martes, 11 de mayo de 2010

Dezsö Kosztolányi o la imposibilidad de transformar la vida en una comedia

Dezsö Kosztolányi

(Szabadka, 1885 - Budapest, 1936) Escritor húngaro. Durante la segunda enseñanza se distinguió por la precocidad de su talento y sus dotes no comunes de estilista. Estudió letras en la Universidad de Budapest, donde trabó amistad con Mihály Babits, quien, más tarde, le llamó "hermano espiritual" suyo; ambos tenían de común la veneración religiosa de la forma y amaban igualmente su lengua, de la que eran también unos maestros no superados.
A los veintiún años abandonó la Universidad y se dedicó al periodismo; en 1907 publicó su primer volumen de composiciones líricas (Entre cuatro paredes), que le reveló poeta muy original. Obtuvo su primer gran éxito con Los lamentos del pobre niño (1910), en el que aparecen ya las características esenciales de su arte: el amor hacia las pequeñas experiencias de la vida cotidiana, y un encantador intimismo.

En los volúmenes ulteriores (Concierto otoñal, Magia, Amapola, Pan y vino, y, sobre todo, Los lamentos del hombre triste, 1924, y Desnudo, 1928, que representan la etapa de su plena madurez) cabe añadir el sentimiento de la soledad del hombre extraviado en la selva de la metrópoli, un humorismo sutil, levemente grotesco, un temor creciente de la muerte y un afecto cada vez más tierno hacia el mundo exterior.
En las novelas nuestro autor sigue poco más o menos un método idéntico; y así, no emplea los acostumbrados recursos del género psicológico, sino que se interesa únicamente por la vida externa de sus héroes (el emperador Nerón en El poeta sanguinario, una camarerita en Anna Édes), una tosca doncella en Alondra). Al virtuosismo de Dezsö Kosztolányi debe la literatura húngara gran parte de las más bellas traducciones de clásicos (Shakespeare, Calderón, Molière, Goethe) y de poetas modernos occidentales y orientales.

Su prosa fluida, flexible, animada y cristalina, formó escuela. Muchos de sus cuentos, ensayos y bocetos aparecieron por vez primera en Nyugat o en las columnas de Pesti Hírlap, en la que colaboraba desde 1921. Amante de la familia y trabajador infatigable, su vida fue recogida y regular. A semejanza de Mihaly Babits, su compañero de universidad, Dezsö Kosztolányi ha ejercido una vasta influencia, singularmente en el aspecto estilístico, sobre los escritores húngaros contemporáneos.

Cuentos psicoanalíticos
Ediciones del Lunar, 2003

Dezso Kosztolányi es uno de los grandes valores de la literatura húngara del primer tercio del siglo XX y una figura muy cercana al gran psicoanalista Sandor Ferenczi. En estos escritos desgrana algunas de las anécdotas que a buen seguro se contaban en su tertulia del Café Royal y se interna en buen número de temas de gran calado psicológico; además de una serie de cuentos por los que desfilan locos y genios, familias perversas, la atroz y omnipresente psicopatología de la vida cotidiana e incluso el mismo Freud, esta recopilación también incluye dos joyitas pertenecientes a su labor periodística: una entrevista a Groddeck y un corto ensayo que escribe a la muerte de Ferenczi.




Kornél Esti. Un héroe de su tiempo
Dezso Kosztolányi
Ediciones B, 2007

Un autor ya reconocido, de notable celebridad, pero que ha perdido la rebeldía de la juventud y se ha convertido en un burgués integrado al medio en que vive, se inventa un álter ego basado en un amigo de juventud y años de bohemia: Kornél Esti, un joven dotado para la literatura pero irreverente, iconoclasta, despreocupado y amante de la noche, a quien interesa más la vida y la experiencia que la gloria oficial. Ambos llegan a un trato: el escritor reconocido le proporciona a su doble los medios necesarios para que su existencia sea tal como desea, y, a cambio, obtiene los impulsos vitales sin los cuales moriría de aburrimiento. En resumen: uno vive mientras el otro convierte esa vida en arte, en los episodios que conforman esta novela formada por varias historias de tono irónico-burlesco.


La cometa dorada
Dezso Kosztolányi
Ediciones B, 2007
Traducción por: Marta Komlosy
La cometa dorada confirma que Dezsö Kosztolányi fue, junto a Sándor Márai, el más grande narrador húngaro del siglo pasado.
El húngaro Dezsö Kosztolányi (1885-1936) fue uno de esos genios que parecen haber utilizado la escritura para protegerse (y protegernos) de un medio hostil, dándole sentido a asuntos que no lo tienen. Fue un excelente traductor de Shakespeare, Wilde, Goethe, Rilke y de Baudelaire y un respetado periodista. Pero la genialidad de Kosztolányi aparece en su faceta de narrador y poeta y en su capacidad para hacer de las contradicciones intelectuales un medio para elaborar fábulas y figuras inolvidables y estéticamente pulidas, de esas que tienen un pie en el mejor realismo ruso y otro en las vanguardias alemana y francesa.
En su entrañable novela La cometa dorada (Ediciones B, 2005, en sensible traducción del original de 1925), Kosztolányi entrega la simple historia de un sujeto que encarna, precisamente, las contradicciones propias de un tiempo grave. El personaje se llama Antal Novák y es, más que un padre viudo de una adolescente vaporosa, un profesor de física y matemáticas de poco antes de la Primera Guerra, en una pequeña escuela del imaginario pueblo de Sárszeg, ubicado en una provincia cercana a Budapest. Todo lo que siente, piensa, sufre y goza Novák, está filtrado por su ideal de educador de pequeños demonios queribles y de ángeles fríos e incluso criminales, de apasionados niños que dejan de serlo y de otros santurrones precoces que desaparecen apenas se gradúan del colegio, llevando consigo parte del alma de quien los educó por tantos años.
La discusión sobre modelos educativos liberal y conservador que se da entre Novák y su colega Fóris, querella que intenta dominar la fábula, termina haciéndose intrascendente; todos los modelos fracasan frente a una cometa dorada que los niños encumbran y contemplan extasiados, sin prestarle atención a los educadores que los esperan a las puertas del colegio.
Ese volantín, que termina amarrado fírmemente a un árbol, representa la supremacía del joven frente al ideal del maestro, pero también simboliza un peligro: en húngaro y en alemán la palabra cometa sirve para designar tanto al juguete como al dragón. La felicidad de los niños, al ver cómo ese enorme objeto de fuego va y viene en un cielo claro de primavera pocos minutos antes de entrar a clases, se torna luego en terror e incomprensión y, sobre todo, en la relativización de la enseñanza y de los valores ilustrados del bueno de Novák. Ante esa cometa encadenada que espera reanudar su empresa lúdica, la escuela aparece como un espectáculo opaco en el que apenas destaca un humor leve, esa "forma suprema del cariño" que sólo se da entre ciertos profesores y ciertos alumnos.

Esta es, en fin, la hermosa historia de la miopía del profesor ideal. Como repite una y otra vez el narrador de La cometa dorada, los niños ven siempre más y mejor que sus profesores, sin importar el método o ideología de éstos. Aquí los jóvenes son más observadores, más intuitivos que esos adultos que ven pasar generaciones mintiéndose a sí mismos, creyendo que el próximo curso por fin va a recompensarlos, sin entender que los estudiantes seguirán caricaturizándolos y cantando a coro para aliviar la carga de los exámenes: "Estudiante, ¿quién te dijo que estudies? / Vive bien y sin pesares, / estudiando no te pases, / pero las chicas, / ay, las chicas, / bésalas y no pares."

El drama de Novák es que, hinchado de orgullo y en completa soledad, no entiende la lengua de los mozalbetes, quienes se alejan sin despedirse: "Cuando te pida cuentas el profesor, / so burro, so burro, / dile en tono retador: / 'Señor profesor, / yo no pierdo el tiempo / en tonterías".

Es Alondra de Dezsö Kosztolányi. Con imágenes que recuerdan la pausa y delicadeza de Lampedusa, ciertos cuentistas rusos, Turgueniev, el nunca bien ponderado, Kosztolányi nos cuenta la conmovedora historia de una muchacha fea. Recuerda el papel de Sonia en El tío Vania de Chéjov, mi colega. Su uso del aire, la pausa, la respiración, es inquietante, perfecto.
La obra maestra del autor húngaro, retrata la clase media alta de Budapest post Primera Guerra Mundial.

Alondra. Por Camilo Marks

El conocimiento en lengua española de Dezsö Kosztolányi (1885-1936) habría sido imposible sin la reciente revelación internacional de la narrativa húngara, que comenzó con el éxito póstumo de Sándor Márai (1900-1989) y culminó con el Premio Nobel a Imre Kértesz. Hace dos años se publicó Alondra, colección de cuentos y novelas cortas en las que el tema, el ambiente e incluso el tratamiento pueden parecer de un realismo tradicional. Sin embargo, tras la reconstrucción de una ciudad y un medio en la belle époque, en un estilo irónico, escueto, carente de retórica y adornos, hay una vuelta de tuerca a la plácida situación inicial. Un matrimonio mayor se enfrenta a la repentina ausencia de su única hija - una solterona amargada- y sus vacaciones son una liberación para los padres, pues el amor que sienten por ella es odio y la dedicación que le dispensan es un entierro en vida.

Anna la dulce es considerada la obra maestra de Kosztolányi y el procedimiento o perspectiva antes descrito es llevado a su máximo desarrollo. La auténtica protagonista de la novela no es la tierna criada que da nombre al libro, sino sus patrones y su entorno: una pareja de la clase media alta de Budapest, el pequeño zoológico humano formado por los vecinos del edificio en el que viven, el señorial barrio de Krisztina a la sombra del castillo de Buda, el mismo donde residía el autor, el patético y chiflado Jancsi, sobrino de Kórnel y Angela Vizy y seductor de Anna, y otro conjunto de caracteres que habitan en un universo algo parecido al de las narraciones de Kafka (la burocracia jerarquizada, la subordinación irracional), aunque esta vez en un tono de amable comedia social.
Estamos en el año 1919, Hungría ha sido destrozada después de la Primera Guerra Mundial, la comuna soviética de Bela Kun se acaba de desintegrar (la historia empieza con la huida del líder comunista en un avión pilotado por él, desde donde caen unas pocas joyas), los rumanos invaden el país, luego se retiran y se inicia una restauración "democrática" o socialdemócrata.
Anna la dulce, en cualquier caso, está lejos de ser un relato social. La crítica de Kosztelányi, si bien apunta de preferencia a las clases pudientes, va mucho más allá de la denuncia y abarca a señores y sirvientes, víctimas y victimarios, intelectuales y trabajadores, liberales y conservadores. Hay un extraño paralelismo entre el telón de fondo histórico, encarnado en la violenta caída de un régimen revolucionario dictatorial, al que sigue la "normalización" vigilada y nuestro mundo actual, absorto en el progreso, la tecnología, el culto al prestigio y el poder. El narrador, tal como sucede en los textos del siglo XIX, es omnisciente, opina y hasta aparece como personaje en el último capítulo, pero otorga plena libertad a sus creaciones, de modo que nunca sabemos lo que realmente piensa sobre los grotescos y sangrientos episodios que se van acumulando. Tal vez la voz del doctor Moviszter, arrendatario de los Vizy, lo represente en cierta forma.

"No amo a la humanidad porque ni la he visto ni la conozco. La humanidad es un concepto abstracto. Fíjese usted en que todos los impostores aman a la humanidad. Los egoístas, los que no le dan ni un trozo de pan a su hermano, los maliciosos suelen tener como ideal a la humanidad. Cuelgan y asesinan a los seres humanos, pero aman a la humanidad,... no se preocupan ni por sus padres ni por sus hijos, pero aman a la humanidad".
Anna la dulce, como se ve, nada tiene de dulce y está mucho más cerca de un cinismo sin paliativos, a ratos desagradable en la escasa simpatía de todos los actores, exceptuada, quizá, la empleada doméstica Anna. Detrás de las buenas maneras, de la prosa seca, de los latigazos mordaces o del sarcasmo brutal, hay un fondo de relativismo ético, muy próximo a nuestra época. Kosztolányi escribe de modo notable, sus páginas son a veces epigramáticas, se lee de corrido, aun cuando, a la postre, deja un sabor similar al vacío, al artificio gratuito, a la inteligencia sin rumbo.

"Siempre me ha interesado una sola cosa: la muerte. Nada más. Me convertí en un ser humano el día en que, a la edad de diez años, vi muerto a mi abuelo, que era el ser a quien más quería por aquel entonces. Sólo desde ese momento he sido poeta, artista, pensador. El silencio de la muerte - la gran diferencia que opone la vida a la muerte- me hizo comprender que debía hacer algo. Empecé a escribir poesía... En lo que a mí respecta, lo único que tengo que decir, por muy pequeño que sea el objeto que puedo alcanzar, es que estoy muriendo".
                                        
"No era posible transformar la vida en una comedia, no era posible vestirla. Existen personas que sólo poseen el dolor, un dolor cruel e informe que no sirve para nada, que no puede utilizarse para nada, sólo para el dolor mismo, para que duela, y entonces se encierran en ese dolor, profundamente, en una tristeza que no es más que suya, en un hueco sin fondo, en una mina que acabará derrumbándose sobre sus cabezas, y entonces se quedarán allí, y nadie podrá salvarlos".

Dezsö Kosztolányi, Diario

Jonh Fante, un viejo en primavera

Un viejo señor de los Abruzos, John Fante

A 100 años de su nacimiento, el 8 de abril de 1909, John Fante continúa sorprendiendo con “historias que calan hasta los huesos” y haciendo valedera la opinión de Bukowsky: es un hombre que no le teme a los sentimientos.

[Por Miguel Ángel Gómez, milenio.com, 31/07/2009.]

Una de las notas que Joyce transcribió del delirio final de su marido John Fante (1909-1983) decía algo como esto: “Él era un viejo señor de los Abruzos, tan ciego, que no podía ver sus pies”.
Para entonces la diabetes le había arrebatado al autor de Pregúntale al polvo (1939) la vista y las dos piernas. Hacía cinco años que era ella, Joyce, quien escribía lo que el viejo Fante le dictaba desde su silla de ruedas en la terraza de una confortable y amplia residencia en la costa de Malibú, California.
Así se concluyó la escritura de Sueños de Bunker Hill (1982), que es la cuarta y última novela que Fante publicaría en vida.
Los otros libros que conocemos hoy de John Fante fueron sacados por la viuda del cajón en el que el escritor los guardaba. Lo cual, en este caso en particular, no benefició en ningún sentido ni a Fante ni a la literatura.
De ellos, el único documento interesante, por ser la primera novela que escribió, y contener el germen del estilo directo y honesto, rayano en la vulnerabilidad, que provocó la admiración de Charles Bukowsky, es Camino a Los Ángeles (1985). Sin embargo Fante no logró publicarla.
De Alfred Knopf, editor con quien tenía un contrato, la recibió de vuelta con una nota de rechazo que exigía además el envío inmediato de otra obra para cubrir el dinero adelantado.
Años después, cuando Fante hubiera podido negociar su publicación en su condición de autor de varios libros y guiones de cine, él mismo decidió sepultarla en el fondo del armario junto con los trabajos inconclusos.
Libros tan distintos entre sí como Espera a la primavera, Bandini (1938), su debut literario, y Pregúntale al polvo, la novela que fascinó a Bukowski, son las dos caras de la misma lucha cuerpo a cuerpo entre el frágil hombre sin más que entraña y piel contra el acero de la realidad y el destino que caracterizan la narrativa de Fante.
En ambos se narran los primeros pasos, en la vida y en el camino de la escritura, de Arturo Bandini, alter ego del autor.

Espera a la primavera, Bandini

El primero, Espera a la primavera, Bandini, es un libro hermoso. Narra, a través de los ojos de un niño de 12 años, la vida de una familia italiana muy católica y muy pobre que vive en los suburbios de una ciudad de Colorado. Son los años de la Gran Depresión americana.
Arturo duerme en la misma cama que sus dos hermanos menores y le tiene miedo a la oscuridad. Su padre, Svevo Bandini, vuelve a casa borracho después de haber perdido en una mesa de póker los diez dólares que ganó durante el día en su jornada de albañil. Patea la nieve y grita: “Dio cane” (Dios es un perro) mientras su mujer lo espera en vela, reza en silencio una plegaria a Santa Teresa y arrastra sus pantuflas por una cocina vacía.
Fante valoraba mucho ese libro y confesó que ahí se podían encontrar todos los personajes de su obra posterior. Es una novela acerca de un niño impetuoso que ama y desprecia a su devota y resignada madre, que odia y admira a su padre brutal, que se siente traicionado por sus hermanos, que quiere jugar beisbol en un campo cubierto de nieve y sus amigos le palmean el hombro condescendientes: espera a la primavera, Bandini...


Pregúntale al polvo

Este libro es muy distinto. En una carta dirigida a su amigo Joe Campiglia, John Fante hizo la siguiente confesión: “El primer libro salió de mis entrañas; el segundo, de mi cabeza”.
Y es notorio que ahí Arturo Bandini está solo y sabe que puede luchar con sus puños contra las paredes del mundo. Arturo quiere ser escritor y Fante escribe el libro de un escritor.
Charles Bukowski leyó entre las páginas de Pregúntale al polvo escenas como ésta, en la que frente al Hotel Biltmore, Arturo Bandini anota: “Parecían ricos. Entonces una mujer salió... y era hermosa... su piel era de zorro plateado... y ella era una canción a través de la acera y dentro de las puertas giratorias... y yo pensé: ¡carajo, por un poco de eso... sólo un día y una noche de eso!... y ella era un sueño sobre el que yo caminaba... su perfume se quedó en el aire húmedo de la mañana... ¡Los Ángeles, dame algo de ti! Los Ángeles, ven a mí así como yo he venido a ti. Mis pies sobre tus calles. Tú, hermosa ciudad a la que amo. Tú, triste flor en la arena. Tú, hermosa ciudad”.
O como ésta: “Una noche estaba sentado en la cama de mi cuarto de hotel en Bunker Hill, justo en el centro de Los Ángeles. Era una noche importante en mi vida porque debía tomar una decisión con respecto al hotel. O pagaba o me marchaba: eso era lo que decía la nota que la casera había deslizado bajo mi puerta. Un gran problema, que exigía atención, y que yo resolví apagando las luces y metiéndome en la cama”.
Y luego, el duro (frágil de tan duro) joven Buk comenzó a creer en la literatura: “Las líneas fluían fácilmente a través de la página, como un arroyo. Cada línea con su propia energía seguida de otra y otra... Aquí, al fin, un hombre que no le teme a las emociones. El humor y el dolor estaban mezclados con magnífica simplicidad”.
Pregúntale al polvo es una lección, una provocación, un estilo que no fue comprendido porque reflejaba un momento del cual sus contemporáneos querían huir; una batalla que los lectores de la Gran Depresión no querían pelear.
Bukowski retoma esa voz ronca y cínica, capaz de asombrarse por las cosas simples y despreciar lo que todos atesoran, con éxito, años después, cuando la economía ha cambiado y la sociedad ha recobrado el humor y puede reírse de sí misma otra vez.
Poco después de la publicación de Pregúntale al polvo, John Fante se casó con Joyce, y los 13 años siguientes se dedicó a criar cuatro hijos y construir un rancho en California.
La literatura quedó de lado, relegada por la lucrativa industria cinematográfica, a la que Fante se incorporó como escritor a sueldo.


Dago Red

El tercer libro, Dago Red (1940), lo conforman cuentos que Fante había escrito y publicado desde 1932 en American Mercury, The Atlantic Monthly, The Saturday Evening Post, Collier’s, Esquire y Harper’s Bazaar.

Llenos de vida

El cuarto, Llenos de vida (1952) vendría tras ese impasse.
Si bien es posible encontrar en los héroes de las novelas de Fante, como Arturo Bandini o Henry Molise, grandes similitudes con el autor, ahora no queda la menor duda del impulso autobiográfico de su narrativa, ya que esta cuarta novela nos la cuenta, desde su confortable estatus de hombre incorporado al american way of life, en medio de una infestación de termitas, un padre orgulloso y feliz llamado John Fante.
No cabe duda de que Bukowski tenía razón: este hombre no le teme a los sentimientos...

La hermandad de la uva

Pero el verdadero Fante, sin embargo, esa garra que cala hasta los huesos, volvería 20 años después, con la piel de Henry Molise, en La hermandad de la uva (1977), a narrar la muerte de su padre.
Han transcurrido casi cuarenta años, pero la madre de Henry Molise y su taconeo solitario en mitad de la noche rumbo a la iglesia para orar por su marido, que ha sido llevado al hospital al borde del coma diabético, es un reflejo curtido por el tiempo de la abnegada madre del Arturo Bandini niño que arrastra sus pantuflas en la oscuridad.
También podrían encontrarse rastros del rudo Svevo, de Espera a la primavera, Bandini, en las facciones del pícaro Nick Molise de La hermandad de la uva, cuando éste se escapa del hospital y se reúne con otros viejos bribones como él a comer y beber en la calle, y llama por teléfono a la joven enfermera que lo atendía en el hospital para que le venga a hacer sexo oral, como un acto de caridad ahora que está al borde de la tumba.
La muchacha, por supuesto, no vendrá, pero se reirá, divertida, de la ocurrencia de un hombre lleno de vida que prefiere “morir bebiendo que morir de sed”, que prefiere “morir rodeado de amigos que de médicos” para escuchar, en los estertores, no recetas incomprensibles sino palabras de aliento: “Ciao Nicola. Bouno fortuna./ Addio, amigo mio./ Corragio, Nick./ Corragioso, Nicola”.
Con La hermandad de la uva, Fante retoma el pulso de la narrativa vital de Espera a la primavera, Bandini, y con ello deja saldada su deuda con los grandes momentos de la literatura norteamericana.

Juan Manuel Gómez




A un siglo de John Fante

Por Brenda Lozano, Letras Libres, julio de 2009

Se llama John Fante y sus limpiaparabrisas no funcionan. Es su primer coche, la primera noche que llueve, ese año, en Los Ángeles. Es 1936, tiene veintisiete años, quiere dejar, un rato, la máquina de escribir en el ático de Long Beach donde termina su primera novela. Regresa al ático, termina, le escribe una carta a Carey McWilliams: “Camino de Los Ángeles está terminada y yo estoy encantado, chico. Espero enviártela el viernes. Parte del contenido pondría de punta los pelos del culo de un lobo.” Es la primera vez que escribe sobre Arturo Bandini, su álter ego, le gusta, le entusiasma, la entrega pero no se publica hasta 1985. Escribe otras dos al hilo. Espera a la primavera, Bandini (1938) y Pregúntale al polvo (1939). A los setenta y dos años, le dicta, ciego, a su mujer, desde la cama, Sueños de Bunker Hill (1982), la cuarta y última novela de la saga Bandini. Recuerda, en la novela, ese tiempo cuando recorría de noche las calles de Los Ángeles, en su coche. Cuando llovía, cuando atascado entre frases, resolvía recorrer las calles al volante, acompañado de un limpiaparabrisas que nunca funcionó.

Viejo, desde la cama, vuelve al mismo momento, al mismo personaje que le ocupó en su primer libro. Un protagonista que lee y escribe, que se rompe la camisa en nombre de una mujer, un católico, de ascendencia italiana, que pertenece a una familia pobre. Además de los cuatro libros protagonizados por Arturo Bandini, escribió Llenos de vida (1952), La hermandad de la uva (1977). Póstuma se publicó la primera novela, Un año pésimo (1985), Al oeste de Roma (1986), algunas compilaciones de cuentos y una selección de su correspondencia. Ahora que los títulos y las fechas entre paréntesis están exhaustas, digamos que Fante nació en 1909, en Boulder, Colorado. Empezó a escribir a los veinte años, publicó su primera historia en The American Mercury, colaboró en diversas publicaciones de Estados Unidos. Fue guionista de Hollywood, su crédito corrió en varias películas. Murió a los setenta y cuatro años, en 1983. Volvamos al limpiaparabrisas que no funciona.

John Fante regresó, al final de su vida, a Bandini, del mismo modo que volvió, de libro en libro, a las características del mismo personaje. En su obra pasean cuatro protagonistas: Arturo Bandini, Dominic y Henry Molise, y otro que, sin escalas, se llama John Fante. Pero podrían llamarse igual. El carácter de un protagonista se parece mucho al del otro. Son escritores que desearon ser beisbolistas, pero descubrieron una biblioteca. Descubrieron a Dostoievski, Flaubert, Maupassant, a Nietzsche. La lectura, cardinal, los convierte en críticos. Transforma la lectura ese modo de ser, esa forma de expectorar frases. Ese modo de ser que lucha contra sí y contra su historia.
¿Y qué narran desde esa forma de ser? El tema central es la familia. Bandini, Molise y Fante son, antes que escritores, hijos. Hijos de un albañil autoritario. La familia, la condición del hijo, es la fuerza gravitacional de la obra. Ser hijo de un hombre que lo observa sentado, con un libro en las manos, como si observara a un perro soltando pelos en el sillón. Hijo de un hombre que maldice en italiano y que, de novela en novela, desafina cada vez peor el O sole mio, un albañil que detesta en partes iguales a su familia (era juez, jurado y verdugo; Yavé en persona. Nadie le llevaba la contraria sin que hubiera pelea. Le fastidiaba casi todo, en particular su mujer, sus hijos, sus vecinos, su iglesia, su párroco, su pueblo, su estado, su país de adopción y su país de origen). Hijo de una madre dedicada a su familia, de aspecto descuidado (pobre mamá, ni siquiera Christian Dior habría mejorado su aspecto), una católica entregada a las cuentas del rosario. Una madre que cocina una lasaña suculenta haciendo de una mesa la verdadera patria. La mamma y la cucina. ¡La famiglia!, una que rige la literatura de Fante.

Un padre que coloca un ladrillo sobre otro, una madre que cuenta sus rezos, unos hermanos que suman un día al otro y un protagonista que coloca una frase después de otra. Si hacemos las cuentas, ¿qué hace de la obra de Fante algo más que un álbum familiar o los diarios de un escritor en ciernes? El carácter de los personajes. Es una literatura que lee y escribe el carácter. Poco importan las frases estilizadas, la economía de diálogos, las descripciones sin límites, acaso los puntos flacos de Bandini. Pero son libros en los que el detalle de un limpiaparabrisas inservible, una madre preparando una pasta o una llamada telefónica a la mitad de la noche son anécdotas suficientes para novelar. Importan, en todo caso, las frases que construyen esos personajes, sus opiniones, esas palabras que forjan su carácter.

A un siglo de su nacimiento, releer una novela fascinante como La hermandad de la uva, o una bastante débil como Un año pésimo, muestra algo que sólo está en la voz, en los libros de John Fante. Esas frases puestas una después de la otra, así, como lo hace un albañil, en aras del carácter. Esa modesta suma de palabras que es la grandeza de su literatura. Y de la literatura.