domingo, 28 de marzo de 2010

Auden o la desenfrenada poesía del sentido común




Entrevista por MICHAEL NEWMAN, 1974

Wystan Hugh Auden (1907-1974), británico nacionalizado estadounidense, es uno de los mayores poetas del siglo pasado en lengua inglesa. Esta entrevista fue realizada pocos meses antes de su muerte.
Estaba sentado bajo las luces blancas que despedía un portal, tomando una gran taza de café solo de desayuno. Fumando un cigarrillo detrás de otro, hacía el crucigrama de la página diaria de reseñas del «New York Times» que por casualidad aquel día publicaba, junto a su fotografía, un comentario sobre su último volumen de poemas.
Cuando terminó el crucigrama dobló el periódico, echó un vistazo a las esquelas y fue a tostar el pan. Sobre la pregunta de que si había leído la reseña, Auden respondió: «No; naturalmente. Está claro que este tipo de cosas no está hecho para que yo las lea...».
Sus visiones singulares, sus prioridades y sus gustos estaban fuertemente expresados en la decoración del apartamento de Nueva York que habitaba durante el invierno. Las tres grandes habitaciones principales de techo alto estaban pintadas en gris oscuro, verde pálido y púrpura. De las paredes colgaban dibujos de amigos -Elizabeth Bishop, E. M. Forter , Paul Valery, Chester Kallman- enmarcados simplemente en oro. Había también una acuarela original de Blake, El Acto de la creación, en el comedor junto a muchos dibujos de desnudo masculino. En el suelo del dormitorio yacía un retrato suyo sin marco y con la cara frente a la pared.
El lúgubre salón que daba sobre la fachada, con grandes pilas de libros, estaba a oscuras, excepto cuando hacía una excursión a las cajas de manuscritos para consultar el Oxford English Dictionary. La cocina de Auden era larga y estrecha, con muchas ollas y sartenes colgadas. Prefería ese tipo de glotonerías como la lengua, los callos, los sesos y las salchichas polacas, y consideraba que comer filetes era de orden inferior (es terriblemente no chic). Bebía martini con Smirnoff, vino tinto y coñac, evitaba la marihuana y confesaba haber probado, bajo control médico, el LSD. «No he sentido mucho, pero tengo la impresión precisa de que los pájaros estaban tratando de comunicarse conmigo». Su conversación era humorística, ceremoniosa e inteligente. Una especie de cotilleo humanista global, sin interés por las maquinaciones de la ambición ni por la poesía recta, y con la absoluta exclusión de cualquier influencia electrónica. Como había dicho una vez: «Acabo de regresar de Canadá, donde he tenido una pelea con Mac Luhan. Yo he ganado».

¿Por qué ha insistido tanto en que esta conversación se celebre sin magnetófono?
-Porque si hay alguna cosa que valga la pena retener, el periodista debe ser capaz de recordarlo. Truman Capote contaba la historia del entrevistador al que se le había roto el cassette en medio de la charla. Truman esperó mientras el otro trataba en vano de arreglarlo. Finalmente le preguntó si podía continuar. El periodista contestó que no se tomara la molestia. ¡No estaba acostumbrado a escuchar lo que decían sus personajes!

Creía que la objeción residía en el instrumento en sí. Usted ha escrito un poema que condena la máquina fotográfica como una máquina infernal.
-Sí, produce dolor. Normalmente, cuando uno va por la calle y se encuentra a alguien que sufre, trata de ayudarlo, o bien mira hacia otra parte. Con la fotografía no existe la decisión humana. No se está allí, uno no puede volverse hacia otra parte. Simplemente se queda mirando con la boca abierta. Es una forma de «voyeurismo». Creo que los primeros planos son inciviles.

¿ Existía alguna cosa en particular a la que tuviera miedo de niño... la oscuridad, las arañas o cosas de este tipo?
-No, no era muy miedoso. Las arañas me asustaban. Es una fobia personal que dura toda la vida. Arañas y pulpos. Pero nunca he tenido miedo de la oscuridad.

¿Era un niño parlanchín? Recuerdo que en alguna parte ha descrito el carácter autista de su mundo privado.
-Sí, era locuaz. Naturalmente había cosas en mi mundo privado que no podía compartir con los demás. Pero siempre he tenido un pequeño número de buenos amigos.

¿Cuándo empezó a escribir poesía?
-Creo que mi caso particular es un tanto extraño. Tenía que ser ingeniero de minas o geólogo. Entre los siete y los doce años pasé muchas horas construyendo un mundo propio, altamente elaborado y basado sobre todo en el paisaje calcáreo de la cuenca minera y en una industria: la extracción del plomo. Creía que en esta actividad debía concederme ciertas reglas. Podía escoger entre dos máquinas necesarias para realizar este trabajo, pero tenían que ser verdaderas máquinas que encontrara en los catálogos. Podía decidir entre dos formas de secar una mina pero no me concedía la posibilidad de usar medios mágicos. Después llegó un día que, cuando lo recuerdo ahora, me parece muy importante. Estaba proyectando mi idea de refinería; la idea platónica de aquello que hubiera debido ser. Había dos ti- pos de maquinaria para la separación de la turba, uno me parecía más hermoso que el otro, pero lo consideraba más eficiente. Me encontré frente a algo que sólo puedo llamar una elección moral. Era mi deber escoger el segundo, el más eficiente. Más tarde me he dado cuenta de que en la construcción de este mundo habitado sólo por mí ya estaba empezando a aprender cómo se escribe la poesía. Después, la decisión final que en su momento me pareció fortuita, tuvo lugar en 1922, en marzo, cuando caminaba campo a través con un compañero de escuela que después fue pintor. «¿Nunca escribes poesía?», y yo dije: «No», nunca había pensado hacerlo. «¿Por qué no lo haces?» y en aquel momento decidí que aquello era justamente lo que tenía que hacer. Mirando atrás me doy cuenta de que el terreno ya estaba preparado.

¿Cree que sus lecturas tuvieron influencia en su decisión?
-Bien, hasta aquel momento la única poesía que había leído eran algunos libros como los Cautionary Tales de Belloc, Struwwelpeter de Hoffman y Ruthless Rhymes For Heartless Homes. Mi poema preferido decía así: «Into the drinking well/ The plumber built her/ Aunt Maria fell;/ We must buy a filter». Naturalmente leía muchas cosas de geología y sobre la extracción del plomo. Uno era A Visit lo Alston Moore de Sopwith, Underground Lile era otro. Leía todos los libros de Beatrix Potter y también de Lewis Carroll. Me gustaba La reina de nieve de Andersen y también Las Minas del Rey Salomón de Haggard. Comencé a leer relatos policiales con Sherlock Holmes

¿A Cristopher Isherwood lo conoció en la escuela?
-Sí, cuando nos conocimos yo tenía ocho años y él diez. Ibamos juntos al colegio, el St. Edmund's School de Hindhead, en Surrey. Siempre recuerdo lo que le oí decir en cierta ocasión. Caminaba con Mr. Isherwood durante un paseo dominical por Surrey y Cristopher dijo: «Creo que Dios debía estar cansado cuando creó esta región». Aquella era la primera vez que oía un comentario que me pareció gracioso.

¿Tuvo buenos maestros?
-Excepto en matemáticas, tuve la suerte de tener unos profesores excelentes, sobre todo en ciencias. Cuando fui al examen oral, Julian Huxley me enseñó un hueso y me pidió que le dijera qué era: «La pelvis de un pájaro», dije, y daba la casualidad de que era la respuesta justa. El me respondió: «Algunos han dicho que era el cráneo de un reptil extinguido».

¿Alguna vez le ha enseñado a escribir a alguien?
-No, nunca. Si tuviera que enseñar poesía, cosa que gracias a Dios no hago, me concentraría en la prosodia, la retórica, la filología y en aprender poemas de memoria. Puedo estar completamente equivocado pero no veo qué se puede aprender a excepción de algunas técnicas; qué es un soneto, o algo de prosodia. Si existiera una academia poética, las materias tendrían que ser totalmente diferentes: historia natural, historia, teología, otras cosas. Cuando he estado en los colleges he insistido en dar cursos académicos normales sobre el siglo XVIII o sobre el Romanticismo. Pero a los artistas les convendría no tener nada que ver con la literatura contemporánea. Si tienen puestos académicos tienen que hacer trabajo académico y cuanto más lejos estén del tipo de cosas concernientes a aquello que escriben, mejor. Tendrían que enseñar el siglo XVIII, algo que no interfiera con su trabajo y que, sin embargo, les dé para vivir. Enseñar «escritura creativa» creo que es peligroso. La única posibilidad que puedo concebir es un sistema de aprendizaje como el del Renacimiento en el que si un poeta estaba muy ocupado cogía algunos estudiantes para que le acabasen los poemas. Entonces se enseñaba «verdaderamente» y, naturalmente, había responsabilidad, dado que los resultados aparecían bajo la firma del poeta.

He notado que en sus primeros trabajos se observa cierta dureza contra Inglaterra. Da la sensación de que esta en guerra con su país y esto no se da en los poemas que ha escrito aquí en los Estados Unidos: parece más en su casa.
-Sí, es cierto. Estoy convencido de que en parte es una cuestión de edad. Todos cambiamos. Es terriblemente importante para un escritor tener la propia edad, no ser más joven o más viejo de lo que realmente es. Se puede uno preguntar: ¿qué tendré que escribir a los sesenta y cuatro años?, pero nunca lo que debiera haber escrito en 1940. Creo que es siempre un problema.

¿Existe alguna edad en que el escritor esté en el máximo de sus fuerzas?
-Algunos poetas como Wordsworth se agotan bastante temprano. Otros como Yeats han hecho su mejor trabajo a una edad avanzada. Nada es calculable. Envejecer trae problemas pero se tienen que aceptar sin escándalo.

¿Qué le ha hecho elegir EEUU como su país?
-Bien, el problema con Inglaterra es la vida cultural; era absolutamente gris y sospecho que todavía lo sea. En cierto modo es la dificultad que se encuentra en cierto tipo de vida familiar. Yo amo muchísimo a mi familia pero no quiero vivir junto a ella.

¿Ve alguna transformación entre la lengua que empleaba Inglaterra y la que emplea que está en América?
-No. Obviamente, alguna menudencia, sobre todo escribiendo en prosa. Hay algunas rima que no podrían ser aceptadas en Inglaterra. Aquí se puede hacer clerk con work, cosa que no puede en Inglaterra. Pero son pocas cosas; decir twenty of en vez de twenty to o aside from en vez de apart from.

¿Desde cuándo vive la ¿Dónde vivía antes de conseguir este apartamento?
-Vivo aquí desde el 52. Vi América en el 39. He vivido en Brooklyn Heights. Luego di clases en Ann Arbor, y posteriormente en Swarthmore. Tuve una casa en el ejército con el U.S. Strategic Bombing Survey. Al ejército no le gustaban en absoluto nuestros informes porque sentían que, a pesar de todos nuestros bombardeos sobre Alemania, su producción de armas no disminuyó hasta que perdieron la guerra. Lo mismo Vietnam del Norte. Los bombardeos no valen para nada. Pero sabe cómo es la gente del ejército. No les gusta oír cosas que contradigan lo que piensan.

¿Ha tenido muchos contacto con hombres de la política y de gobierno?
-He tenido poquísimos con tactos con este tipo de gente. Conocí a estudiantes cuando estaba en Oxford que luego lo han sido -Hugh Gaitskell, Crossman y alguno más-. Creo que nos arregla. Creo que nos arreglaríamos bastante bien sin los políticos. Nuestros líderes deberían ser elegidos por sorteo. La gente podría votar según su conciencia y las computadoras ocuparse de lo demás.

¿Qué piensa de los escritores como líderes? Yeats, por ejemplo, tenía cierto interés?
-¡Y era terrible! Raramente los escritores son buenos líderes. Son empleados de sí mismos y tienen escasos contactos con sus clientes. Para un escritor es fácil no ser realista. No he perdido mi interés por la política, pero he llegado a darme cuenta de que en casos de injusticia social o política solamente funcionan dos cosas: la acción política y los reportajes periodísticos creíbles acerca de los hechos. Las artes no pueden hacer nada. La historia política y social de Europa sería la misma, aunque Dante, Shakespeare, Michelangelo, Mozart, etc. no hubieran vivido. Un poeta en cuanto tal tiene un solo deber político: dar un ejemplo con su escritura del uso correcto de su lengua materna, continuamente corrompida. Cuando las palabras pierden su significado, se impone la fuerza física. Es cierto que un poeta si lo desea puede escribir lo que llaman poesía engagée pero tiene ante todo que darse cuenta de que es él mismo el que obtendrá el beneficio. Aumentará su reputación entre aquellos que piensan como él.

El actual deterioro y corrupción del lenguaje, la imprecisión del pensamiento y demás, ¿le da miedo o es solamente una fase de decadencia?
-Me aterroriza. Busco con mi ejemplo personal combatirla. Repito que el papel del poeta es mantener la sacralidad del lenguaje.

¿Piensa que el presente de nuestra civilización será visto en el futuro, si es que existe un futuro, como una decadencia de anteguerra?
-No, creo que no tiene nada que ver con otra guerra. Pero en el pasado la gente sabía lo que querían decir las palabras, independientemente de la amplitud de su vocabulario. Ahora la gente oye y repite un vocabulario radiotelevisivo, un treinta por ciento mas amplio que el que conoce por su significado. El uso de palabras más ultrajantes de las que haya tenido experiencia fue en una ocasión que me invitaron al programa televisivo de David Suskind. Durante el intermedio debía hacer la publicidad de una sociedad de inversión y anunció que aquellos señores estaban «obsesionados por la integridad». ¡No podía creer lo que estaba oyendo!

Usted ha dicho que el arte malo es malo de forma muy contemporánea.
-Sí. Naturalmente, uno se puede equivocar sobre aquello que es bueno o malo. El gusto y criterio pueden diferir. Pero es necesario ser fiel a uno mismo y tener confianza en el propio gusto. Por ejemplo, yo puedo disfrutar de una buena película lacrimosa en la que, por ejemplo, una vieja madre ha sido enviada al asilo: aunque sepa que es horrorosa, seguiré derramando lágrimas. No creo que un buen trabajo haga siempre llorar. Housman decía que con la buena poesía tenía una curiosa sensación física; yo no la he sentido nunca. Si se ve el Rey Lear no se llora. No se está obligado.

Usted ha dicho que la historia de su patrón, San Wystan, es más bien hamletiana. ¿Es usted un poeta hamletiano?
-No, no podría serlo. En lo que a mí concierne, la mayor influencia de Shakespeare ha sido el uso de un vasto vocabulario. Una cosa que hace al inglés tan maravilloso para la poesía es su gran amplitud de gamas y el hecho de que no es una lengua flexiva. Los verbos se pueden transformar en nombres y al contrario, como hacía Shakespeare. Esto no se puede hacer con lenguas flexivas como el alemán, el francés o el italiano.

En los inicios de los años treinta escribía para un público que quería provocar y concienciar.
-No; yo trato de mostrar las cosas y espero que alguien lo lea. Alguien pregunta: ¿para quién escribe?, y yo respondo: ¿Usted me lee? Si dice que sí yo le digo: ¿Le gusta?; si responde que no, yo le replico: Entonces no escribo para usted.

¿Entonces piensa en un público concreto cuando escribe poesía?
-Es imposible decirlo. Si se tiene alguien en la mente... la mayoría probablemente estén muertos. Uno se pregunta si lo aprobarían o no y después incluso si alguien te leerá después de haber muerto.

Usted ha sido siempre un formalista. Los poetas actuales parecen preferir el verso libre. ¿Cree que esto último libera de la disciplina?
-Aquí, desafortunadamente, ocurre muy a menudo. Pero desde un punto de vista estrictamente hedonista no logro comprender cómo se puede obtener placer en escribir sin ninguna forma. Si se juega, se tiene necesidad de reglas; de otro modo no existe el gusto. La poesía más desenfrenada tiene que tener una sólida base en el sentido común y esto creo que es la ventaja del verso formal. Además de las ventajas correctivas, el verso formal libera de las cadenas del propio yo. Aquí me gusta citar a Valery, que decía que uno es poeta si su imaginación es estimulada por las dificultades inherentes a su arte y no si la imaginación está por ello ofuscada. Pienso que poquísimos pueden tratar el verso libre, es preciso un oído infalible como D. H. Lawrence para determinar dónde acaba el verso.

¿Hay poetas que haya leído que le parecieran espíritus afines? Pienso en Campion con el que comparte esa gran fascinación por la métrica.
-Tengo varios favoritos y Campion es uno de ellos. También George Herbert y William Barnes; todos tienen en común, en efecto, cierto gusto por la métrica. Estos serían los poetas que me hubiera gustado tener como amigos. A Dante no me hubiera gustado conocerlo personalmente. Era una terrible «prima donna».

¿Puede decir algo sobre la génesis de la poesía? ¿Qué es lo que acude primero?
-Cuando llega el momento siempre tengo dos cosas en la cabeza: un tema que me interesa y un problema de forma verbal, metro, dicción, etc. El tema busca la forma adecuada: la forma busca el tema apropiado. Cuando los dos se encuentran estoy preparado para empezar a escribir.

¿Empieza sus poemas por el principio?
-Normalmente, como es natural, se empieza por el principio y se trabaja hasta alcanzar el final. A veces, sin embargo, se empieza con un verso en la cabeza, tal vez el último.
Se comienza, creo, con cierta idea sobre la organización temática aunque normalmente, se cambia durante el proceso de escritura.

¿Utiliza algún estimulante para la inspiración?
-Nunca escribo cuando estoy borracho. ¿Por qué se debe tener necesidad de estimulantes? La Musa es una noble doncella a la que no le gusta ser cortejada de un modo brutal o grosero. Y tampoco tiene vocación de esclavo; en cualquier otro caso, miente.

Y muestra «lo absurdo con la cara de luna, aquel erudito falsario», como dice en una de sus Bucólicas.
-Exactamente. La poesía no es expresión de sí. Cada uno de nosotros tiene visiones únicas que espera comunicar. Esperamos que leyendo alguien dirá: cierto, lo he sabido siempre, pero nunca antes me había dado cuenta. En general sobre este punto estoy de acuerdo con Chesterton cuando decía que el temperamento artístico es una enfermedad que afecta a los dilettantes.

Muchos poetas trabajan por la noche, tienen manías, hábitos irregulares.
-Lo siento, querido amigo, pero no es necesario ser bohemien.

¿Por qué no está de acuerdo con la reciente publicación de las primeras pruebas de La tierra baldía, de Eliot?
-Porque ninguno de los versos que ha dejado fuera te hace desear que lo haya mantenido. Creo que este tipo de cosas hace pensar a los dilettantes: ¡Mira, lo podría haber hecho yo también! Considero vergonzoso que la gente pase más tiempo sobre una primera versión que sobre una poesía completa. Valerie Eliot no deseaba tener que publicar las primeras pruebas, pero una vez descubiertas sabía que al final serían dadas a conocer; así que lo ha hecho él mismo para asegurarse que fuera de la mejor manera posible.

En su Commonplace Book Vd. ha escrito: «El comportamiento funciona y también la tortura».
-Y efectivamente funciona. Pero estoy seguro que si me dieran al profesor B. F. Skinner y me proporcionasen las medicinas y material adecuado conseguiría hacerle resucitar en una semana y ante el público el Credo Atanasiano. El problema con los conductistas es que hacen todo para excluirse a sí mismos de sus teorías. Si todas nuestras acciones son comportamientos condicionados, sin duda lo son también nuestras teorías.

¿Pero es que no se puede ex traer alguna razón por saber que un poeta comienza literalmente en la «sucia tienda de chamarilero del corazón»?
-Puede ser que para él sea necesario comenzar desde este punto, pero no hay razón para que los otros puedan verlo. Me gusta citar a Valery, quién dice que, cuando la gente no sabe hacer otra cosa, se quita los vestidos.

¿ Ve alguna espiritualidad en todos aquellos «hippies» en St. Mark's Place? Vive en medio de ellos desde hace algún tiempo.
-No conozco a ninguno, no le puedo decir. Lo que me gusta de ellos es que han tratado de revivir el espíritu del Carnaval, algo que ha estado vistosamente ausente de nuestra cultura. Pero tengo el temor de que cuando renuncian totalmente al trabajo su diversión se convierte en escuálida.

Su nueva poesía Circe trata particularmente este tema: «No brutaliza a sus víctimas -unas bestias podrán morder o huir-. Los simplifica en flores, fatalistas sentados, que no se preocupan de nada y se hablan sólo a sí mismos». Evidentemente usted conoce esta generación más de cuanto admite.
-Tengo que decir que admiro a aquellos que no entran en la competición, en la carrera de ratones, que renuncian al dinero ya los bienes mundanos. Yo no sería capaz, soy con mucho demasiado mundano.

¿Tiene tarjetas de crédito?
-Una. No la uso si puedo prescindir de ella. La he utilizado una sola vez en Israel para pagar la cuenta de un hotel. He crecido en la tendencia de que no se puede comprar nada que no se pueda pagar en metálico. La idea de la deuda me molesta. Supongo que la economía caería si todos hubieran crecido como yo.

¿Es un buen hombre de negocios? ¿Consigue hacer buenos contratos?
-No, no me tomo ni siquiera el tiempo de pensarlo.

Pero trata de obtener lo posible por SU poesía. El otro día me ha sorprendido ver un poema suyo en «Poetry» que paga sólo cincuenta centavos por verso.
-Obviamente cojo aquello que puedo, ¿quién no lo haría? Creo que me han enviado su cheque el otro día y lo he gastado antes de tenerlo.

Roberto Calasso: el crítico literario en "estado maestro"

No sensaciones sino leyes es lo que encontramos en el corazón de esta percepción que distingue al escritor de todo otro ser, y lo impulsa a observar las cosas del mundo con esa concentración maníaca que evoca a un amante o a un espía.

Calasso, Kafka y una larga serpiente de páginas
Fecha de publicación: Marzo, 2010
Entrevistado por Cristóbal Florenzano V. y Alfonso Iommi

En el segundo piso de un interno, a un par de cuadras del castillo de la familia Sforza, en el centro de Milán, tiene sus oficinas la editorial Adelphi. Ahí trabaja hace más de 40 años Roberto Calasso. Es el editor, hoy en día honorario, de la “Biblioteca Adelphi”, una de las colecciones más finas y singulares de la historia editorial contemporánea. La “Biblioteca” está compuesta por una variedad enorme de títulos entre los cuales se cuentan tratados japoneses sobre el arte del teatro, novelas policiales, textos religiosos tibetanos, nouvelles olvidadas del fin de siglo vienés, manuales de etología, además de muchas de las mejores novelas publicadas en distintos lugares del mundo durante los últimos cincuenta años. Por detrás de la anómala reunión de títulos se asoma la sorprendente figura de Calasso como lector. Quienquiera haya tenido la suerte de leer alguno de sus libros ha podido observar, además del hondo alcance de sus lecturas, la inteligencia y delicadeza con que suele acuñar sus observaciones en ensayos que desbordan los lugares comunes de la cultura literaria establecida. Si escribe acerca de Heidegger, lo hace sin apoyarse en la oscura retórica del profesor, y preguntándose por la relación que mantiene su metafísica con una botella de Coca-Cola. Cuando escribe sobre Robert Walser monta un hábil juego de espejos de manera que los raros mundos del suizo se refractan en un viejo mito persa en el que siete hombres duermen profundamente en una cueva. Cuando escribe sobre Kafka, esquiva con gracia las certezas acumuladas de la crítica, y proyecta sus textos sobre fondos de asociación extraños, como el de las narraciones alegóricas de la mitología hindú.

Hace pocas semanas la “Biblioteca Adelphi” publicó su libro número quinientos: un ensayo del mismo Calasso acerca de la pintura del Tiepolo. Según cuenta, todos sus libros a partir de La Ruina de Kasch forman parte de un sólo gran libro que partió escribiendo a comienzos de los años 80. Con independencia del parejo standard de lucidez crítica y precisión expresiva que alcanzan sus textos, no es fácil para uno, como lector, discernir la supuesta unidad interna de sus obras. Muchas veces, sin embargo, durante la conversación, Calasso volvió sobre la idea de que sus distintas publicaciones forman parte de un sólo extenso trabajo. Hace un par de semanas comentó, en una entrevista al diario La Repubblica, que uno podía imaginar sus distintos ensayos como “una sola y larga serpiente de páginas”.

Una tarde de insoportable calor en julio Calasso nos recibió en su oficina, mucho más llana y amablemente de lo que esperábamos. Después de preguntarle, de manera más bien infantil, por las amistades que mantuvo con Joseph Brodsky, Mario Praz, Bruce Chatwin la conversación se enfocó en K., el largo ensayo sobre Kafka, que publicó el 2002 en Adelphi, y la editorial Anagrama ha editado en español.

-K. es el primer libro en muchos años que usted dedica enteramente a interrogar la obra de un sólo autor. ¿Por qué le interesa tanto Kafka?

De alguna manera K. es la contraparte de Ka. Forma parte de un trabajo en varias partes que empecé a escribir con La Ruina de Kasch. Todas las partes se bastan a sí mismas y abordan asuntos distintos que están, sin embargo, invisiblemente ligados. De alguna manera Ka fue el libro de la máxima expansión. En el mundo de la mitología hindú tú encuentras un proceso de multiplicación de los doce dioses del Olimpo, primero a un mínimo de 33 y luego a varios miles de dioses. Todo se multiplica cuando uno se enfrenta con India. Con Kafka uno se enfrenta al movimiento opuesto: con aquello que los científicos de la computación llaman compresión. La compresión de un algoritmo en la mínima unidad. Ese es un problema que me ha parecido siempre fascinante. Desde hace mucho tiempo arrastraba la intención de escribir acerca de Kafka pero lo evité durante años hasta que después de haber escrito Ka me dieron ganas de escribir un libro que corriera en una dirección diametralmente opuesta. El paisaje sobre el cual Kafka escribe sus libros es el paisaje más despojado y comprimido que es posible imaginar. Y me dieron ganas de ver qué pasaba si es que uno se internaba en una dirección en la cual Kafka se adentró de manera muy radical.

- La simplicidad de Kafka es, sin embargo, una simplicidad engañosa pues encierra a la vez problemas de sentido y de lectura más o menos complejos.

Por supuesto, es una simplicidad que supone al mismo tiempo una riqueza y una complejidad que no es, desde mi punto de vista, comparable a la de ningún otro escritor del siglo XX. En términos de profundidad de pensamiento, los libros de Joyce son un jardín infantil puestos al lado de los libros de Kafka. Quizás no desde el punto del uso del idioma inglés, o de la habilitación de nuevos recursos estilísticos, o desde otros puntos de vista. En términos de pensamiento, sin embargo, me parece que Kafka representa un punto máximo que se alcanzó a muy poco tiempo de haber comenzado el siglo XX y luego no se volvió a igualar. En el libro traté de acercarme a su obra de una manera que no se había intentado antes. Traté de hablar acerca de lo más misterioso que hay en la obra de Kafka que es simplemente acerca de qué demonios está hablando. Esa es la pregunta importante en Kafka: acerca de qué habla en sus libros. Es algo muy difícil de esclarecer. Qué es lo que pasa, por ejemplo, en libros como El Castillo o El Proceso. Lo que hice fue meterme en estos textos y seguirlos paso a paso tratando de entrar en el flujo sanguíneo de estas historias, sin adoptar el punto de vista de un ensayo tradicional, sino a través de una suerte de narración paralela que va observando minuciosamente a los personajes, las distintas escenas y el protagonismo que van adquiriendo ciertas palabras.

- En el libro usted observa que al leer a Kafka tenemos todo el tiempo la impresión de que algo esencial ha sido dicho sin saber sin embargo de qué se trata.

Claro, es algo que ocurre con mucha intensidad durante la lectura de El Castillo, por ejemplo. Hay ciertos pasajes en Kafka que uno puede mirar durante años y no estar nunca seguro si acaso ha logrado entender mínimamente bien. Pasajes que quedan atrapados, dando vueltas en la memoria durante mucho tiempo sin que uno logre nunca entender del todo por qué. Hay, por ejemplo, una frase que aparece en uno de sus textos que a mí me ha intrigado desde que la leí que dice: “El mal es el cielo estrellado del bien”. No he encontrado a nadie tampoco que haya propuesto una interpretación iluminadora al respecto. Y esto es algo que ocurre mucho cuando uno lee a Kafka: encontrarse con afirmaciones que son, por alguna extraña razón, reveladoras a la vez que profundamente opacas.

- Muchas veces son textos que se resisten a cualquier tipo de interpretación.

Sí, por supuesto. Siempre que se ha querido entender la obra de Kafka en referencia a un contexto histórico o intelectual determinado los resultados son muy decepcionantes. No sólo la lectura de su obra en clave existencialista, que es una cuestión a estas alturas bastante grotesca, sino también los intentos de convertirlo en algo así como el pensador judío por excelencia. Algo que por supuesto no fue. Kafka mantuvo una relación muy cautelosa con su origen judío. Nunca quiso subrayar este aspecto en sus textos. En algún momento dice que es necesario encontrar una nueva cábala, pero una cábala que solo él practicara. Le interesaban mucho más, por ejemplo, la cultura judía bohemia de sus amigos actores judíos, el teatro Yiddish y otras cosas así.

- En K. usted desentierra algunos registros que alteran la imagen habitual de Kafka como un escritor del peso muerto y el sofoco. El libro termina apuntando hacia una imagen de Kafka más liviana y luminosa parecida a la que rescata Italo Calvino en su Apuntes para el Próximo Milenio.

Hay muchos aspectos de Kafka que han sido olvidados o no han sido nunca lo suficientemente percibidos. En el último capítulo le presto atención a un episodio que es clave en la vida de Kafka que corresponde al momento en que ha descubierto su enfermedad y se va a descansar a una casa de campo donde está su hermana. Es el único momento en que, según el mismo dice, Kafka disfruta de un mínimo de paz y tranquilidad. No está la familia alrededor, no hay oficina, mujeres, ni aflicciones de ninguna especie. Sólo animales que se pasean por las calles de un pueblo semi abandonado. En ese contexto, Kafka escribió textos que, en mi opinión, equivalen a la cumbre de su pensamiento: los Aforismos de Zürau. Son textos muy breves que solían ser editados de manera continua, en no más de 10 o 12 páginas, de tal manera que terminaban confundiéndose y perdiéndose al interior de otros textos. Trabajando en la biblioteca Bodleiana, en Oxford, donde se guardan muchos de los manuscritos de Kafka, descubrí por casualidad la manera en que estos textos habían sido originalmente escritos. Cada uno de los aforismos había sido escrito en una hoja separada. En Adelphi decidimos editar los textos como un libro en sí mismo en donde cada uno de los aforismos figurara por separado. El efecto que produce su lectura en esa forma es muy poderoso y completamente distinto al que se genera al leerlos todos juntos en un largo bloque. En estos textos Kafka aparece bajo una luz bastante única y extraña. Habla mucho de problemas teológicos, acerca del árbol del bien y del mal, acerca del paraíso, de la pérdida del paraíso. Durante ese período escribe esa línea acerca de la diosa de la felicidad que dice: “Hora preciosa, estado maestro, jardín vuelto salvaje. Das vuelta a la casa y, corriendo por el sendero del jardín, viene a tu encuentro, la diosa de la felicidad”. Es un pasaje muy raro pues hasta dónde yo entiendo es el único lugar en donde Kafka habla de la felicidad. Es algo que está completamente ausente en sus escritos previos al período de Zürau.

- ¿En qué escritores posteriores cree usted es posible reconocer la huella de Kafka?

En el caso de Kafka es una pregunta difícil de responder pues una de sus particularidades es la pureza de la soledad en la que escribió su obra. En términos de lenguaje, si es que uno mira el estilo de Kafka solo en sus textos más tempranos es posible advertir la influencia de lo que estaba ocurriendo a su alrededor, hay algunas huellas del expresionismo. Pero ya después todos sus textos están escritos en un alemán clásico impecable al que es muy difícil encontrarles un parangón. El alemán en que están escritos los textos de Kafka es un alemán muy clásico, muy preciso, hasta despiadado, que se parece bastante al alemán de Kleist, que era un autor que le gustaba particularmente. No puedo pensar en nadie que haya escrito después que Kafka en un alemán de tal precisión y pureza.

- ¿Cómo entiende usted la observación que hace Elías Canetti en su ensayo sobre Kafka cuando escribe que: “De todos los expertos en poder, Kafka es el mayor de todos”?

Creo que estoy de acuerdo con Canetti en eso. Kafka es el gran experto del poder. Yo añadiría, eso sí, que poder en las dos acepciones que la palabra, Macht, tiene en alemán. Macht, por una parte, es poder en el sentido de poder político pero es poder también en el sentido de potencialidad. Kafka es el más grande maestro respecto del tema del poder en la literatura del siglo XX, pero también es un maestro de las posibilidades asombrosas que los hombres llevan dentro.

-En el libro usted dice que está más interesado en reproducir el misterio de la obra de Kafka que en explicarlo.

Claro, porque la crítica literaria debiese ella misma ser literatura. Es decir, si uno lee los ensayos de Baudelaire, o de Benn, o de Auden, uno se encuentra con literatura. No se encuentra con piezas que observan las obras literarias desde afuera, o que tratan de extraer la verdad científica, profunda, de un texto pues eso no tiene ningún sentido. Lo que estos textos de reflexión literaria hacen es desplazar el enigma de la obra a través de otros enigmas. Forma parte de la naturaleza misma del enigma el hecho de que éste no se resuelve nunca a través de una respuesta sino que a través de otro enigma. Eso es algo que los griegos entendieron muy bien. La historia de Edipo, de hecho, muestra lo lúcido de la conciencia que los griegos tuvieron al respecto. Hay un aforismo de Karl Kraus al respecto que me gusta mucho y que dice algo así como que aquellos que buscan respuestas a sus preguntas, aquellos que buscan comprender y explicarlo todo, lo primero que debiesen hacer es aprender a ser pacientes porque en último término los misterios se terminan resolviendo solos, se terminan aclarando por su propia luz.



La literatura no es nunca un asunto de un sujeto individual. Los actores son por lo menos tres: la mano que escribe, la voz que habla, el dios que vigila e impone.
                       

Daniel Paul Schreber, Memorias de un efermo de nervios

Memorias de un enfermo de los nervios
Paul Schreber
Trad. de Ramón Alcalde
Sexto piso. Madrid, 2008




Por Enrique Lynch,
de Letras libres (2/2009)

El autor de estas delirantes Memorias, el presidente de la Corte de Apelaciones de Dresde Daniel Paul Schreber, ganó repentina notoriedad tras publicarlas en 1903. En ellas narra, con inusitada coherencia y detalle y desde una imaginación desaforada, los avatares de su psicopatía y las vicisitudes de su internación y tratamiento en un sanatorio psiquiátrico. El caso Schreber, junto con las histéricas de Freud, que algún ocurrente ha calificado de “mártires” del psicoanálisis, es uno de los que mayor influencia han tenido en el estudio de las enfermedades mentales y, sobre todo, en el diagnóstico y etiología de la paranoia. En español, estas asombrosas Memorias habían circulado en versiones parciales y no siempre muy rigurosas, así que es de agradecer que ahora dispongamos de una versión completa realizada por un traductor de reconocida eficacia, como es Ramón Alcalde. Algo discutible es que la trasposición literal de “Nervenkranken” como “enfermo de nervios” sea correcta. No creo que haya nadie medianamente instruido que use semejante expresión. Si la intención ha sido respetar la coloquialidad del título, quizá la fórmula escogida ha quedado demasiado coloquial; y, en cualquier caso, si hemos de hablar como un ciudadano corriente, lo correcto hubiese sido traducir “Nervenkranken” como “enfermo de los nervios”.
Un elemento a destacar en esta edición de las Memorias de Schreber es que se publican con varios documentos complementarios; entre ellos, el conocido ensayo de Freud sobre la paranoia. Aunque de nuevo se equivocaron los editores al escoger la traducción de López Ballesteros, que hoy en día es muy cuestionada por los estudiosos de la obra de Freud; y con razón, porque hay en ella inconsistencias teóricas, graves gazapos e incluso lagunas y omisiones del texto original. Mal asunto para el psicoanálisis en español fue que Freud la aprobara en vida ya que, sin querer, contribuyó a bloquear la necesaria revisión crítica de sus propios textos. Por otra parte, no se sabe con qué fundamento la aprobó, porque no sabía una palabra de español. Si se trataba de incluir el análisis freudiano del caso Schreber lo correcto habría sido publicar la versión de la llamada Standard Edition de las obras completas de Freud, al cuidado de John Strachey, vertida al español por José Luis Etcheverry e incluida desde hace años en el catálogo de la editorial Amorrortu de Buenos Aires.
En cuanto a los comentarios parafrásticos de las Memorias que hace Elias Canetti en Masa y poder, también incluidos en este volumen, ha sido un error de calibre utilizar la espeluznante traducción española que hizo hace años Horst Vogel de ese libro publicado originalmente por Muchnik, sobre todo cuando hay una excelente versión de ese mismo texto, de Juan José del Solar (Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2002).
Por último, inexplicable es la inclusión de la nota introductoria, cargada con informaciones farragosas y de segunda mano de Roberto Calasso, cuya autoridad en materia de psiquiatría, psicoanálisis o psicopatología es, cuando menos, discutible. Por supuesto que, como editor de Adelphi, la casa editorial que publicó las Memorias de Schreber en Italia y la obra de Canetti, Calasso ha sido libre de incorporar sus opiniones de aficionado en la edición italiana, pero no se entiende muy bien qué pintan aquí.
En cualquier caso, el contraste entre el delirio torrencial de Schreber y el “delirio” controlado de sus comentaristas más célebres, Freud y Canetti, es un atractivo especial de este volumen. En primer lugar porque permite comprobar que, a despecho de cualquier pretensión surrealista de homologar lo racional y lo irracional, la lectura de una verdadera construcción paranoica como la de Schreber demuestra que entre ambos registros hay una incompatibilidad irreductible. Y, no obstante, esa misma lectura parece sugerir también lo contrario, esto es, que entre un delirio extravagante y otro razonable, según el criterio con que se lea, quizá no haya una diferencia de fondo. O sea, que dos maneras de pensar que parecen incompatibles por la forma en que funciona en ellas la razón pueden ser al mismo tiempo incomparables e idénticas. Como se puede comprobar aquí, Freud leyó en estas Memorias un delirio homosexual mientras que Canetti vio prefigurada la figura del Sobreviviente sobre el fondo del nazismo inminente. ¿En qué se parecen ambas lecturas? En que son ambas delirantes y ambas están inspiradas en el delirio organizado de un loco.
Por supuesto que, descontado el interés que tiene para la psicopatología, el relato de Schreber es una construcción fabulosa que sobrepasa la importancia que estas Memorias tienen en la historia del freudismo y en la explicación de algunos conflictos internos entre diferentes corrientes del psicoanálisis. Que veamos en ella un objeto de admiración se explica porque la locura siempre ha ejercido una poderosa fascinación en el espíritu moderno. Desde la “cordura”, es decir, desde una racionalidad convencional y, por añadidura, muy romántica, la locura tiene algo de sublime, sobre todo cuando, como en este caso, adquiere la forma de un delirio consistente que anima a los comentaristas a hacerle eco, a delirar, cada uno en su propio registro teórico. Y, dicho sea de paso: ¿qué sería del pensamiento si no fuese posible delirar razonablemente? Leyendo la riquísima cosmogonía paranoica de Schreber en la que la fantasía convierte el ano del Presidente de la Corte de Apelaciones de Dresde en una especie de Ortos Uranus recordé cómo, al comienzo de Tristes trópicos, Lévi-Strauss describe cómo él y sus compañeros de estudio preparaban los ejercicios de la Agregation en filosofía desafiándose unos a otros para ver quién conseguía construir un sistema filosófico partiendo de un fundamento escogido al azar: por ejemplo, demostrar la realidad de lo que hay a partir de un tranvía o desarrollar las pruebas de la existencia de Dios poniendo una palmera como Primer Principio... ¿Por qué no pensar que toda construcción teórica, toda teoría, tiene, a fin de cuentas, algo de paranoico? Si admitiéramos esta inconfesada analogía quizá reconoceríamos que la voluntad de sistema o de Obra de algunos filosofantes emula, sin confesarlo, el programa del Presidente Schreber.
Pero, sean o no los filosofantes sistemáticos unos paranoicos inconfesados, ¿de dónde surge la moderna fascinación por la locura? Por una parte esta afición es, ella misma, el síntoma de un cambio radical en la sensibilidad moderna, introducido inicialmente por el romanticismo y más tarde remedado, con resultados disparejos, por muchos escritores y artistas de la llamada “vanguardia”. Esto es muy evidente en el caso de los surrealistas, que se asomaron a las fantasías de Sade y nos enseñaron a ver en ellas algo más que a un libertino perverso y que reivindicaron como antecesores a dos rematados delirantes como Lautréamont y Raymond Roussel. Sin embargo, los surrealistas no están solos en el rescate de la locura puesto que la misma fascinación por el loco inspira, pongamos por caso, a quienes tienen devoción por la obra de Nietzsche, los Cantos de Ezra Pound o los poemas finales de Hölderlin.
Por lo mismo, la curiosidad del discurso de la razón por las “razones” del loco se muestra en la intención de reducir a principio cualquier forma de delirio –Freud y Canetti, cada uno en su terreno, hacen lo propio con el caso Schreber– organizándolo o “descubriendo” dentro de él una estructura profunda. En suma, que toda elaboración teórica de la paranoia es ella misma sospechosa de incurrir en paranoia aunque se escude en un propósito algo más sutil: descubrir mecanismos y procedimientos del pensamiento ordinario que la racionalización no deja a la vista ni permite dilucidar, como si la locura organizada, en la paranoia, fuera la verdad de algo que la razón oculta.
(¿Algo? Pero ¿qué?)
Ya era sugestivo que los griegos antiguos, tan dados a la templanza racional y a ponderar sus decisiones, consultaran el oráculo de Delfos y dieran pábulo al consejo de la Pitia, dictado mientras ésta caía presa del delirio que le insuflaba el soplo de Apolo al penetrarla por la vagina, montada sobre un trípode calentado por el fuego sagrado de Delfos. O sea que desde mucho, muchísimo antes de que los románticos impusieran sus veleidades irracionalistas ya se pensaba en la locura como revelación de una verdad, como el testimonio de una incomparable lucidez o como la espléndida expresión de algo inefable. Lo que tiene de especial la admiración moderna por la locura es que ahora se la rodea de santidad y se suele omitir su lado oscuro, esa miseria inconsolable que expresa o el terrible dolor del que brota. ¿Cómo es posible que incurramos en semejante omisión? ¿Por qué tendemos a ver no al desdichado que desvaría atormentado por sus propios fantasmas sino al genio que, de acuerdo con nuestra sensibilidad infectada de romanticismo, está movido por manía, como el Ión de Platón, pero sin la característica estupidez de los rapsodas que Sócrates pone al descubierto en el diálogo? Probablemente porque miramos la locura con la imaginación y de espaldas a su dolorosa experiencia, y ante la insoportable idiotez de lo real (Rosset) la confundimos con una sublime embriaguez que nos sustrae del horror de la nada.




Daniel Paul Schreber: Memorias de un enfermo de nervios.
Publicado por Eugenio Sánchez Bravo (3/2/2009)


Daniel Paul Schreber nació en 1842 y fue Presidente del Tribunal Supremo de la Provincia de Dresde. Fue ingresado en la Clínica de Enfermedades Mentales de la Universidad de Leipzig, dirigida por el conocido neurólogo Dr. Flechsig, en dos ocasiones, desde el otoño de 1884 hasta finales de 1885 y desde noviembre de 1893 hasta junio de 1894. Recuperado de la enfermedad decidió publicar en 1903 el relato de sus delirios para que fuesen objeto de estudio por parte de la comunidad científica. Murió internado en 1911 tras una grave recaída.

Schreber cuenta que la causa de sus padecimientos fue la conspiración del Dr. Flechsig para cometer en su persona el delito cósmico de "almicidio". Flechsig fue capaz de poner de su parte al mismo Dios con el objeto de destruir para siempre la mente de Schreber. El modo en que esto debía tener lugar era mediante la transformación del Presidente Schreber en una mujer de la que habrían de abusar enfermeros y pacientes. Sin embargo, el complot contra Schreber no tendría su muerte y desaparición como única consecuencia. Puesto que el almicidio va contra "el orden cósmico" el éxito de la conspiración de Flechsig supondría el apocalipsis en la tierra y todos los demás planetas habitados. Sin embargo, finalmente Schreber acepta su transformación en mujer, seduce al mismísimo Dios y se siente preparado para alumbrar a una nueva humanidad aria, ni católica ni eslava ni judía, sino aria.

Intenten imaginar a un paciente grave en un manicomio a finales del s. XIX, sentado en un jardín invernal en estado catatónico. Desde fuera no es más que otro vegetal que tirita al viento y, sin embargo, en su fuero interno todo son explosiones, luces, rayos, viajes a las estrellas y batallas épicas contra ángeles, "hombres hechos a la ligera", almas corruptas, hombrecillos diabólicos y enfermeros sádicos.

Desde muy pronto el libro de Schreber despertó el interés de la psiquiatría. A través de Jung, Freud conoció sus Memorias y les dedicó el breve pero fundamental ensayo que se adjunta en este volumen. Naturalmente, el diagnóstico de Schreber era el de un caso prototípico de paranoia, con sus delirios persecutorios, alucinaciones visuales y auditivas y megalomanía. A Freud le interesó sobremanera el caso Schreber pues era una oportunidad única de aplicar el psicoanálisis a la paranoia, una enfermedad mental con la que apenas se tenía contacto fuera de los psiquiátricos dada su gravedad. Según Freud, el origen de la enfermedad de Schreber fue su incapacidad para asumir "una irrupción de libido homosexual" cuyo objeto era el Dr. Flechsig. Es habitual en la paranoia que el sujeto odiado haya sido en primer término alguien amado. El mecanismo paranoide no hace otra cosa que proyectar fuera de sí aquello que le produce culpa y vergüenza. Sin embargo, Freud no cree que el delirio de Schreber sea sólo expresión de su trastorno sino que también es la vía hacia la curación. Esta se produce cuando acepta su transformación en mujer y se pone al servicio de Dios para dar a luz a "hombres nuevos creados por el espíritu de Schreber". En este caso, la racionalización es perfecta, la libido homosexual no es aceptable cuando se trata de convertirse en la prostituta de Flechsig pero sí, en cambio, cuando se trata de servir sexualmente a Dios y salvar la humanidad.

Hay otros dos elementos de las Memorias en los que Freud fija su atención. En primer lugar, considera que la libido homosexual permanece activa en el individuo a lo largo de toda su vida. Los así llamados normales simplemente la proyectan sobre objetos socialmente aceptables como "un hijo varón" o la "sana camaradería". El hecho de que Schreber no haya podido tener hijos entre su primer y segundo encierro puede haber sido una circunstancia coadyuvante al desarrollo de su enfermedad. Y, en segundo lugar, el papel del padre de Schreber, Daniel Moritz Schreber, muy conocido en su época por sus aportaciones a la pedagogía infantil. En pocas palabras, un auténtico tirano obsesionado con el cuidado corporal y el ejercicio físico. La actitud de Schreber hacia el Dios de sus memorias es muy semejante, dice Freud, a la actitud sumisa y, al mismo tiempo, hostil, del niño hacia el padre.

Así, pues, también en el caso de Schreber nos encontramos en el terreno familiar del complejo del padre. Si la lucha con Flechsig se presenta ante los mismos ojos del enfermo como un conflicto con Dios, nosotros habremos de ver en este último un conflicto con el padre amado, conflicto cuyos detalles, que ignoramos, han determinado el contenido del delirio. No falta en él elemento ninguno del material que en tales casos es generalmente descubierto por el análisis. El padre aparece en estas vivencias infantiles como perturbador de la satisfacción sexual buscada por el niño, generalmente autoerótica. En el desenlace del delirio de Schreber, la tendencia sexual infantil alcanza un triunfo definitivo: la voluptuosidad se hace piadosa, Dios mismo (el padre) la exige al enfermo. La amenaza paterna más temida, la de la castración, procuró el material de la primera fantasía optativa de la transformación en mujer, rechazada al principio y aceptada luego. La alusión a una culpa, encubierta por el «asesinato del alma» como producto sustitutivo, resulta clarísima. El enfermero jefe es identificado con un antiguo vecino, el señor v. W., que, según las voces, le había acusado falsamente de onanismo. Las voces repiten el fundamento de la amenaza de castración diciendo: «Será usted castigado por haberse entregado a la voluptuosidad.» Por último, la «obligación de pensar», a la que el enfermo se somete suponiendo que en cuanto suspendiera su actividad mental Dios le creería idiota y se retiraría de él, es la reacción, que también nos es familiar por otros casos, contra la amenaza o el temor de que la actividad sexual, especialmente el onanismo, puedan llevar a la locura (p. 591).

Otros dos temas importantes sobre los que Freud saca enseñanzas a partir de las memorias de Schreber son los siguientes: la afinidad de la paranoia y los celos delirantes, y la semejanza de las fantasías de Schreber con la formación de mitos y religiones. En el primer caso, Freud observa que el marido celoso que culpa continuamente a su mujer de querer irse con todos está usando el mismo mecanismo de proyección que el paranoico. Incapaz de asumir la irrupción de la libido homosexual atribuye a la mujer un deseo que no está sino en él y por el que se siente extremadamente culpable. Esto, dice Freud, es válido también en el caso de la mujer obsesionada por las correrías del marido. La aproximación entre el delirio paranoico y los mecanismos de formación de los primeros mitos y religiones será un tema que desarrolle con más amplitud uno de los discípulos aventajados de Freud, C. G. Jung.

El ensayo de Elias Canetti ofrece otra visión completamente diferente del caso Schreber. Apunta Canetti que en los delirios de Schreber se halla contenida de forma clara la psicología del enamorado del poder político. Las características de este sujeto, cuyo modelo ejemplar fue Hitler, incluyen el deseo del fin del mundo pero con la condición de quedar como único superviviente, el diálogo directo con Dios, la conspiración racista contra el pueblo elegido (en este caso el ario) o el miedo y el desprecio hacia las masas siempre concebidas como una jauría enemiga. Canetti está convencido de que "la paranoia es una enfermead del poder", de que "un estudio de esta enfermedad en todos sus aspectos instruye sobre la naturaleza del poder con una integridad y claridad que no es posible alcanzar de otra manera" (p. 634).

Por último, el texto con el que se abre el volumen, la nota sobre los lectores de Schreber de Roberto Calasso. El erudito Calasso revisa las lecturas más importantes que a lo largo del s. XX se hicieron sobre el caso Schreber. Entre ellas, naturalmente, Freud y Canetti. Calasso añade a psicoanalistas como Sabina Spielrein que, a principios de siglo y en la línea de Jung, relaciona el pensamiento mítico y el caso Schreber, y a Niderland y Bauymeyer quienes a partir de 1950 profundizan en interesantes cuestiones biográficas como la figura del padre de Schreber. Mención aparte merece la lectura que Deleuze y Guattari hacen del caso Schreber en El anti-Edipo. En esta obra Deleuze y Guattari cuestionan la eficacia del psicoanálisis para ahondar en el inconsciente. Según Deleuze reducir cualquier conflicto o trastorno mental a una cuestión sexual o edípica significa dejar fuera lo esencial. Así, en el caso Schreber Deleuze entiende que reducir su delirio a una tendencia homosexual supone dejar fuera todo el contenido político de sus fantasías. Enfrentándose a su padre, Schreber hace frente a toda la estructura político-moral de la burguesía de la época.

Para terminar, y a modo de asociación libre, dos ocurrencias. La lectura de las memorias de Schreber me han recordado las experiencias místicas de P. K. Dick, también él diagnosticado de paranoia. La intimidad con Dios, el convencimiento gnóstico de su imperfección, los "rayos cósmicos" que actúan directamente en sus cerebros, el delirio persecutorio... son todas, curiosamente, características comunes a Schreber y a Dick.

Roberto Calasso, El loco impuro

El loco impuro
Roberto Calasso
Sexto Piso. Madrid, 2003

Primer y más alucinante libro de Calasso gira en torno a dos grandes ejes de su obra: la locura y la posesión.

El primer libro de Roberto Calasso: uno de los más grandes personajes de la literatura y del pensamiento de todos los tiempos.

Como él mismo cuenta, éste es "un libro atípico. Lo escribí en una fiebre, en tres semanas, cuando terminaba de editar los escritos del propio Schreber, Memorias de un enfermo de nervios. Nunca me había pasado nada igual, nunca volvió a pasarme”. Sin embargo, en El loco impuro ya se encuentran los temas que Calasso desarrollará más tarde en todos sus otros escritos: la presencia de lo divino y de los dioses en el mundo, así como las relaciones casi siempre violentas e infieles entre aquéllos y los hombres. Pero, sobre todo, la manera en que los dioses se comunican con los mortales, es decir: enloqueciéndolos.

Calasso recrea, en forma de novela, el intrincado evento que vivió el que fuera presidente de la Corte de Apelaciones de Dresde, Daniel Paul Schreber, con Dios, durante el período en que estuvo internado en el Hospital Mental de Sonnenstein.



Calasso, el asesino mismo
Por Gabriel Bernal Granados, de Letras libres (diciembre de 2004)

1974; Milán, Italia. Roberto Calasso (Florencia, 1941) es director literario de la casa editora Adelphi. Trabaja en la edición del libro Memorie di un malato di nervi de Daniel Paul Schreber. No sabemos en qué época del año, si fue por la mañana o por la tarde, si hacía frío o calor. Suponemos, cuando mucho, que Calasso trabajaba en una oficina del modesto edificio de Adelphi. Una ventana da a la calle; callejón para ser precisos. Del otro lado, se impone a la vista una muda pared de ladrillo. En el interior de la oficina, sobre el escritorio, un abandonado legajo de planas. El joven Calasso, entonces de treinta y tres años, escribe a buen ritmo sobre unas hojas de papel en blanco. Según confesión propia, impresa en la cuarta de forros de la edición mexicana del libro de Schreber (Memorias de un enfermo de nervios, Sexto Piso, México, 2003), el primer libro de ficción del impecable Calasso (su camisa es blanca y sus uñas, en esa época, se encuentran perfectamente bien recortadas) fue escrito en una "fiebre" que duró tres semanas, mientras editaba el libro de Schreber. Nunca antes le había sucedido algo así; nunca después volvió a sucederle. Resultado: El loco impuro.
No hay que engañarse: el libro de Calasso, su primera "novela", dista de ser una nota a pie de página escrita ex profeso para el libro de Schreber. Es verdad que surge a partir de él, y sin la lectura de ese montón de páginas que encubren un informe detallado sobre la salud mental de la sociedad europea en el principio del siglo XX, no se entiende el libro de Calasso (quiero decir: su dimensión completa, su círculo vicioso de referencias cruzadas y enquistadas). Sin embargo, hay que prestar atención a los hechos narrados, y sobre todo a la forma en que estos hechos son narrados, para no perder de vista la génesis de uno de los experimentos más notables con la fusión de géneros que se ha dado en las letras europeas en los últimos tres decenios. (No sólo me refiero a El loco impuro, sino a la tríada de libros del que éste forma el primer eslabón: La ruina de Kasch, 1983, y Las bodas de Cadmo y Harmonía, 1988, serían el segundo y el tercero.)
Si bien nosotros ignoramos la fecha, la hora y el clima en que Roberto Calasso comenzó a escribir su libro, y otros datos colaterales como cuáles eran los objetos que componían el mobiliario de su oficina y cuáles los libros que reposaban inquietos en los estantes de sus libreros, Calasso no ha pasado por alto uno solo de estos detalles a la hora de emprender su exégesis creativa sobre el libro y el personaje de Schreber. En el arranque, este deseo de saberlo y explicarlo todo parece propio de uno de los ensayistas más meticulosos y desquiciantes que ha conocido la historia de la literatura europea desde los tiempos de Benjamin y Adorno; sin embargo, el estilo y la forma en que funciona la mente del italiano no tienen que ver con los de sus maestros alemanes. Su temperamento policiaco, su linaje enciclopédico detectivesco, dependen en mayor medida de los climas que se van consolidando conforme avanza la investigación, y de las situaciones que su pluma es capaz de recrear. Calasso quiere saberlo todo acerca de su personaje (qué comía, qué pensaba de lo que comía, qué leía, qué ropa vestía, cuál era el color de sus zapatos y la combinación de sus corbatas; de los datos nimios —por lo tanto, los más difíciles de averiguar— a los hábitos mentales generales no hay más que un paso) y esta voracidad narrativa es la que confunde en primera instancia al lector: narración, ensayo, análisis histórico, pero sobre todo contexto.
Seguir de cerca la génesis de un libro como el de Schreber, que forma parte de la historia secreta de la literatura a la que Calasso ha dedicado algunos de sus mejores ensayos (Mallarmé, Stirner, Walser, Kraus, Benjamin; Marx y Freud mismos) significa ponerse en el umbral de la Gran Guerra, que habría de cambiar la faz de Europa, acusando esta metamorfosis en su región central. La crisis tuvo una doble causa: por un lado, la radicalización de los nacionalismos en la Mitteleuropa y, en consecuencia, la quiebra del Imperio Austrohúngaro, y por el otro la insoportable doble moral de una sociedad jerárquica condenada al fracaso, y la repercusión de este miserable destino en todos los órdenes de la cultura. Son los años posteriores al nacimiento de El capital y los previos a la irrupción del psicoanálisis. En esta voraz encrucijada surge la figura de Schreber.
Otros escritores que disolvieron los géneros: Pound (en los primeros Cantares, 1919), Joyce (Ulises, 1922). Aunque no los menciona en la lista que elabora en su ensayo "Literatura absoluta" (La letteratura e gli dèi, Milán, Adelphi, 2001, p. 145), comparte con ellos, sin reconocerlo acaso, un mismo afán totalizador: fundir los géneros como equivalente de historiar después del albor y cuando no cabe esperanza de acceder a originalidad alguna. Hacer la historia de la cultura, aplicando sobre los hechos cotidianos el análisis mitopoético que sobre los sueños aplicaron en su momento Freud y Jung, abriéndole el paso a una nueva forma de mitología que sirvió a Joyce para la concepción de su personaje central en Ulises. Calasso ha descubierto la veta de su empeño literario absoluto en la mitología griega y en la hindú, así como en las nuevas mitologías que tienen en el conocimiento "preciso" de los malestares del alma la ubicación vigente de los dioses. No resulta descabellado, pues, que en un manicomio alemán se encontrara el oráculo donde se gestó una de las mayores ficciones del siglo XX —la teología de la dominación masiva y la identificación del poder con los instintos básicos y, por lo tanto, sexuales del hombre. D.P. Schreber, el antihéroe y visionario que entusiasmó a Calasso durante tres semanas en el año de 1974, oía voces. A ese intercambio verbal que se producía en el ámbito exclusivo de sus nervios lo definió como "trato supernatural con lo divino". Calasso tomó al pie de la letra las confesiones de Schreber, no como caso patológico sino como posibilidad literaria.
El loco impuro es un libro de juventud que no acusa imperfecciones. Al hecho de haber sido escrito de un tirón no se le puede atribuir su coherencia estilística interna, sino, en todo, al cúmulo de lecturas y de pesquisas anteriores que se acrisolaron en sus ciento dieciocho páginas. A esto y a la elegancia y contundencia propias de la pluma de Calasso se debe que el collage funcione. Referencias cruzadas, citas superpuestas, elucubraciones y agregados imaginativos de su ronco pecho constituyen una textura uniforme. Esto no es fácil. No es fácil que el pegamento aglutine elementos tan diversos, "como si la literatura fuese una metafísica natural, irreprimible, que no se funda en una cadena de conceptos sino en una entidad heteróclita —trozos de imágenes, asonancias, ritmos, gestos, formas de cualesquier géneros. Y esta última era quizá la palabra decisiva: forma" ("Literatura absoluta", p. 147).
Todas las piezas coinciden en este rompecabezas a escala. Por una vía o por otra, rutas en ocasiones contradictorias ("Pero más vale cerrar inmediatamente el tema Trieste, porque es una falsa ayuda: Bazlen era un hombre poshistórico, al que ningún marco cultural o ninguna reconstrucción de ambiente conseguiría hacerle justicia" ["Desde un punto vacío", en Los cuarenta y nueve escalones, Barcelona, Anagrama, 1994, p. 53]), Calasso conjetura, persigue como un detective de oficio el logos que se halla oculto en cada uno de los detritos que aguijonean su morbosa sensibilidad metafísica. La Maquinaria Calasso no sólo se toma la molestia de hacer coincidir punto por punto las piezas de su acertijo mental: también suministra la materia y la forma de que éstas están hechas. Una cultura inmensa es la única responsable de este crimen atroz, donde nada se ha dejado al azar.
El germen de los libros posteriores de Calasso no está tan oculto en este libro como nos quieren hacer creer sus editores mexicanos (me refiero de nuevo a las levedades de una cuarta de forros, en este caso la del mismo Loco impuro). El vínculo —la presencia inagotable de los dioses en la sociedad moderna— es bastante claro. Schreber aporta claves fundamentales a la teoría psicoanalítica de Freud, a un grado tal que el doctor vienés se siente incluso incapaz de reconocerlas. Aquél es por lo tanto piedra de toque en la historia secreta del siglo XX que Calasso se ha inventado en sus libros. Decir que un escritor se ha inventado una mitología personal que contiene el pasado, el presente y el futuro de una "sociedad", por más imaginaria que ésta sea, no es poca cosa. En una de las páginas medulares de su primer libro, Calasso hace decir a uno de los personajes de este "Gran tapiz", ideado a costillas de D.P. Schreber: "Es una larga historia, mi Presidente. Como ve yo estoy ligado a la calle, a la ciudad, siempre he sido el Wanderjude de las calles de Pompeya. Invité a mis alumnos a vivir conmigo en las cloacas, reí de quien no lograba reconocer la arquitectura del hedor. Pero el pantano, no; una nube de espanto me ha invadido siempre la cabeza, entre las cañas, en el delta del Danubio. La gran Diana no me ha perdonado nunca. Las estatuas que he recogido las he colocado en una vitrina y, no obstante, sabía muy bien que el primer xoanon lo entraron las Amazonas en el fango de Efeso. Todo fue un poco así."
Esta última mención al "Wanderjude de las calles de Pompeya" acaso sea una refracción de la propia figura de Calasso en la luna del espejo. Él ha sido uno de los pocos casos manifiestos en la historia de la literatura reciente que han tenido el talento necesario para diferenciar, y ocupar en momentos distintos, los departamentos estancos de la edición, el ensayo y la creación. Desde luego, hay un punto en que estos géneros confluyen y se indiscriminan.

Niels Lyhne, de Jens Peter Jacobsen

Jens Peter Jacobsen
Niels Lyhne
Trad. de Ana Sofía Pascual
El Acantilado. Barcelona, 2003

Naturaleza y hastío en Jacobsen.
Por Gabriel Bernal Granados

El nombre de Jens Peter Jacobsen no es del todo desconocido para nosotros. Lo habíamos leído por primera vez en las Cartas a un joven poeta de Rilke, donde el autor asegura no llevar consigo más libros que los del "gran poeta danés J. P. Jacobsen y la Biblia". Muchos años tardamos en averiguar el motivo oculto detrás de semejante elogio:

" De todos mis libros, muy pocos me son imprescindibles. En rigor, sólo dos están siempre entre mis cosas, dondequiera que yo me halle. También aquí los tengo conmigo: la Biblia y las obras del poeta danés Jens Peter Jacobsen. Se me ocurre pensar si usted las conoce. Puede adquirirlas fácilmente, ya que algunas de ellas han sido publicadas -muy bien traducidas por cierto- en la "Biblioteca Universal" de las "Ediciones Reclam". Procúrese los Seis cuentos de J. P. Jacobsen así como su novela Niels Lyhne, y empiece por leer, en el primer librito, el primer cuento, que lleva por título "Mogens": Le sobrecogerá un mundo; la dicha, la riqueza, la inconcebible grandiosidad de todo un mundo. Permanezca y viva por algún tiempo en estos libros, y aprenda de ellos cuanto le parezca digno de ser aprendido. Ante todo, ámelos: su cariño le será pagado miles y miles de veces. Y, cualquiera que pueda llegar a ser más adelante el rumbo de su vida, estoy seguro de que ese amor cruzará siempre la urdimbre de su existencia, como uno de los hilos más importantes en la trama de sus experiencias, de sus desengaños y de sus alegrías."

En su corta vida (Thisted, Jutlandia, 1847-1885) Jacobsen publicó un libro de poemas que pudo haberle garantizado una fama considerable (los Gurresange, que ahora son recordados por la adaptación musical que hizo Schönberg con el título de Gurrelieder); pero fueron sus novelas y relatos donde el arte literario de Jacobsen floreció de manera unánime. Para Zweig, nacido cuatro años antes de la muerte de Jacobsen, Niels Lyhne fue el Werther de su generación. El escritor vienés da en el blanco con la intuición entrelineada en su comentario: Niels Lyhne encarna uno de los arquetipos de la literatura europea moderna que habrían de documentar la naturaleza de nuestro ocio y desgracia, situándolo en el centro de un debate que ha ocupado tanto a literatos como a científicos de la historia y el lenguaje. Ese "hombre con todas las posibilidades, de las que sin embargo ninguna se realiza" dotaría de material suficiente al hombre sin atributos de la novela inconclusa de Musil; es el artista adolescente de gorra y pantalones de pana que se pasea despreocupadamente por las mejores páginas de Joyce bajo el disfraz de Stephen Dedalus; es el recatado Hans Castorp de La montaña mágica; es el pianista malogrado de la novela homónima de Thomas Bernhard. Es, en suma, el hombre engullido por el aburrimiento de Baudelaire.

Las metamorfosis de Niels Lyhne pueden ayudarnos a recorrer con atención las páginas de su historia. Desde su nacimiento hasta su muerte, el personaje de Jacobsen enfrenta una decepción tras otra como si éstas fuesen los eslabones de una serie incurable de certezas. Los personajes femeninos (la profundidad con que Jacobsen observa a sus mujeres no le pide nada al Flaubert de Madame Bovary) que gravitan en torno suyo y deciden de alguna manera su destino son una confirmación. En la infancia de Niels, su madre es quien se proyecta con más fuerza, fomentando en su hijo el sentimiento confuso de las artes como una suerte de preludio encantatorio para trascender la realidad ambiente; en la adolescencia, su tía Edele; en la juventud, la señora Boye y su prima Fennimore. Amores desvaídos y muertes sucesivas van simulando la existencia de un personaje que, en efecto, sólo se reconoce en la postergación. "¿Nunca has oído hablar de gente sobrada de talento en su juventud, fresca y llena de esperanzas y de planes, que al perderla también pierde el talento para siempre?", se pregunta Erik Refsdrup, primo de Niels, introduciendo con ello uno más de los temas que conforman el tinglado obsesivo de la novela.

La técnica narrativa de Jacobsen merece una mención aparte: un apoyo implícito en la economía de la expresión lo lleva a interesarse poco en el recuento minucioso de los hechos. Los capítulos de su relato son similares a tableaux donde la emoción se halla contenida a veces en el diálogo, y a veces en la incidencia del paisaje sobre el carácter de sus personajes. En el "impresionismo" de Jacobsen se encuentra quizá la explicación de uno de los milagros de su prosa: unas cuantas líneas le bastan para definir un personaje; el mismo número de "pinceladas" magistrales que utiliza para establecer la relación entre un haz de luz, un jarrón y los pliegues de una falda, son de los que se sirve para plantear una acción dramática definitiva en la trama de su relato.

El pasaje más desolador de la novela ocurre al final. Luego de la muerte de su querida esposa y de su hijo, con quienes convive apenas alrededor de tres años, Niels Lyhne se enlista en el ejército. Una granada le estalla cerca de la cabeza ocasionándole trastornos irremediables. Su médico le ofrece el consuelo de un párroco. Hay un diálogo entre ellos, que retoma una conversación que habían sostenido en otra época sobre la inexistencia de Dios (Jacobsen, traductor al danés del Origen de las especies, de Darwin, había heredado esta noción de Georg Brandes, quien a su vez la había tomado de Nietzsche). Niels Lyhne se niega. No le queda ya ningún consuelo. Ni siquiera la presencia pálida de Dios puede asistirlo en un momento tan dramático y tan simple.

La novela de Jacobsen está repleta de esta suerte de iluminaciones, de estas verdades irremediables que uno sustituye todo el tiempo con un poco de fantasía y ensueño. Sólo una sensibilidad decimonónica, tocada de verdad positiva y fe en la inspiración poética, pudo haber logrado semejante equilibrio.


Jacobsen es uno de los autores más célebres de la literatura danesa. Se formó en la escuela positivista de entonces, y tradujo El origen de las especies de 1871-1873 y El origen del hombre de 1874.
Simultáneamente se dedicó a la poesía aunque no permitió la publicación de su obra poética. Hubo que esperar hasta después de su muerte, cuando fue publicada Poemas y Apuntes (Digte og Udkast, 1886).
Entre los poemas más celebres se encuentran Arabesco I (Arabesk I), Arabesco II (Arabesk II) y las Canciones de arrullo (Gurresange). La relación con el círculo alrededor de los hermanos Brandes y el estudio de los naturalistas como Flaubert y Sainte-Beuve ejerció una gran influencia sobre J. P. Jacobsen.
En 1872 se publicó su primer relato, Mogens, cuya descripción de la naturaleza y los personajes se corresponde con las producciones del realismo.
La novela La señora Marie Grubbe (Fru Marie Grubbe, 1876) es un minucioso estudio psicológico femenino y una detallada descripción del ambiente para la que J.P. Jacobsen realizó amplios estudios históricos y en la que rompió con los criterios de objetividad del naturalismo. Cuando contrajó tuberculosis en 1873, se retiró a Thisted donde vivió, con algunas excepciones aisladas, hasta su muerte. La idea de la muerte y la resignación ante la idea de la salvación divina caracterizan la novela Niels Lyhne de 1880.
Más tarde se publicó Mogens y otros relatos (Mogens og andre Noveller, 1882) que incluye, entre otros, La señora Fønss (Fru Fønss) y La peste de Bérgamo (Pesten i Bergamo),