jueves, 10 de junio de 2010

El peso del mundo de Peter Handke, por Alan Pauls

Solo la cercanía más cercana pudo calmarlos, pero calmarlos totalmente, esa cercanía era suficiente; no necesitaban una mirada, ni una palabra, ni un gesto, ni contacto, sólo el puro estar juntos. Entonces no eran dos personas, eran sólo una en un bienestar perfecto y sin conciencia, satisfecha consigo misma y con el mundo. Sí, si hubieran retenido a uno de los dos en el lugar más remoto de la casa, poco a poco el otro se habría movido espontáneamente, sin resolución, hacia aquél. La vida era para ellos un enigma cuya solución sólo podían encontrar juntos.

Crónica de un hombre solo                                                  por Alan Pauls

Como lo prueban sus fotografías actuales –no tan distintas, en realidad, de las de hace veinte años–, que suelen mostrarlo como un clochard friolento, suerte de Kung Fu mal dormido, muy remiso a posar, que acaba de llegar de una larga peregrinación y sólo está de paso, Handke tuvo mucha mejor suerte: el formol de la literatura es más eficaz que el de la imagen (o los años ochenta entendieron que los libros eran huesos más duros de roer que las películas y los excluyeron del banquete principal). A diferencia de su ex socio alemán Win Wenders, tan sensible a las solicitudes del mundo, Handke declinó todos sus vértigos, se asiló en el mismo ostracismo provinciano que alguna vez lo había empujado a la demencia y se convirtió en el Kaspar Hauser de las letras contemporáneas: un eremita que, según le confesó a Herbert Gamper, vive “solamente de los intersticios”, como el musgo. Hizo, él también, una película –La mujer zurda (1976), con Bruno Ganz, crónica de una separación cuya versión novelesca escribió después de filmarla–, y libros que sembró de imágenes modernas –Cuando desear era útil, que incluye “Los secretos públicos de la Tecnocracia”, su notable ensayo fotográfico sobre la urbanización parisina de La Défense–, pero básicamente se dedicó a lo que siempre hizo como nadie: estar solo, reinventar el arte de la descripción y componer autorretratos extravagantes.

El peso del mundo es uno de los mejores de su galería (otros que elijo sin pensar, compelido por la nostalgia incurable que me inocularon: Desgracia indeseada, el Ensayo sobre el día logrado y el Ensayo sobre el cansancio, La tarde de un escritor). Fechado entre noviembre de 1975 y marzo de 1977, este diario de escritor –uno de los más encarnizadamente regulares que conozco, y también uno de los más laxos– es contemporáneo de la redacción del guión de La mujer zurda. Esa simultaneidad no es ajena al uso particular que Handke hace del género: como el film por venir se apodera de las potencias de la narración, el diario puede entregarse sin preocupaciones a los pasatiempos microscópicos, intermitentes y gratuitos de la “crónica de una conciencia”. Leyendo El peso del mundo no es mucho lo que sabremos de su autor a lo largo de esos diecisiete meses. Algunas pistas penosamente arrebatadas al texto: Handke tiene una hija (A.) a la que suele llevar a la plaza o a la escuela; a veces se fastidia y le dan ganas de golpearla. Handke vive en un suburbio francés, o en el campo, o pasa un tiempo en un lugar de vacaciones, nadando. Un amigo de Handke se muere. Y en el bloque narrativo más consistente del libro (ver el fragmento reproducido en esta misma edición), Handke se enferma –un problemita en el corazón– y pasa siete días de corrido en un hospital presumiblemente francés (en el paisaje de puros chispazos perceptivos que dibuja el libro, la evidencia de esa mera continuidad “dramática” basta para darnos la impresión de que la experiencia que Handke describe nace y se forma en vivo, ante nuestros ojos).

En El peso del mundo casi nadie ni nada tiene nombre, no hay causas ni efectos, los grandes contornos –relaciones, acciones, duraciones, historias– se desvanecen, eclipsados por los pliegues más ínfimos del mundo. Ni siquiera la Historia escapa a este régimen de vaciamiento casi blanchotiano: en cerca de 330 páginas aparece sólo dos veces, el tiempo justo para asomar la cabeza y retroceder, ahuyentada por cien caras extrañas que no quieren ser perturbadas. Primeras elecciones en España tras treinta años de dictadura franquista (junio de 1976): “El señor F. dice (porque hay elecciones en España): ‘¡Hoy es un día histórico!’” Mao Tsé Tung: “Malraux sobre Mao: ‘Ningún hombre después de Lenin hizo tanta historia como él’. (El campeón en hacer historia... y, sin embargo, ayer, con la muerte de Mao, mi sensación fue que ese hombre quizás en verdad había perfeccionado a los hombres y que con violencia también se recorrió a sí mismo)”. En uno de los insights más sinceros del libro, Handke escribe: “‘Delante de mi cosa se movía algo de alguna manera’ (A veces esta frase describe perfectamente mi sensación del mundo)”.

Pero este fanático de la indeterminación, que no tiene más que rozar algo con su prosa para desarraigarlo, es también un enfermo de la nitidez, la precisión, el recorte. Los apuntes de Handke son a veces tan radiográficos que no parecen escritos; son a la vez completamente abstractos y completamente realistas, como una planta arquitectónica o un electrocardiograma. “El niño quiere darme la mano porque le molesta la manga que le cuelga”, por ejemplo; o: “Una niña que ya habla como una mujer, sólo con la boca, sin ningún otro movimiento del rostro”; o: “En el cine: un hombre tocó el hombro desnudo de Raquel Welch, y yo tomé conciencia de mis manos frías”. Handke describe no como quien duplica por escrito lo que ve, oye o hace, sino como quien lo subraya en la materia misma en la que transcurre –la cotidianidad humilde y asimbólica–, directamente, y luego lo extirpa y lo enmarca y lo pega en la página: la descripción como operación de cut & paste, el diario como colección de ready-mades de experiencia. Pero si cada una de las muestras que pueblan El peso del mundo –gestos mínimos, pequeños accidentes cotidianos, visiones, contratiempos, forcejeos–, secas como son, tienen la densidad emocional que tienen, es porque Handke encuentra en la escritura del diario la única forma capaz de “traducir” esos recortes sin traicionar su irreductible necesidad conceptual: la forma del haiku; es decir: un milagro de abstracción y realismo en versión lírica.

A lo largo de El peso del mundo, Handke, como Greta Garbo, sólo quiere una cosa: estar solo. Las visitas lo perturban; le molesta que le hablen desconocidos por la calle; va de visita a casa de alguien y sólo siente bienestar cuando lo dejan solo en una habitación durante un rato. “Un escritor o cualquiera que ya no soportara estar solo no podría interesarme.” Con la soledad –condición mítica de todo escribir, convención clave de la escritura de un diario–, lo que reaparece aquí es el solipsismo maníaco, esa fuerza distintiva que los héroes de la ficción alemana made in Handke-Wenders enarbolaban en los años setenta con el orgullo y la autoconciencia icónica con que Marlon Brando o James Dean lucían sus camperas de cuero en la pantalla. Sólo que ahí donde la ficción americana se detiene –cuando el héroe se retira del mundo y queda a solas, sin posibilidad de “conflicto”–, ahí mismo empieza la alemana, la ficción del momento privado: el personaje se pone a hablar a solas; le habla al espejo, a un grabador, a la cámara anónima de un fotomatón, a un teléfono que del otro lado de la línea ya han colgado, o realiza toda clase de acciones gratuitas, hace muecas, tics, monigotadas, imitaciones de gestos que vio y que le gustaron... Como buen discípulo de Kaspar Hauser, el Handke de El peso del mundo pone en escena una enciclopedia de manías, compulsiones, reflejos y automatismos que sólo se despliegan lejos de la luz pública, negándola con una encaprichada terquedad. No son secretos atroces; no son traumas, ni pasiones inconfesables, ni dobles fondos inesperados: son los signos cómicos, estériles, a menudo artísticos, de un autismo benévolo que Handke y Wenders elevaron a la categoría de síndrome creador, y que en rigor hunde sus raíces en una tierra mucho más cercana: la tierra de la infancia. De ahí, sin duda, todas esas bandadas de niños que pasan por las páginas de El peso del mundo, y que Handke describe con una fruición y una euforia apenas disimulables, como si los niños –porque son opacos, porque están fuera de todo imaginario, porque no conocen la histeria, porque hacen del ensimismamiento una pasión– fueran el objeto ideal para su prosa y, a la vez, las únicas criaturas en las que pensaba la literatura cuando imaginó algo llamado diario íntimo.

17 de agosto de 2003
En: http://www.pagina12web.com.ar/suplementos/libros/vernota.php?id_
El peso del mundo (fragmento)                                        Peter Handke 

24 de marzo


Durante mucho tiempo de mi vida rechacé con toda mi alma el mundo exterior y ahora que creo estar abierto a él, el mundo exterior ataca mi cuerpo. ¡Ojalá de una vez por todas, como ahora, el miedo a la muerte, amenazante y ensordecedor, se convierta en un tranquilo dolor corporal! (Ya ni me escucho a mí mismo).


El frío teléfono


Lo que me pareció un maligno chisporroteo mecánico entre la gente del parque, resultaron ser unos carritos para bebés.


Me doy cuenta de que en los momentos de pánico mortal tengo las patas levantadas como un conejo, saco el trasero, una especie de homosexual.


Incluso al subir un cierre pensar que ése va a ser el golpe de muerte.


Quizá el pánico mortal durante el cual todo me golpea de muerte –un grano de arroz pegado en el fondo de la olla, el chillido de un corcho– me cure de mi falta de control. Sin embargo, hace un ratito, cuando estaba ese matrimonio de idiotas y yo pensaba que debía deshacerme escuchando lo que decían, aprehendiendo lo que ellos son, mi estado fue peor: creí poder huir de mí mismo percibiendo a los otros o alguna otra cosa, y me di cuenta de que era eso lo que me enfermaba.


El presidente de la república, hablando en la televisión, está intimidado y tiene los rasgos de las caricaturas que siempre hacen sobre él; a veces, antes de decir una palabra, hace en el aire movimientos equivocados con la lengua, hasta que por fin encuentra el principio correcto de la palabra. (El presidente nunca va a aceptar que franceses disparen contra franceses).


Cuando se termina la televisión a medianoche, estoy de nuevo en peligro. (Me volví a reír con los chistes).


En el momento más terrible quise comprar un diario para simular un día normal.


Levantarse y caminar, ¡qué felicidad!


A pesar de todo, siguen los presentimientos y alusiones a un esqueleto de dolor dentro de mí, dentro de mi suave y casi insensible borrachera.


Mi incapacidad para dejar que me ayuden: es también una especie de frialdad, de indiferencia.


Y este que se está cambiando, éste sigo siendo yo.


Alguien me llamó por teléfono para visitarme al día siguiente y no sé por qué le dije que insistiera con el timbre.


25 de marzo


Me desperté con pánico en la oscuridad y salí a la calle, apenas un sobretodo y el pijama; un pájaro silba como cuando un dueño llama a su perro.


Pequeño y estrecho mundo del asustado.


Caminaba rápido por la calle, pasó un ómnibus y descubrí en la oscuridad a algunos pasajeros. El ómnibus todavía no tenía las luces de adentro encendidas.


Como salvación, adecuarse a otro dolor.


Si alguna luz está encendida, casi seguro que es en las buhardillas.


De pronto, aunque pasan muy pocos autos, la sensación de que se ha desatado el infierno (anotaciones del pánico).


La lluvia en los ojos, fría y reconfortante.


Después de una larga “indescriptibilidad” por fin conseguí volver a percibir mis pensamientos (anotar lo más mínimo enseguida, para saber qué es lo que me ha calmado).


Por primera vez en mucho tiempo, mientras comía uvas y escupía las semillas en la mano, parado frente a la pileta de la cocina, pude pensar en un futuro (de noche).


26 de marzo


Estiraron encima de mí la sábana sobre la cual estaba acostado.


Estar acostado en la ambulancia en contra de la dirección de marcha, en un embotellamiento en la autopista; el sol brillaba muy fuerte y yo para nada tenía la necesidad de estar acostado, ellos me obligaron. En el hospital: cuando le pregunté a la doctora si quizá podría salir mañana, ella respondió: “Eso no está descartado”.


Ya he vuelto a hablar conmigo, aunque sólo interiormente: ¿una buena señal?


Leyendo Bajo la rueda: escribir para darle a la juventud la dignidad que se le niega en la vida.


El único instante de tranquilidad, de silencio, durante el horario de visitas, le es concedido a mi compañero de habitación cuando la esposa se despide de su esposo enfermo con dos besos en las mejillas... mejor dicho, un momento después.


27 de marzo


La doctora le preguntó al viejo enfermo (tres infartos de corazón) la fecha de nacimiento y cuando él respondió, en agosto, ella estalló en un suave y fingido entusiasmo: “¡Oh, justo en mitad de las vacaciones!” Me di cuenta de que para todas las historias ella tenía preparadas las mismas preguntas y observaciones: que había que buscar en uno la causa de la enfermedad, que a ella también las cosas le iban así, etc. ¡Con qué rebosante ausencia nos miraba y se quedaba con nosotros! A menudo, aparentando gran interés y atención, preguntaba lo mismo dos veces. ¡Había olvidado no sólo la respuesta sino también su propia pregunta! Su mente estaba en otro lado con expresiones y gestos de estar con nosotros. (En realidad me gustaría probar al menos una vez a esta mujer, para “mi placer privado”). Hace un ratito vino y dijo mientras hacía un gesto tranquilizador con la mano: “¡Conserven la calma! ¡No hagan montañas de sus problemas! ¡No se queden atrapados en el túnel! (Y su reemplazante nos observa a los ojos con una mirada igual de larga y vacía).


Sentí que la doctora antes de irse me iba a dar la mano y sostuve mis manos contra la corriente de aire para que no sudaran.


Esa cosa que durante la noche saltaba bajo mi cama, como si estuviera dentro del colchón; y cuando me tiré en otra cama, sin saber si se trataba de una pesadilla, volvió a saltar algo, como atrapado, algo salvaje, con claustrofobia. Y dos días después encontré una rata agonizante respirando sin hacer ruido sobre el rojo piso plástico de la cocina; la barrí con la escoba de mano y la pala y la tiré en una bolsa de plástico; después puse la bolsa en el patio junto a la basura.


Los médicos dicen a menudo “un poquito”, “un poquitito”: “Volvió a escupir hoy un poquito de sangre”. “Su presión sanguínea subió un poquitito”.


Todas estas personas desconocidas, todo este ajetreo ruidoso... de hecho tranquilizan “un poquito”.


Sentirse de nuevo señor de sí y del propio cuerpo: ¡sentimiento señorial!


De pronto la idea de que cuando me abandone la opresión en el pecho también me abandonará el sentimiento de estar vivo.


El anciano, después de su tercer infarto, acompaña todo lo que cuenta, incluso las bromas, con un movimiento que consiste en dejar caer con resignación sus brazos o manos.


Miedo mortal: no poder sentir ninguna de las cosas que uno ve, porque uno ya no tiene humor.


Asesinado por la realidad ortodoxa.


Cuando el doctor dijo que yo debía volver a la sala de reanimación, el paciente de al lado puso enseguida en mi mesita un diario que le había prestado.


Casi espero con ganas el momento en que me saquen sangre.


La luz intermitente del cardiógrafo y la luz intermitente de los aviones que aterrizan delante de la ventana.

No hay comentarios: