martes, 24 de agosto de 2010

Una tarde de M. Andesmas, de Marguerite Duras

         Esperando al contratista

                         Por Enrique Vila-Matas
Andesmas es la contracción de tres apellidos: An (telme), des (Forêts) y Mas (colo). Se ha dicho que fue un guiño irónico de Marguerite Duras a los tres hombres que en aquellos días de 1960 en los que escribía su novela L´après-midi de M. Andesmas (Una tarde de M. Andesmas), le reprochaban sus excesivas intervenciones en la prensa. Tal vez quiso reírse de ellos, indicarles a sus tres queridos amantes que ya no necesitaba de ninguna clase de tutela masculina, que podía andar perfectamente sola y había entrevisto, además, un lugar de soledad magnífica ante el abismo: un lugar encontrado (según Adler en su biografía sobre la escritora) entre Saint-Tropez y Gassin, una casa fascinante porque desde ella podía dominarse un valle, un bosque, un pueblo, y al fondo el inmenso mar. Esa casa, que no acabó comprando y a la que sólo parecía faltarle una terraza frente al espacio que se estiraba hacia el vacío, la transformó en el escenario de su ficción sobre el señor Andesmas, anciano sobrecogido por la intensidad de una luz y de un abismo.

A Una tarde de M. Andesmas, suelo volver en días como hoy en los que me vence una extraña modorra, quizás por haberme quedado de pronto sin incertidumbres acerca del arte de novelar. En ocasiones como ésta, cuando caigo en ese estúpido sopor sin dudas, suelo reaccionar a tiempo y recurrir al libro de Duras. Lo hojeo, lo releo, y poco a poco voy viendo cómo esa novela, al tiempo que crea interrogantes y origina todo tipo de ideas narrativas de lo más subversivas, me permite ir felizmente recuperando mi inseguridad, pues todo el libro es un estimulante tratado de poesía de las incertezas.

Desde mi recobrada incertidumbre de ahora, dudo tanto de todo que me pregunto incluso si contarles a ustedes que Tango-Tango –pieza que Carlos d´Alessio compuso para India Song y que se oye por toda esta casa de campo de gran horizonte tropical desde la que escribo- me está llevando, con su poder evocador, hasta la carta desgarradora que en los años setenta mandó Duras a Claude Gallimard, el mensaje que escribió en los días en los que comenzaba a sentirse aislada y frente al abismo y despreciada por su editor:

“Usted está desbordado de trabajo. Y yo tengo que vivir, estoy sola y ya no soy joven y no quiero acabar en la miseria (…) No hay vuelta de hoja, quiero defenderme, no soy ninguna santa. Nadie lo es. El martirio de los últimos años de Bataille (siempre le faltaban unos pocos francos) no me parece normal (…) Si no vendo más aquí, me iré al extranjero”.

Ese “me iré al extranjero” me transporta a los días en los que Duras, muchos años después, ya en pleno declive de su vida, regresó literalmente a lo que llamó el estado salvaje de la infancia. De ese foráneo viaje interior le hablaría precisamente a Javier Grandes cuando le dijo que había regresado a cierta jungla de desvarío, al estado más salvaje de la infancia, y ya no recordaba nada, ni se acordaba de nadie.

A esa vida extranjera va precisamente asomándose el viejo que, situado en Una tarde de M. Andesmas en el centro de una plataforma, alcanza sólo a ver el borde de un abismo lleno de luz y atravesado por pájaros. Ocioso y solo, el señor Andesmas espera al contratista de obras Michel Arc, al que quiere encargar la construcción de una terraza en ese elevado lugar. Reposa el anciano en un sillón de mimbre. Hace mucho calor. Morosidad narrativa. Del abismo cuyo fondo no puede ver, sube la música de un pick-up. Es la canción del verano: “Cuando las lilas florezcan, amor mío, / cuando las lilas florezcan para siempre”.

Pasa un perro anaranjado. Michel Arc tarda. Se le espera, pero no llega. (En un primer momento la novela iba a titularse Por descontado, el contratista vendrá). La espera se apodera del relato y M. Andesmas ve de pronto a la mujer de Michel Arc que le habla frente al abismo y le cuenta que ha sido abandonada por su marido. El viejo a su vez ha sido engañado por su querida hija, que se ha fugado con el contratista. Todo muy banal, si se quiere. Pero quizás Duras quiere indicarnos que su trama –cualquier trama- está siempre muy por debajo de la gran poesía de la nada. Lo cierto es que la sombra del haya parece por momentos agrandarse. Se tensa la dramática banalidad y sube de vez en cuando desde el fondo del valle la canción del verano. “Cuando las lilas florezcan para siempre”.

Termina por parecernos magistral el registro poético de Duras en esa plataforma que da al vacío. Parte de su talento en el relato de esa espera parece proceder de viejas enseñanzas de su admirado Maurice Blanchot, partidario de una literatura que buscara la fuerza oculta de las palabras, una literatura que sólo existiera en y a través de la literatura y en la que, en definitiva, el acto mismo de escribir perforara el núcleo de ilegibilidad. Por eso en algún momento puede incluso llegar a parecernos que Duras, dinamitando una a una las palabras del silencio, se ha dejado allí la vida.

Se diría que Una tarde de M. Andesmas, que se lee con el ya casi olvidado placer de demorarse en frases que tienen larga carga lírica propia, es como una feliz provincia del gran imperio de los sentidos, pero de los sentidos más inesperados, más insurrectos. ¿O acaso Duras no aportó siempre una gran fuerza de subversión en el seno mismo de las fuerzas narrativas? Por su lento compás poético, La siesta de M. Andesmas es capaz de generar placer al margen de las significaciones. El libro fascinó a Antonio Gamoneda, que fue quien me lo descubrió cuando escribió acerca de esta novela de Duras una nota memorable en un Babelia de 1996: “Advertí cómo el libro no imitaba la realidad ni la imaginaba, sino que la creaba: el tiempo de la escritura pasaba con lentitud y facilidad, físicamente; existían silencios reales; como decía el texto, estaba en curso un acontecimiento, y éste consistía en ausencia, inmovilidad, abandono. El discurso era el curso de los hechos; la narratividad valía físicamente por la inmovilidad de M. Andesmas esperando”.

Novela de la poesía de la espera y de la acción morosa y etérea que nos recuerda que existe un arte de la suprema libertad, un arte que novela la realidad desde la ficción misma. “Monsieur Andesmas soy yo”, podría haber dicho en cualquier momento Duras, pensando en sus pobres amigos y amantes (An-des-Más), próximos los tres a entrar en el estado salvaje y extranjero de la vejez, tan pensado sólo para abismarse.

Ausencia, inmovilidad, abandono. La recuerdo a ella, a la autora, inmóvil en lo alto de la escalera final de su casa de Neauphle-le-Château. Quieta, vacía de repente, después de haberme regalado Una tarde de M. Andesmas y preguntarme si conocía a Barral, a su editor español. No es un recuerdo raro. Más de una vez nos había confesado que de pronto se sentía literalmente vacía, como si percibiera que existía, pero sin identidad. “Me noto a veces ausente del lugar desde donde hablo”, nos dijo un día. Ella venía de Indochina y de un gran silencio y sabía que callar era un modo de expresarse y también que tenía que buscar en la literatura la fuerza oculta de la palabra. Por eso sólo sentía realmente que escribía cuando esa fuerza afloraba.


Cae de golpe en el Trópico la tarde, cae sobre esta casa de campo, justo cuando Tango-Tango está llegando a sus últimos compases y en la novela M. Andesmas piensa en su hija que se ha ido con Michel Arc y le ha abandonado allí frente al cielo eterno. Quiere olvidarse de los dos. “Alguna vez me libraré de su recuerdo. ¿Habrá usted muerto para entonces?”, le pregunta a la mujer del contratista. Silencio, desesperación. Las manos cruzadas de la mujer presionando las rodillas del viejo. La noche avanzando sobre la plataforma, sobre el abismo, sobre el mar. Abajo, en el valle, siguen el pick-up y la vida. “Cuando las lilas florezcan, amor mío”, sería la respuesta que daría hasta la misma sombra del haya.


Una tarde de M. Andesmas. Marguerite Duras. Traducción de Caridad Martínez. Seix Barral. Barcelona 1971.
El País, Babelia, 10 de julio de 2010

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