La vida de la mente. El camino de Peter Handke Por Juan Villoro
En Seis propuestas para el próximo milenio, Italo Calvino repara en una curiosa bifurcación de la escritura. Durante mucho tiempo la reflexión fue capaz de narrarse a sí misma y explicar las condiciones en que ocurría. De Platón a Rousseau, el pensamiento requirió de un soporte descriptivo, ajeno a la especificidad de las ideas. Descartes comienza su Discurso del método al modo de una novela, informando del invierno, el fuego en la chimenea, las tropas que se movilizan en la cercanía. La reflexión aparece inmersa en la vida y determinada por ella.
En el siglo XX el discurso filosófico siguió la senda de la especialización. Una vez acreditada su importancia y asegurados sus presupuestos, la Academia se concentró en las ideas sin insistir demasiado en su vínculo con el entorno. Por su parte, la novela apostó en la mayoría de los casos por la exterioridad –el mundo de las acciones o las descripciones objetivas–, aunque no se privó de explorar, en grandes casos excepcionales (Joyce, Proust, Svevo, Broch, Musil, Nabokov), el monólogo interior, la autobiografía ajena, la narración como forma de conocimiento.
Hannah Arendt reunió sus ensayos bajo un título que parece desbordar su cometido: La vida de la mente. Aunque se trata de un conjunto de reflexiones, el lema que los ampara alude a un concepto narrativo: el itinerario personal para que existan. Arendt no ofrece la biografía de sus ideas, pero señala su necesidad. Este vínculo entre la razón y la experiencia fue lo que interesó a Calvino en sus Seis propuestas.
¿Es posible narrar la condición íntima en que surge un sistema de pensamiento, recuperar sus claves privadas, el método oculto tras el Método? Siguiendo la estela que Walter Benjamin traza en su ensayo “El narrador”, Handke advierte un agotamiento de la experiencia. El trabajo y las condiciones de la vida diaria se han vuelto estándar, rutinarios, intercambiables. La épica de sobrevivir –tema esencial de la novela de desarrollo– desembocó en una previsible cadena de trámites. Tiempos de burocracia y supermercados.
En un riguroso anticipo de la alienación postindustrial, Kafka desplegó una paranoica poética de la Oficina –el expediente como castigadora tabla de la ley–, un universo donde lo individual se difumina. ¿Cómo recuperar la singularidad en una era de producción en serie, signos globales y turismo en masa?
El presupuesto esencial para renovar la mirada del narrador consiste en desconfiar de sus propios instrumentos. Si la fotografía trató de despojarse del referente de la pintura y el cine del referente del teatro, Handke desea que la literatura se libere de lo “literario”. Esto no implica abandonar el lenguaje en curso ni hacer estallar el alfabeto. Handke opera con una lengua asentada en la tradición y la trabaja con notable virtuosismo. Sus cuidadas atmósferas encapsulan lo real de modo revelador y cristalino. Con frecuencia se apoya en citas clásicas (Goethe es su sostenido Übermeister, su maestro superior) y acude al rigor conceptual de Wittgenstein para sopesar palabras.
El desplazamiento que propone no tiene que ver con un cambio epidérmico en el lenguaje, sino con otra manera de pensar el mundo. En Historia del lápiz afirma: “Entender la dimensión concreta de una palabra abstracta (‘forma’, por ejemplo) es hacer filosofía.” Sus textos buscan la dimensión concreta de lo evanescente. A diferencia del filósofo, no aplica el procedimiento al campo de las ideas sino al entorno común, muchas veces vinculado con la cultura pop o con zonas sin prestigio cultural, como los suburbios de las ciudades, las afueras que parecen existir al margen de toda necesidad de ser narradas.
En los años sesenta, Handke surgió como una especie de Bob Dylan de la literatura alemana. Sus temas no eran ajenos a la contracultura ni a la provocación. La obra de teatro Insultos al público, la novela El miedo del portero ante el penalty, el libro de poemas El mundo interior del mundo exterior del mundo interior, su traducción de El amigo americano, novela negra de Patricia Highsmith, y los guiones para el cineasta Wim Wenders le dieron la engañosa notoriedad de un enfant terrible que operaba en los límites entre lo culto y lo popular. Su novela Carta breve para un largo adiós, que narra una errancia sin brújula por Estados Unidos, parecía la respuesta europea, adiestrada en el existencialismo, a En el camino, de Jack Kerouac. Sin embargo, las carreteras, el futbol y el rock adquirían en sus páginas una densidad peculiar. Desde su título, El miedo del portero ante el penalty vincula filosofía y cotidianidad: el concepto de Angst, “angustia existencial” (traducido en España como “miedo”), aparece en el lúdico ámbito del deporte: Heidegger tiene la pelota.
Los primeros textos de Handke anuncian su empeño de entender la trascendencia de las situaciones simples. Su diario lleva el título de El peso del mundo, no porque el autor se encuentre en ampuloso estado de profundidad, sino porque indaga la gravedad de lo pequeño, el momento en que lo real se resquebraja y sobreviene el asombro, el contacto con lo inefable, el instante en que la televisión capta a un esquiador que salta al aire y sale de la toma sin que se sepa adónde fue: el enigma de lo diario.
Para Heidegger, el significado antecede a las palabras. En El ser y el tiempo afirma: “A las significaciones les brotan palabras, lejos de que a esas cosas que se llaman palabras se las provea de significaciones.” El gesto, y aun el silencio, son formas del habla. En su epistemología narrativa, Handke se ocupa de rasgos nimios que parecen anteriores a la formulación del idioma. Para ello requiere de un extrañamiento, un desaprendizaje. Si se percibe de otro modo, las palabras de siempre integrarán otro discurso.
La trayectoria de Handke ha sido una progresiva investigación de misterios mínimos. Para poner a prueba su perspectiva, ha emprendido una curiosa tarea de escritor errante, sin domicilio definido o con domicilios en periferias ajenas a la vida codificada de las ciudades. A diferencia de Bruce Chatwin, no viaja para conocer otras culturas sino para desconocerse en ellas: “Espero pacientemente pensamientos que no quiero. Esos son los que cuentan”, escribe en El peso del mundo.
En esta estética del desarraigo, Handke ha tenido muy presente la idea de Simone Weil de que despojar a alguien de su lugar de pertenencia es un ultraje, pero desarraigarse a sí mismo es una liberación. Para evitar prenociones fáciles, cambia de mirador, en continuo movimiento. Estar fuera de sitio, incluso en el lugar de residencia, se convierte para él en una opción ética, en concordancia con lo que Theodor W. Adorno afirma en su autobiografía intelectual, Minima moralia: “Pertenece a la moral no sentirse en casa al estar en casa.”
Pero es con Walter Benjamin con quien Handke guarda mayores afinidades. Ambos perciben la infancia como un territorio del deseo que la imaginación recupera a través de la poesía o el pensamiento; escriben una prolífica obra fragmentaria que depende de las nociones de traslado y pasaje; analizan intelectualmente lo popular; consideran que la única estrategia para entender la vida secreta de un lugar es el extravío, e intuyen que la experiencia del mundo tiene un sustrato religioso, perceptible a través de la “iluminación profana”.
El paseante benjaminiano combina el movimiento con la actitud contemplativa: una intensidad que se desplaza. En Historia del lápiz, el nómada Handke resalta la importancia de la contemplación como forma de conocimiento: “Cuando miro (en vez de contemplar) apago los colores del mundo.” La idea de iluminación trascendente habita en esta frase. La mirada del narrador debe ser la del extraviado atento: se pone en situación para distraerse y ser sorprendido. Al descubrir su presa repentina, la contempla como si siempre la hubiese deseado, en pos de una epifanía, una irradiación que exceda el sentido habitual de ese objeto. En la era de la velocidad y las pantallas digitales, Handke viaja mucho, pero sus ojos no tienen prisa. Buscan lo inmanente, la unidad secreta en lo disperso. La tarea, por supuesto, es infinita y puede hartar al lector e incluso al narrador. Una obra así surgida sólo puede ser extensa: el espejo no deja de reflejar. Handke no puede detenerse; se concibe como un instrumento para que lo real se piense a sí mismo. Como Goethe en sus conversaciones con Eckermann, podría afirmar: “No soy yo quien me he hecho.” Una pausa podría significar una omisión, la pérdida del accidente esperado. El testigo íntimo de las cosas no mutila sus revelaciones ni desea volverlas artificialmente atractivas transformándolas en “historias”.
“La prosa es la idea de la poesía”, escribe Benjamin. La frase define los dispositivos literarios de Handke. Ahí, el pensamiento interroga a la naturaleza para objetivarse en una imagen: “Una sensación no está completa hasta que es una imagen”, apunta en Am Felsenfenster morgens. La narración representa, en este sentido, un interregno, la imagen entre la poesía y la idea. En Pequeñas doctrinas de la soledad, el filósofo Miguel Morey se ocupa del tema con agudeza: “El arte que Handke despliega en sus cuadernos de notas consiste en ubicar una mirada cognoscitiva en el espacio intermedio de la imagen [...] entre el estímulo y el concepto.” No es casual que Handke hable de Inbilder (imágenes interiores) como Benjamin habla de Denkbilder (imágenes mentales).
El recurso más confiable del que dispone el narrador es su propia introspección. Con frecuencia Handke ha sido acusado de narcisismo o solipsismo. El representante de la generación del 68 se transformó para muchos en un peregrino que incluso en la guerra de Bosnia predicó la bucólica religión de un solo hombre y al volver a la arena pública lo hizo cargado de furia y disparate para defender al genocida Milosevic.
La trayectoria de Handke no ha estado libre de los desencuentros que cortejó desde Insultos al público. Otra obra de teatro de aquel periodo, Kaspar, trata del aislamiento extremo y la imposibilidad de reeducar a quien ha pensado al margen de la norma. Para Handke, el descastado, más que una víctima, es un héroe de la singularidad. De algún modo, el escritor austriaco se ha otorgado a sí mismo ese papel, poco simpático en una época que socializa a través de los medios, y con frecuencia exasperante, dada la necesaria desconsideración del juicio ajeno que supone una obra tan personal. Sin embargo, ese desarraigo ha sido estratégico para desarrollar su original búsqueda de significados. Handke no viaja para conocer lugares sino para interrogarse en ellos. ¿Qué implica, en su caso, llegar a la meta?
La respuesta se encuentra en Cuando desear todavía era útil, uno de sus libros tempranos, cuyo título retoma el lema de los cuentos de hadas de los hermanos Grimm: “Era como la Tierra Prometida, pero no en el sentido del paraíso, sino en el sentido de que por fin se revelaba tal cual el sentido del mundo, sin encubrimientos ni tergiversaciones.”
En la Fenomenología del espíritu, Hegel advierte que “la vida de la mente sólo alcanza su verdad cuando se descubre en estado de absoluta desolación”. Handke busca una soledad incómoda pero no se postula como un mártir de las ideas originales; no es un eremita en pos de la revelación sagrada, aunque su contemplación se acerque a lo inefable. La soledad es para él un problema que aspira a superar en el texto; descarta las prenociones para descentrarse y pensar con novedad a través de las cosas que mira. Al respecto escribe en El peso del mundo: “Insistir en la contemplación, aplazar la opinión hasta que nazca la gravedad de una sensación vital.” Hay que ponerse de parte de las cosas para entenderlas en su propia lógica.
Encontrar el sentido de la experiencia escapa a los fines habituales de la narración.
En Ensayo sobre el cansancio el testigo errabundo se reclama: “caíste, contra tu voluntad, casi en la narración”. Imperativo del indagador literario: necesita contar para acceder a una verdad, pero debe abstenerse de sólo contar. No es casual que tres de sus relatos lleven el nombre de “ensayos” (Ensayo sobre el jukebox, Ensayo sobre el cansancio, Ensayo sobre el día logrado). Si, como afirma Alfonso Reyes, el ensayo es una bestia híbrida, el “centauro de los géneros”, el caballo de la narración guiado por el pensamiento, se podría decir que Handke propone centauros al revés: la caminata del filósofo y la cabeza del instinto.
Al ocuparse de la tarea del héroe, Handke se interesa en su cansancio. Describe a Philip Marlowe, el detective de Raymond Chandler, que pasa días en vela investigando y se repone del insomnio con una ducha y una afeitada. También refiere el mitológico agotamiento de Ulises. Cuando los protagonistas son incapaces de generar acciones, piensan de otro modo. Extenuados, se liberan del acontecer; al margen de su trama, reflexionan.
Handke no está muy seguro de sus reacciones ni quiere estarlo; es su propio campo de experimentación; desea ser tomado por sorpresa. Su trayecto no sigue el sentido de la consecuencia de una historia. La trama rara vez se desarrolla con destreza. En estas narraciones resulta ocioso preguntarse qué va a suceder porque nada sucede con tanta fuerza como el conocimiento sutil del mundo. Dependiendo de los gustos, Handke puede aburrir poco, mucho o nada. Su excepcional prosa capta con minucia los pliegues de la realidad y parece dotar de tiempo y relajación a las cosas que mira: un devenir sedoso, amortiguado, donde la vida se intensifica y permite contemplar los corpúsculos de polvo que flotan en la luz o los cristales que la nieve forma en una ventana. Rara vez la prosa alemana ha alcanzado una consistencia tan dúctil y poética para levantar el detallado catastro del día cualquiera. El idioma se acerca a la experiencia mística, pero se detiene antes de llegar allí. El narrador no repudia su yo ni la necesidad de nombrarlo todo. No está sobredeterminado por otra inteligencia. Un nerviosismo inquieta sus ideas, una neurosis crítica impide la iluminación total.
Una y otra vez, Handke se refiere al límite de las palabras, la dificultad de aprehender lo que sucede, la condición transitoria de la lengua, que debe huir de los tópicos pero también de sus hallazgos. La meditación no lo vuelve uno con el mundo. Su deslumbrante idioma se conmueve más al ser percibido por el narrador como una limitación, una torpeza, un balbuceo que interroga sin respuesta.
Para los románticos alemanes la reflexión es un proceso infinito: el pensamiento del pensamiento. Novalis insiste en el carácter provisional de todo acto cognitivo. En su aproximación a la realidad, Handke actúa de la misma forma: sus imágenes no son una meta; articulan un camino cuyo único sentido es seguir adelante. Su prolífica obra también se explica por la imposibilidad de ofrecer una conclusión. La noción de clausura se opone a la del escritor en tránsito.
El único libro ortodoxo de Walter Benjamin fue su tesis de doctorado, El concepto de la crítica de arte en el romanticismo alemán. Incluso ahí afirma en el epígrafe, tomado de Goethe, que el pensamiento no debe ofrecer un agregado a lo ya dicho sino una “síntesis misteriosa”. Una idea sólo vale la pena si no agota su sentido, si es susceptible de nuevas interpretaciones, si conduce a una pregunta.
“Si queremos concebir la naturaleza tenemos que suponerla incompleta”, escribe Novalis. La realidad sólo semeja un todo por los trabajos de la mente. Pensar y narrar son modos de acercarse a lo incompleto, de proponer un todo.
Handke indaga la verdad con los recursos del relato reflexivo. Un pasaje de Historia del lápiz resume su procedimiento: “La experiencia de la verdad, cuando se intenta hacer su relato, hace nacer, por sí misma, la invención. Las circunstancias exteriores se disipan entonces necesariamente para volver sensible la verdad y luego retoman su lugar en la invención.” En otras palabras, el acto creativo existe en potencia fuera del creador, pertenece al orden del mundo más que a la subjetividad. La torre de marfil en la que tantas veces se ha confinado a Handke representa, a su peculiar manera, un observatorio social: “La narración que inventa es, siempre y cuando se haya hecho esta experiencia de la ‘verdad’, un objeto de evidencia. ¿Y cómo puedo saber que he hecho una experiencia de lo verdadero? Porque es absolutamente necesario que la cuente.”
El criterio de veracidad así expuesto resulta por fuerza personal y no necesariamente compartible. Handke lo sabe y en este sentido sus libros son zonas de prueba, oportunidades para la verdad: “El arte no prescribe, no ordena, tan sólo da ejemplos, pero rigurosos.”
Las narraciones de Handke no se ven interrumpidas por pasajes ensayísticos; representan el tipo de ensayo que puede construirse desde la narración. Al modo de Novalis, no devela un misterio: crea otro que modifica la reflexión.
En su proceso de refundación narrativa, Handke llegó en 1994 a un episodio singular, la extensa novela Mi año en la Bahía de Nadie. En esta obra todo gira en torno a la noción de lugar. Poeta de la errancia, Handke se ha significado por escribir desde entornos que le son ajenos sin resultarle exóticos, territorios que se prestan para una puesta en blanco del escenario y sus costumbres.
El año que pasé en la bahía de nadie es protagonizada por un escritor y siete amigos que recorren el mundo globalizado. Hay muchos viajes pero ninguno de ellos resulta esencial a la trama. Los desplazamientos se suceden como en una partida de Turista o Monopoly. Un personaje puede estar en Tokio y luego en Alaska sin que eso importe demasiado; lo significativo es la ausencia que produce. Uno de los ejes de la trama es el conocimiento que podemos tener de los demás cuando no están presentes, lo que gravita en nosotros por negatividad, cancelación e incumplimiento, la fuerza de lo que es anhelo o recuerdo y afecta por lejanía, sin cumplirse como hecho.
La novela retrata a la última generación anterior a internet, una época donde la comunicación a distancia es muchas veces incierta y conjetural. Siempre deseoso de establecer resonancias bíblicas, Handke habla del viaje como Sternfahrt: cada peregrino sigue su estrella.
El aislamiento de los amigos, y la dificultad de romperlo, hacen que el silencio gane peso y las relaciones se interioricen. Desde la Bahía de Nadie, el protagonista evoca a los suyos con una intensidad que perdería fuerza en caso de poder hablarles. Al mismo tiempo, estar solo le permite sumirse en la realidad de un modo que sería imposible en la distractora compañía de los demás.
¿Cómo narrar lo no sucedido? De manera elocuente, al protagonista se le borra la imagen de uno de sus amigos, no recuerda sus facciones ni el resto de su aspecto físico; se ve obligado a tenerlo presente sólo por la impronta interior que conserva de él (su Inbild). La paradoja de estas afinidades electivas es que dependen de la distancia y ganan peso cuando sólo suceden en el recuerdo y la conciencia.
La novela está compuesta por un largo preámbulo donde el narrador establece las condiciones de su escritura, su manera de ver la realidad, su poética. Luego sobrevienen siete relatos sobre los amigos ausentes. Por último, se explora el impacto de esa manera de narrar en el propio narrador. Las preguntas esenciales de las tres largas partes serían, sucesivamente: ¿cómo?, ¿qué?, ¿para qué? Ninguna de ellas se responde del todo; cuestionar no sirve para hallar una conclusión, sino para guiar un estilo de pensamiento.
La primera parte adiestra al lector en el tipo de relato que lee. ¿Es posible escribir algo nuevo en un planeta explorado en sus mínimos detalles? ¿De qué modo podemos redescubrirlo?
Handke practica una ecología de lo no advertido o de lo que aún no adquiere pleno sentido. Por un lado, se ocupa de los remanentes de la naturaleza, lo que perdura como residuo y resistencia en medio de la vida industrial; por otro, exalta lo artificial innombrado, los suburbios, los polígonos industriales, las bodegas definidas por el vacío, las periferias no prestigiadas por la estética.
En Cuando desear todavía era útil dedicó un capítulo con fotografías al suburbio corporativo de La Défense en las orillas de París. El escenario parecía una maqueta. Un sitio inhumano cuyo mayor grado de perversión consistía en que quizá fomentara la posibilidad de vivir ahí. Dos décadas después ubicó El año que pasé en la bahía de nadie en una ciudad dormitorio a las afueras de París, incrustada entre el bosque y las autopistas. Si Goethe pedía romantizar la naturaleza, Handke romantiza una segunda naturaleza, un orden artificial, hecho de remanentes urbanos y elementos transitorios, un enclave de paso.
¿Hasta dónde es posible narrar sin referencias culturales previas? Handke actúa como si la religión, la mitología, la política y la tradición no hubiesen dejado su marca y debiéramos aprender de nuevo la lógica de un lugar. Para ello escoge el terreno más insulso, una parda ciudad dormitorio. No brinda una fábula del comienzo con un topos singular (Comala, Macondo, Yoknapatawpha); reinventa con la mirada lo ya construido y degradado, lo que parece haber nacido para la indiferencia y que secretamente define nuestra época con mayor fuerza que lo “típico”.
El urbanismo contemporáneo se sustrae con frecuencia a los referentes locales y se guía por un criterio indiferenciado. Ciudades como aeropuertos o estaciones interplanetarias. Estamos, como sugiere Paul Virilio, ante “el crepúsculo de los lugares”. ¿Es posible captar la particularidad de lo que se edifica como si ya hubiera desparecido? Para Azúa, la pregunta que define el método de Handke es: “¿cómo devolver a la experiencia la incredulidad?” ¿Resulta posible volver con sorpresa a lo ya conocido y lo ya descartado? El narrador de la novela comenta que no es posible contar como los rusos del siglo XIX o los norteamericanos de la primera mitad del siglo XX que tenían a la mano un reserva ilimitada de nuevos acontecimientos.
En sus tiempos de Viena, el personaje principal trabajó como jurista. Luego estuvo en la diplomacia. Estos oficios lo pusieron en contacto con un arsenal de anécdotas, intrigas y bajas pasiones. Sin embargo, nada de eso le parece verdaderamente literario porque se trata de un acontecer efectista pero carente de misterio, que no pide ser investigado. Por más interesantes que sean esas historias, no ponen a prueba la percepción que el narrador tiene del mundo, sólo ponen a prueba su destreza técnica.Al protagonista, le resulta sugerente la minuciosa aproximación de Tucídides a los hechos, pero su campo no es la historia. También el derecho romano, que particulariza los casos y distingue un crimen donde la sangre de la víctima escurre hasta el suelo de uno donde no sucede así, le resulta atractivo, pero tampoco se ve a sí mismo como legislador.
¿Cómo precisar la riqueza de lo real sin acudir a discursos extraliterarios y sin reducirla a las emociones controladas de una trama? La novela surge de esta tensión. No en balde comenta el protagonista: “Yo, el catalogador, como enemigo interior de mi otro yo, el narrador.”
¿Hasta dónde puede avanzar un registro literario sin ser codificado por la forma? Handke se sirve del más dúctil de los géneros, la novela, cuya tradición es un ejercicio polémico (de Ulises a Respiración artificial, las grandes obras del género se proponen contradecirlo) en busca de otro género: un nuevo Märchen, el cuento de hadas de la edad moderna, una desencantada fábula moral.
Al reinventar el espacio, El año que pasé en la bahía de nadie pretende establecer las condiciones para otro tipo de narración: “Tenía el presentimiento de que el lugar actuaba sobre mi narración como si la acreditara.” El protagonista busca una mirada que opere “por encima del hombro”, una forma indirecta de conocer, atrapar las cosas cuando no quieren ser vistas. Una cartografía inédita de lo próximo. “Para mí, el nuevo mundo es lo cotidiano”, comenta.
En la dialéctica de la distancia que se impone Handke, resulta decisivo no sustituir un costumbrismo por otro. El narrador no se ha instalado en la Bahía de Nadie para investigarla de modo evidente. Al relacionarse con los lugareños, si acaso les pregunta algo es “por debilidad”. Procura conocer –conocerse– sin incorporarse, conservando la diferencia de ser “el otro”. Se trata, en resumidas cuentas, de seguir la estrategia del paseante de Benjamin, extraviándose, no como flâneur en una gran ciudad, sino en el barrio de residencia. Si Ulises y las canciones de blues proponen el retorno a Ítaca, a un refugio después del trabajo deshumanizante (“I want to go home”), Handke propone una Odisea al revés donde lo importante consiste en conservar la extrañeza en la propia casa.
La segunda parte de la novela está constituida por los relatos de los siete amigos distantes. Se trata de cuentos morales y no es casual que Handke aluda de continuo a las Novelas ejemplares de Cervantes. Los amigos del narrador son vistos más como arquetipos que como personajes únicos y contradictorios; se les describe a partir de su vocación (el Arquitecto, el Lector) o de su relación con el protagonista (uno de ellos es, bíblicamente, el Hijo, y la mujer que ama es, territorialmente, la Catalana). Las figuras así distanciadas refuerzan la idea de leer un Märchen, cuyo reparto es una tipología: el Ogro, el Hada, el Príncipe.
En este tramo de la novela abundan los sucesos. Se habla de profesiones, amores, una guerra civil en Alemania, lecturas, películas, música. Sin embargo, todo eso es un dilatado pretexto para llegar a la tercera y definitiva fase del libro, que a su vez comprende tres unidades temporales: una década, un año, un día. En el último episodio los personajes dispersos visitan al narrador. Es el fin: ya no pueden ser narrados a distancia.
La caprichosa estructura de la novela –una trama que avanza aplazando–; el narrador autorreferente que comenta lo que escribe, y la minuciosa historia natural del entorno –la nueva ecología del Märchen–, hacen que libro sea por momentos intransitable. El propio narrador se refiere a la torpeza de su construcción. En la medida en que busca una forma refractaria a los cánones y los gustos en curso, admite la posibilidad de fracaso. Quien busque defectos los encontrará con tanta facilidad, y tan señalados por el propio autor, que perderá el placer de criticarlos. En su condición de ejercicio al margen, la novela polemiza con el género y desnuda sus limitaciones: sólo se refunda lo imperfecto.
La apuesta es mayúscula: encontrar el orden oculto del mundo, fijar lo que surgió para pasar inadvertido, traicionar la vocación de anonimato del espacio contemporáneo, dejar huella.
El proceso requiere de una voz a medio camino entre el ensayo y la fabulación. Novela de intersecciones, El año que pasé en la bahía de nadie se ubica en un cruce de autopistas, entre una gran ciudad y un bosque, y entre dos géneros literarios. Su logro esencial consiste en no perder su condición limítrofe, fronteriza, en habitar un hueco.
El temperamento del narrador participa de estos cruces. A propósito de Dostoievski, Kafka escribió en su Diario: “Método especial de pensamiento. Impregnado de sensibilidad.” En sus Inbilder, Handke piensa la sensación y siente la abstracción.
El año que pasé en la bahía de nadie representa un lugar a dudas, una zona de incertidumbre donde lo permanente está en tránsito. En El peso del mundo escribe el autor: “Literatura: descubrir los lugares todavía no ocupados por el sentido”. La Bahía de Nadie ofrece esa revelación. El nombre del lugar es un apodo, descubierto por el narrador cuando contempla el territorio desde una torre y advierte su silueta de puerto posible.
Edificado contra la interpretación, amorfo, estéril, meramente utilitario, ese espacio origina otra forma de narración. Como sabían los hermanos Grimm, el bosque del encantamiento no depende de los árboles; depende del paseante.
Peter Handke camina entre los signos.
[Letras Libres, mayo de 2010.]
No hay comentarios:
Publicar un comentario