no aguantaban de ninguna manera... Sin embargo, ese estilo de vida, esos narcóticos artificiales me ayudaron a seguir viviendo en momentos críticos. Estoy absolutamente convencido —por el recuerdo de muchos detalles— de que en aquella época yo vivía en un peligro mortal constante y solamente el alcohol y las drogas podían neutralizarlo. En Alemania, por ejemplo, dormía siempre con una pistola cargada a mi lado, en la mesilla, y la llevaba conmigo cuando iba a los cafés o a las redacciones...
¿Por qué razón? ¿Tenía acaso miedo de alguien? No, sólo me temía a mí mismo. En mi fuero más íntimo me atormentaba el recuerdo de alguna humillación antigua e insoportable, la vergüenza me atenazaba la garganta una y otra vez, me atacaba y casi me vencía, me asfixiaba; yo me mareaba al «acordarme» o, mejor dicho, cuando mi cuerpo lo recordaba, por algún motivo que nunca descifré. ¿De dónde procedía esa vergüenza? ¿Dónde me habían herido de esa manera? ¿Qué tipo de humillación había sufrido? No lo sabía. Tampoco hoy lo sé con certeza, pero un día empecé a soportar el recuerdo con más facilidad, ya no me dolía tanto, y entonces ya no necesité más somníferos y también pude establecer relaciones más sanas y placenteras con el alcohol. Es muy difícil soportar la vida sin narcóticos; las personas que saben mantenerse en equilibrio sin muletas despiertan en mí un respeto extraordinario y, al mismo tiempo, recelo, recelo y miedo, pues me pregunto: «¿Cuál será su secreto?» Es indudable que hay personas «sanas», pero son más bien pocas. Quizá entre las mujeres sea más fácil encontrar almas sencillas y sanas: yo he conocido a señoras ancianas que soportaban la vida de maravilla, que se quedaban donde el destino las había llevado y se entretenían hasta el último día de su vida, en general bastante lejano, y su «secreto» no era otro que el de servir con humildad (a mi tía Zsüli le pregunté una vez en broma, cuando ya había cumplido los setenta, cuál era el secreto de la longevidad. Ella me respondió enseguida: «Hay que saber mantener las formas.» Pero la juventud no respeta las formas).
No cabe duda de que yo era un neurótico y de que mi neurosis se debía a traumas de la infancia; de Freud había oído hablar muy poco, no sabía casi nada de él, no conocía su genial teoría, que en algunos años estaría muy de moda y sería propagada con entusiasmo tanto por los ignorantes como por los charlatanes. El alma enferma conoce bastante bien la naturaleza de su mal y suele buscar el antídoto con decisión y conocimiento de causa. Mucho más adelante me sorprendería enormemente al releer cartas y poemas que había escrito durante aquellos años, pues su contenido permitía un diagnóstico muy preciso y definía con claridad su origen. Cuando conocí los métodos del psicoanálisis ya era tarde para que esa terapia me ayudase: a los cuarenta ya es tarde para cualquier terapia, hay demasiados recuerdos, demasiadas capas complicadas que se superponen, que cubren y ocultan la herida. Estoy convencido de que un buen analista puede obtener resultados con niños neuróticos y gente muy joven, y quizá pueda ayudar incluso más adelante para aliviar a almas rudimentarias y poco desarrolladas arrojando luz sobre las heridas típicas, pero no puedo aceptar el psicoanálisis como «terapia» porque no creo que pueda cambiar el carácter o la personalidad, así que no pude recurrir a ello. He visto a mucha gente curarse de su neurosis sin tener que acudir al psicoanalista; las almas más elevadas son capaces de hacer esfuerzos extraordinarios y mostrar resistencia, y también unas condiciones vitales nuevas pueden proveer la cura de una forma espontánea. Me encantan la genialidad y la belleza de las teorías de Freud y creo que la «interpretación de los sueños» es uno de los descubrimientos más importantes del siglo. También puedo admitir que las personas más sencillas aprenden con el análisis a ser más tolerantes y pacientes con ellas mismas. La «cura», si existe, se produce cuando algunos elementos fortuitos se ponen enjuego. Al mismo tiempo que niego ese tipo de terapia alrededor de la cual pululan estafadores y curanderos, reconozco y respeto el valor de la teoría en la que se basa, los descubrimientos sobre las aguas profundas del subconsciente y su vida oculta. Es indudable que a Freud sus profetas le hicieron mucho daño. Yo era consciente de que algunos neuróticos se curan a veces sin análisis y de que otros se curan con análisis o siguen enfermos. Cuando conocí el tema más de cerca al leer los libros de Freud, la neurosis se había convertido ya en una necesidad vital para mí, en un instrumento y en una condición de trabajo; podría decir, con una comparación morbosa, que empezaba a «vivir» con mi neurosis, como un mendigo que vive mostrando a los demás sus muñones.
Lola no sabía nada de todo esto. Sólo notaba con desesperación que yo estaba mal. La naturaleza de mi «enfermedad» le resultaba oculta e incomprensible, lo mismo que nos sucede al conocer a un extraño. Apenas habría podido distinguir los «síntomas». Cuando la neurosis se presenta en forma de problemas físicos o de disfunciones orgánicas, ya es muy difícil acabar con ella. Por entonces mi «enfermedad» sólo se manifestaba en una actitud y un comportamiento imprevisibles. Nunca se sabía de qué humor iba a despertarme, y hoy debe de seguir siendo un suplicio convivir conmigo... Lola lo intuía y se adaptaba a su papel de enfermera invisible. Una de las características de la neurosis es que se presenta por etapas, por ciclos. Tanto hace quince años como ahora, me ocurre a veces que, de repente, tengo que salir de viaje sin ninguna «razón» aparente, a veces por unos días y a veces durante meses enteros. En esos casos no me retiene nada, ni la disciplina ni el trabajo ni mi entorno. Tras dichas crisis, suele haber períodos relativamente más tranquilos. ¿Hasta cuándo aguanta el «enfermo» en esas condiciones? ¿Hasta cuándo es capaz de soportar la tiranía de una personalidad marcada por viejas heridas? Creo que mucho tiempo. Todo esto resulta para mí de una precisión absoluta y soy consciente de ello. Puedo observar esos estados con la misma atención y objetividad que cuando me ocupo de un resfriado. La gente soporta muchísimo y, si quiere, es capaz de aguantarlo casi todo. Los estados neuróticos empiezan con unas angustias típicas, imposibles de definir, que al principio agobian por completo; en este caso el enfermo piensa que todo se va a acabar pronto y pasa mucha vergüenza... De todas formas, yo creo que el alma es capaz de sobreponerse a ese estado de pánico. La angustia —base de cualquier neurosis— está profundamente arraigada en el fondo del alma, allí donde existe algo que no hemos podido colmar, algún deseo o algún recuerdo, y nos rebelamos contra nuestra impotencia. Sin embargo, terminamos —a un precio cruel y elevado— por sobreponernos. Yo creo en la fuerza de la voluntad. Creo en que con fuerza de voluntad y humildad uno es capaz de dominar los monstruos que salen de las ciénagas profundas y oscuras del alma humana. Detesto mi neurosis e intento luchar contra ella por todos los medios, que son la fuerza de mi conciencia, la de mi voluntad y la de mi humildad. Creo que el carácter y su máxima forma de manifestación, la conciencia humana, pueden mantener en equilibrio nuestros instintos enfermizos; también creo que la vida y el trabajo son síntesis, y los que no son capaces de realizar esa síntesis, que vivan como quieran o que perezcan; su destino no me interesa en especial... Gracias a sus instintos, Lola podía detectar mi enfermedad y confiaba en que, de alguna manera, me sobrepondría. Nuestra relación fue desde el principio la relación de un enfermo y su paciente y comprensiva enfermera.
Ella se mantenía a mi lado por su extraordinaria fuerza interior, y estoy convencido de que fue Lola la que me ayudó a superar la etapa más difícil de mi vida. Poquísimos hombres y muy pocas mujeres son capaces de un sacrificio así. Esa alma —el carácter de Lola— tomaba prestado de sus reservas casi inagotables y derrochaba todo lo que tenía.
[Sándor Márai, Confesiones de un burgués, cap. X.]
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